Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

3. Dos paramédicos del SAMUR están inclinados sobre una camilla. Los brazos de uno apretados contra el pecho del herido, las manos del otro colocando una mascarilla sobre su cara. Las luces de la ambulancia que ya parte hacia el hospital con Cervera en su interior enmarcan los rostros de los paramédicos con un brillo sobrenatural.

4. Un bombero, la cara cubierta por la máscara de oxígeno, arrastra un cadáver, que se reunirá con los otros tres que hay fuera alineados sobre la acera, cubiertos por mantas isotérmicas de color plateado. En lugar de devolver los reflejos de las luces estroboscópicas de los coches de la policía o del camión de bomberos, la cara aluminizada de la manta parece absorberlos. Como si los cuerpos que hay bajo ellas intentaran extraer un último hálito de vida del aire que les rodea.

5. Antonia se agacha para recoger una medalla que hay caída en el suelo. Sus dedos la están rozando. Los paramédicos se la han arrancado al capitán Parra sin darse cuenta cuando le hacían la reanimación cardiopulmonar. Un agente habla con Jon sobre la actuación del capitán. Jon tiene el rostro desencajado. El agente tiene los labios extendidos hacia delante —como si se preparara a dar un beso—. Están formando la cuarta letra de la palabra héroe.

6. Antonia llora, un antebrazo apoyado en la ventanilla del coche, la mano izquierda apartando el brazo de Jon que se dirige a consolarla, aunque sin mirarla. Jon sigue con la vista clavada en el lugar por el que la ambulancia del SAMUR se ha llevado al capitán Parra. Está empezando a llover, una lluvia tenue y fina que no logrará borrar las manchas de sangre de la acera, sólo mantenerlas frescas más tiempo.

7. Antonia pone un pie en la acera frente al hospital de la Moncloa. Se baja del Audi sin despedirse, con los ojos aún llorosos. A su espalda, la mirada de Jon refleja tristeza, miedo, dudas y una enorme, inabarcable angustia. También una súplica de que no le deje solo esta noche, quizás la primera desde que se conocen, en la que él la necesita a ella más que al revés. Antonia no la percibe, porque está de espaldas.

Carla

No viene nadie.

La puerta metálica sigue exactamente en el mismo sitio. La oscuridad sigue igual de densa, las paredes siguen rezumando humedad, y la garganta de Carla está en carne viva.

Carla llora, sin lágrimas. Sólo emite pequeños jadeos ásperos, broncos, que se acaban convirtiendo en toses. Se deja caer al suelo. La herida de la cabeza, que sigue sangrando, encharca la cavidad entre la nariz y el lagrimal. Siente cómo su propia sangre le entra en los ojos, irritándolos, pero no es capaz de hacer nada al respecto.

Su estallido de esperanza y de energía se ha cobrado un precio muy caro, y ahora está pagando la factura con intereses. Tiene el cuerpo tan agotado como el ánimo.

Decide dejarse morir. La muerte es una manera de escapar. Dejar que su cuerpo cese de respirar, detener el corazón, impedir el flujo de sangre al cerebro. Y después, flotar. Dicen que cuando mueres, tu cuerpo se queda en tierra, como un ancla, mientras que tu alma se eleva. Como en los dibujos animados, como en aquella película de moteros, cuando Mickey Rourke era guapo. Si todo el mundo lo dice, tiene que ser cierto.

Por un instante, Carla siente cómo sucede. Cómo su espíritu asciende, atraviesa las paredes, vuela por encima de los edificios, pero no al encuentro con Dios, sino al encuentro con su padre, que aguarda, en vela, esperando noticias de ella. Y ella le besará en la frente, y él notará su presencia, y después continuará su ascenso, hasta el calor y la luz, hasta la inmensa campiña verde, tendida ante un fugaz amanecer.

No muere, sin embargo.

La oscuridad continúa.

—¿Lo has escuchado?

Sandra la llama, devolviéndola a la realidad de su situación —la peor situación—. Pero Carla no responde. Contestar supone regresar, admitir que la luz se aleja, que sigue encadenada a ese trozo de carne que sufre y que sangra y que tiembla de miedo.

—¿Lo has escuchado, Carla? —repite Sandra.

Carla se rinde.

