Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Una mujer alta, vestida con el clásico mono de plástico de la Policía Científica, espera en una de las sillas del comedor, con un cigarro en la mano y el móvil en la otra.

—Eso acabará matándola, doctora —saluda Mentor.

La mujer murmura algo ininteligible sin levantar la vista del teléfono y le da otra calada al cigarro.

Mentor chasquea la lengua con desaprobación, y se vuelve hacia Antonia, que le mira expectante, balanceando el peso del cuerpo de un pie a otro, como un corredor en la línea de salida. Mentor se inclina un poco hacia ella, hasta que sus labios le rozan la oreja derecha, y le pregunta:

—¿Cómo era tu rostro antes de nacer?

Antonia no contesta, se limita a dar un paso dentro del salón iluminado.

¿A qué demonios ha venido eso?, piensa Jon

Va a seguirla, pero Mentor le pone una mano en el pecho.

—Una cosa más. Antes de que entre, quiero advertirle de que lo que está a punto de ver, esta investigación, mi mera existencia o la de la señora Scott son estrictamente confidenciales. Verá y oirá cosas que le parecerán extrañas, con las que no estará de acuerdo. ¿Será usted un buen soldado?

—Nunca me ha gustado que me lleven de la correa —contesta Jon, intentando avanzar.

Mentor es fuerte —mucho más fuerte de lo que aparenta debajo de su traje carísimo—, pero no es rival para la inmensidad física de Jon, y baja el brazo con reticencia. La arruga que deja en la pechera del inspector Gutiérrez aumenta otro poquito las ya considerables ganas de darle una hostia que Jon lleva acumulando desde hace dos días.

—No me obligue a forzarlo —insiste Mentor—. Tampoco le estoy pidiendo tanto. Sólo que esté callado y juegue.

Los dos hombres miden de nuevo sus fuerzas, ahora con la mirada. La balanza se inclina del lado contrario. Jon tiene que tragar saliva y reprimir su furia. Ya llegará el momento en que explote, pero no es éste.

—Jugaremos un rato —dice su boca, aunque sus ojos extienden una promesa muy distinta.

Mentor se contenta con un alto el fuego y se echa a un lado.

Afuera la noche está templada. En el interior hace muchísimo frío. Alguien ha puesto el termostato en modo congelador, percibe Jon al apartar las cortinas.

Cuando entra en el salón, dos cosas que creía saber se tambalean un poco.

Para empezar, creía que conocía, aunque fuera de lejos, el lujo. Su madre es maestra de primaria, de las de mucha vocación y el sueldo justo para apañárselas al principio con las cuatro perras que les pasaba el padre cuando se fue con otra. Pero amatxo tenía amigos que recibían de vez en cuando, unos cuantos en Bilbao, otros pocos en Vitoria. Apellidos dobles, terrenos, coches. Joselito cortado a mano para merendar, Vega Sicilia las más de las noches, alguna montería los domingos consumían las tres partes de su hacienda. Y tras visitarles, te ibas a tu piso en la otra orilla del Nervión y te dormías creyendo que habías tocado el cielo.

Y años más tarde entras en aquel salón y comprendes que no sabías ni de qué color era el cielo.

El espacio es inabarcable, aunque el arquitecto había dedicado mucho esfuerzo a intentar adaptarlo a una escala humana. Doble altura, abierto al piso superior, tragaluz en el techo, ventanal de cuatro metros de alto. En un lado el comedor con su chimenea, al fondo el muro que lo separaba del hall de entrada, con su estanque y todo. Cuadros colgados con gusto. Jon reconoce un Rothko y dos Miró. Quiere reconocer a otro, tiene el nombre en la punta de la lengua, es holandés seguro. Al fin desiste, limitándose a un cálculo por lo bajo: las pinturas del salón valen diez veces la casa.

Nadie que viva aquí puede tener el más mínimo contacto con la realidad, ni la más remota idea de lo que es ser humano. El pensamiento invade su cabeza y se marcha, tan fugaz como llegó, dejando atrás un ligero desconcierto.