Necesita saber.

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Han intentado encontrarte. Pero han fallado. Y ahora están todos muertos.

—Mi padre pagará —dice Carla—. Tiene que hacerlo.

—Quizás. Aún le queda tiempo.

Suena distinta, piensa Carla.

No hables más con ella.
Te dije que no hablaras con ella.

—¿Tiempo? ¿Es que hay un límite?

—No te preocupes, yo voy a ayudarte —dice Sandra.

Carla, aún débil, confusa y mareada por la pérdida de sangre, se incorpora un poco. Ahora comprende por qué Sandra suena distinta. No le habla desde detrás de la pared. Le está hablando desde el otro lado del metal.

—¡Sandra! ¡Estás fuera! ¡Tienes que abrir la puerta, rápido!

—Ahora mismo —responde Sandra.

Carla oye cómo Sandra camina hacia la izquierda de la puerta. Oye un tirón, y cómo un mecanismo se mueve, tirando hacia arriba de la pesada plancha. La parte inferior de la puerta se levanta, un centímetro, luego cuatro, ocho.

Después vuelve a caer, con un golpe metálico que retumba por toda su celda.

—Otra, vez, Sandra. Tú puedes hacerlo.

Sandra dice algo que Carla no comprende. Y luego entiende que no habla. Se está riendo.

Una risa aguda y filosa, como la hoja de un cuchillo.

¿Por qué se ríe?

No.

No, no, no.

—Estás con Ezequiel —dice Carla, con el estómago encogido por el miedo.

Sandra aún continúa riéndose un poco más, como si no pudiera controlar esa risa. La clase de risa que viene de un lugar muy lejano, y que puede conducirte a la locura.

—Ay, qué cosas tienes, mujer. ¿Aún no lo has comprendido? Yo no estoy con Ezequiel. Yo soy Ezequiel.

Carla siente un puño de hielo hurgar en su interior, rascar sus tripas, atascarse en su esófago.

—¿Qué es lo que quieres, Sandra?

—¿De ti? Nada. Que te quedes quieta y tranquila.

—¿Cuánto le has pedido a mi padre? Estoy segura de que…

—Carla Ortiz, siempre negociando. La princesa heredera. Esta vez no es cuestión de dinero.

—¿Qué le has pedido entonces?

—Le he pedido que diga unas cuantas palabras en la televisión.

—No comprendo…

—Le he pedido que hable de vuestros talleres de Brasil. De Argentina. De Marruecos y de Turquía, y de Bangladesh.

Carla se revuelve, se acerca a la puerta, intenta asomarse por el respiradero.

—Puedo explicarte todos y cada uno de esos sitios, Sandra. No es como la prensa dice…

Sandra vuelve a reírse.

—Ahórrate el discurso, Carla. Sería más creíble si no tuviera las claves de tu ordenador. La de cosas que he encontrado dentro. ¿Es verdad que los dedos más pequeños son mejores para quitar el hilvanado?

—Nosotros ayudamos mucho en esos países. Esos niños trabajan con el consentimiento de…

Tres golpes, en rápida sucesión, furiosos, la silencian. Tan cerca de la puerta, que la reverberación le llena los oídos de clavos afilados.

—Cállate, zorra. ¿Cuánto cuesta tu casa? ¿Cinco millones? ¿Cuánto cuesta tu coche? ¿Cuánto costó tu vestido para el Bal Des Debutantes? Veinte mil putos euros, zorra. El sueldo de mil niños durante un mes, para que tú lucieras un trapo de Zuhair Murad durante unas horas…

La voz de Sandra se acelera, sus siguientes palabras se vuelven ininteligibles. Sigue hablando durante un rato, y riéndose sola, aunque Carla no puede entender nada.

Quiere contestar, quiere hablarle de los matices, de las complicaciones del mercado internacional. De cómo está malinterpretando todo.

Se limita a esperar, con los labios apretados.

Cualquier cosa antes de que vuelva a golpear otra vez.

—Perdona, perdona —dice Sandra, cuando logra recomponerse—. A veces me dejo llevar. Dicen que hay algo aquí arriba que no anda del todo bien, pero qué coño sabrán los psiquiatras, ¿verdad? Qué coño sabrá nadie. En un mundo cuerdo, serías tú la que estarías entre rejas. Así que supongo que en realidad no estoy tan loca, ¿no?