Al otro extremo del salón está la sala de estar. Hay una tele de ochenta pulgadas, tan fina que parece pintada sobre la pared. Sofás de cuero duro y terso, y en la esquina, lo que hace tambalearse las creencias de Jon por segunda vez.

Los polis se parecen en algo a los perros: un año se lleva siete en el alma.

Después de más de veinte años, Jon ha visto muerte de sobra. Un yonqui rajado en un callejón, un chaval que salta desde el puente de Miraflores, dos ancianos cosidos a cuchilladas por sus vecinos adolescentes. Cuando has visto tanto, te das cuenta de que todos los finales son el mismo repetido. Un apagarse los latidos, ruido de cristales, y al final, la soledad. Echas callo, crees que nada puede ya sorprenderte ni afectarte.

Y entonces miras al adolescente muerto sobre el sofá y comprendes tu inmenso error.

—Rediós —exclama Jon.

No tendrá más de dieciséis o diecisiete años. Está vestido con camisa y pantalones blancos, casi indistinguibles de la piel del sofá y de la suya propia, que en su día fue morena y ahora es mortecina, casi transparente. Todo asomo de vida ha abandonado el cuerpo, imposiblemente delgado, y sin embargo sigue sentado, muy derecho, con una pierna cruzada sobre la otra, la mano derecha sobre la rodilla, la izquierda sosteniendo una copa de vino llena a rebosar de un líquido espeso y negruzco. No lleva zapatos ni calcetines, y los pies desnudos tienen una tonalidad cerúlea, la misma que los labios. Los ojos están abiertos, y la esclerótica presenta un color amarillento.

La boca abierta, en una parodia de sonrisa, es lo más obsceno de todo. Un coágulo de sangre le resbala del labio inferior y se acumula en el hoyuelo de la barbilla.

Jon contiene una arcada primaria, inmisericorde, que le exige expulsar una cena que no ha tomado. Aprieta los puños con una mezcla de rabia y compasión, para mantener el contenido del estómago dentro y la profesionalidad por fuera.

Cuando logra calmarse, vuelve su mirada hacia Antonia que, en cuclillas junto al cadáver, estudia el rostro de la víctima, los rostros tan pegados que parecen a punto de besarse.

—Scott —llama Mentor con suavidad—. Cuéntanos lo que estás viendo.

Jon no le ha escuchado entrar, pero el misterioso personaje está a tan sólo unos pasos detrás de él. Su voz tiene un doble efecto: sirve para calmar a Jon y para que Antonia vuelva al mundo real. O al menos se comunique con ellos desde dondequiera que se encuentre.

—No hay signos de violencia —dice, en voz baja, tanto que Jon tiene que acercarse para escucharla—. Sin heridas superficiales, ni marcas defensivas en las manos ni en los brazos.

Vuelve a detenerse, como si le costara un esfuerzo físico seguir hablando.

—Causa de la muerte —le guía Mentor.

Antonia saca de su bolsa bandolera un par de guantes de nitrilo, se los pone, presiona el dedo pulgar del cadáver.

—Choque hipovolémico o hipoxemia, o ambas. Sus riñones debieron de fallar al mismo tiempo que su corazón se quedó sin nada que bombear al resto del cuerpo. Una muerte lenta y dolorosa. La cianosis es muy escasa, tan sólo la presentan los labios y los dedos de los pies. Debía de estar sedado y tumbado, de lo contrario estaría también presente en las manos. El dolor en la cabeza y las náuseas habrían hecho que se doblase sobre sí mismo y se retorciese. Tendría marcas de sus propios dedos sobre la piel.

—¿En cristiano? —pregunta Jon.

—Murió desangrado —dice alguien a la espalda de Jon.

9
Un hijo

—Les presento a la doctora Aguado, nuestra forense. Lleva desde ayer por la tarde trabajando en la escena del crimen —dice Mentor.

La mujer que esperaba fuera se ha unido a ellos, aunque ahora se ha quitado el gorro de plástico del mono y deja ver su pelo, largo y rubio, recogido en una coleta. Rondará los cuarenta. Pestañas largas, maquillaje desvaído, piercing en la nariz, sonrisa cansada en los labios, una pícara languidez en la mirada. No le ofrece la mano, y Jon lo agradece en silencio. Las manos de los forenses le dan repelús.

—¿Desangrado? ¿Cómo, de un navajazo, de un tiro?

—El asesino le introdujo una cánula en la carótida, y le vació —contesta la doctora.

—Lo hizo muy despacio —añade Antonia, más para sí misma que para ellos—. Se tomó su tiempo.

La extrema delgadez del cadáver cobra sentido. El cuerpo humano contiene entre cuatro y cinco litros de sangre. Sin todo aquel líquido, el resultado era el cascarón vacío que tenían frente a ellos. Una oleada de compasión inunda a Jon Gutiérrez al imaginar los últimos instantes del muchacho.

—Ha dicho que no hay heridas defensivas. ¿Cómo logró reducir a la víctima? —pregunta.

—He tomado muestras de mucosas y hay restos de benzodiazepinas. Es todo lo que puedo decirles sin poder realizar la autopsia.

—Ya hemos hablado de eso, Aguado. No tenemos permiso de la familia, así que no insista —le avisa Mentor.

Jon no comprende nada. Cuando hablaron por teléfono en las escaleras de la casa de Antonia, Mentor le había dicho que había habido un asesinato imposible, que el asesino había entrado en un lugar que disponía de una seguridad extrema y que se había marchado sin dejar rastro. Lo que no esperaba encontrar Jon era aquel sinsentido.

La decisión sobre la autopsia cuando hay un crimen violento no corresponde a los familiares, sino al juez de instrucción. El cual, por cierto, brilla por su ausencia. Todo en aquella escena del crimen, en aquella investigación, está mal, no sigue ningún protocolo ni se atiene a Ley de Enjuiciamiento Criminal ni a las normas establecidas. ¿Una sola investigadora forense? ¿Sin unidades de apoyo, sin inspectores —excluyéndole a él, claro—? ¿Qué puede causar que…?

Jon se interrumpe. No está haciéndose, claro, una pregunta importante.

—¿Quién es la víctima?

La doctora Aguado sale unos instantes y regresa con una carpeta. En ella hay una foto de un muchacho alto y delgado, de pelo rizado y ojos tristes. Está en la playa, posando desganado, como corresponde a su edad y condición. Inmortal, invulnerable, sin una sola preocupación en el mundo. La foto debe de ser de ese mismo verano, deduce Jon. Dios, como odia las fotos del antes. Odia reconciliar el ser humano intacto que muestran, ignorante ante el destino que se dirige hacia él con las fauces abiertas, con el despojo que queda atrás.

El muchacho le da la mano a una niña de unos ocho o nueve años, que sostiene una pelota de plástico y dedica a la cámara una sonrisa desdentada.

Ahí hay una niña que ya no volverá a jugar con su hermano, piensa Jon. Me pregunto cómo se lo dirán. Ésa siempre es la parte más difícil. Mirar a alguien a la cara y decirle que su mundo se ha roto en pedazos. Que no hay manera de recomponerlo, porque alguien se ha llevado unos cuantos.

Al pie de la foto, Aguado ha escrito el nombre de la víctima. Jon lo lee en voz alta, deteniéndose en el apellido. Sonoro. Inconfundible.

—Espere un momento. Álvaro Trueba. El chico es…

—Sí. Es el hijo. Uno de ellos —le interrumpe Mentor—. ¿Tiene cuenta en el banco de su madre, inspector?

Jon respira hondo. La cabeza le da vueltas al intuir dónde se está metiendo.

—En Bilbao somos más del BBVA o de la BBK, por eso de barrer para casa.

—Me deja usted de piedra —responde Mentor, la voz alicatada en sarcasmo.

De pronto, Jon cae en la cuenta de por qué el aire acondicionado de la casa está puesto al máximo. Ahí dentro debe hacer 13 o 14 grados como mucho.

—Nada de esto está pasando, ¿verdad? Por eso esto es una puta nevera. Para que el cuerpo de ese crío aguante intacto lo máximo posible. Cuando ustedes hayan acabado con él, alguien se lo dará a la familia de tapadillo. Dirán que el chaval se ahogó en la piscina, o algo así, y tendrán un funeral sin escándalo ni prensa.