Sandra se agacha, hasta pegar su rostro al respiradero, y baja la voz. Es una vieja amiga, contando un secreto al oído.

—Oye, me lo he pasado muy bien contigo. Me has dado mucho más juego que el niñato que estuvo ahí antes. Puto mentiroso, no sabes cómo intentó engañarme. Pero tú no, Carla. Tú has estado muy bien.

Sacando fuerzas de donde puede, Carla logra preguntar:

—¿Cuánto tiempo me queda?

—Algo menos de veintiséis horas. Pero no creo que debas preocuparte. Seguro que tu padre hace lo que le he pedido. Al fin y al cabo son sus pecados, no los tuyos. Y un padre haría cualquier cosa porque su hija no pague por sus pecados, ¿verdad?

Se marcha, pero su risa queda flotando en las paredes durante un rato más, como una niebla densa y ponzoñosa.

31
Una foto

—No se puede salvar a todos —dice la abuela Scott.

Antonia la ha despertado —no son aún las cinco de la mañana en la campiña inglesa—, pero a la abuela no le importa. Ella está hecha de un material especial. Un material que sólo brilla, que sólo revela su naturaleza, cuando le exiges algo. Saber esto sobre alguien confiere un gran poder que Antonia ejerce con gran responsabilidad. Por eso la abuela, cuando contestó a la videollamada al decimocuarto tono, con la cara aún adormilada, estaba sonriendo. Sabe que no llamaría si no fuera importante.

—Estaba ahí, todo el rato. Delante de mis ojos. Si hubiéramos comprobado la matrícula del Megane ayer por la noche…

Antonia no puede creer que sólo hayan pasado veintiséis horas desde el momento en el que descubrieron que la matrícula del taxi estaba doblada. Su error, su tremendo error, fue asumir que había sido robada a alguien al azar.

Veintiséis horas. Una más de las que le quedan ahora mismo a Carla Ortiz antes de que se cumpla el plazo de Ezequiel.

—No puedes echarte el peso del mundo sobre los hombros, niña.

Pero la abuela Scott sabe que lo hará. De la misma, inflexible manera, con que aguanta sobre ellos la culpa de lo que le pasó a Marcos. Hay mucho espacio, aparentemente, sobre esos hombros para la culpa. La abuela lo achaca a su deficiente educación católica (y, aunque se irá a la tumba sin admitirlo, a la sangre española de su madre).

—Seis muertos, abuela. Sólo porque no llegué a la conclusión correcta dieciséis minutos antes.

Normalmente la abuela Scott tiene una paciencia infinita con su nieta, pero a veces esa paciencia encuentra tropiezos.

—Deja de lloriquear. No eres tú la que puso esas bombas, ni eres tú la que tiene a una mujer secuestrada. ¿Cómo es esa palabra de los africanos que me dijiste una vez?

«Los africanos» a los que se refiere la abuela son los ga, una tribu que vive al sur de Ghana, con su propio idioma. Y la palabra a la que se refiere la abuela no es una, sino dos.

Faayalo zweegbe.

—Sólo aquel que va en busca del agua puede romper el cántaro. Lo sé, abuela. Pero cuéntaselo a quien espera en la aldea muerto de sed.

Cuéntaselo a Carla Ortiz, o a los hombres de Parra. Seis muertos, otro colgando entre la vida y la muerte. Y el propio capitán, pronóstico reservado.

—Niña, deja de lamerte las heridas. Deja de lamentarte por lo que no has hecho. ¿Alguna vez te alegras por toda la gente a la que has ayudado? ¿Gente que ni siquiera sabe tu nombre? No, por todos los cielos. Sólo te regodeas en aquellos a los que crees que has fallado, y corres a esa habitación de hospital para seguir sintiéndote mal. Lo cual hace muy difícil poder ayudarte. ¿Sabes qué?, me vuelvo a la cama.

Cuelga.

En alguien como la abuela Scott, este signo de mala educación es tan extraño que Antonia se queda desconcertada.

Sabe que tiene razón, pero así es como funcionan las cosas. Sólo importan aquellos a los que no has podido ayudar.