Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Un destello de esperanza…

—¿Habría sido seleccionado?

—Uuuuy… casi en la zona verde, pero no.

… que se apaga rápido. El hombre alto se frota los ojos de nuevo, suplicando paciencia.

—Que pase el 794.

La mujer es pequeña. Fibrosa. No aparenta ser gran cosa hasta que sonríe al espejo, y entonces parece guapa. No una belleza, tampoco nos volvamos locos. Pero tiene algo.

—Buenos días —dice el hombre alto, apretando el botón del interfono, que comunica la cabina con la sala de observación—. Voy a plantearle una historia. Todas las respuestas que dé serán válidas para la puntuación que usted obtenga en nuestro estudio. Le rogamos que se esfuerce al máximo, ¿de acuerdo?

La mujer no responde.

—¿Me ha escuchado? Creo que hay problema con el interfono —dice el hombre alto, sin darse cuenta de que no ha soltado el botón.

—Le escucho muy bien. Estaba esforzándome al máximo —dice la mujer.

El hombre alto sonríe, aunque aún no lo sepa, es la primera de las muchas veces que querrá matar a esa mujer.

—Está bien, comencemos —dice, empezando a leer el texto que va apareciendo en la pantalla, y cuyo principio, después de una semana casi conoce de memoria—. Es usted la capitana de la plataforma petrolífera Kobayashi Maru, situada en alta mar. Es de noche y está usted disfrutando de un plácido sueño. De pronto su asistente le despierta en mitad de la noche. Las luces de emergencia están encendidas, la alarma sonando. Hay una alerta de colisión. Un petrolero se dirige hacia ustedes.

—¿Dónde está situada la plataforma? —pregunta la mujer.

—En mitad del mar, lejos de toda ayuda.

—Necesito la localización exacta.

—La localización exacta es irrelevante.

—Yo la necesito —insiste la mujer.

—Hay un petrolero que se dirige hacia usted. A bordo lleva trescientas mil toneladas de crudo. ¿Cuál es su primera reacción?

—Sacar una carta náutica y ubicar la localización exacta de mi plataforma.

El hombre alto está desconcertado. Nadie había dado esa respuesta antes.

—Señorita —dice el hombre alto, intentando que la exasperación no se le note en la voz—. ¿Puedo preguntar por qué ese empeño sobre un dato irrelevante?

Antonia parpadea varias veces, y abre las manos, como si la pregunta se respondiese sola.

—Para encontrar cualquier solución hay que saber dónde estás respecto al problema.

El hombre alto se vuelve hacia la asistente.

—Pregúntale al software la localización de la plataforma.

—83 grados 44 minutos Norte, 64 grados 35 minutos Oeste —responde, tras un breve tecleo.

El hombre alto repite la localización, a través del interfono.

—Bien, ahora que conoce su localización exacta, ¿cuál es su segunda reacción? Le recuerdo que el tiempo de reacción es esencial para salvar las vidas de las personas a su cargo.

La mujer se queda pensativa durante unos segundos.

—Miro un calendario.

El hombre alto suelta un resoplido de incredulidad por la nariz. Tan fuerte, que los papeles que hay frente a él se agitan.

—Porque además del dónde hay que buscar el cuándo, ¿no? —dice, sin llegar a apretar el botón del interfono.

La asistente ha vuelto a teclear y le muestra la fecha en la pantalla al hombre alto.

—Según su calendario es 23 de enero de 2013. ¿Cuál es su curso de acción, señorita?

—Me vuelvo a la cama.

—Disculpe, creo que no la he entendido bien.

—Me vuelvo a la cama —insiste la mujer—. La localización de la plataforma que me ha dado está, a ojo, en pleno océano Ártico. Teniendo en cuenta la latitud y la fecha, el mar está completamente congelado, así que el petrolero no podrá acercarse a mucha velocidad. ¿Hemos concluido el experimento?

Aturdido, el hombre alto apaga el interfono y se vuelve a la asistente, que ha terminado de introducir los datos en el programa.

—Ha sacado la máxima puntuación —dice, boquiabierta—. Según los desarrolladores, sólo una persona de cada siete millones daría una respuesta así.

—¿Quién coño es esta mujer?

La asistente busca entre sus papeles.

—Candidata 794: Antonia Scott.

—Un apellido curioso.

—Nació en Barcelona, hija única. En profesión del padre ha puesto «Cuerpo diplomático». Es todo lo que ha marcado en el formulario.

La voz de la mujer suena a través de los altavoces.

—¿Hola? ¿Puedo irme ya?

—Espere un momento, si es tan amable. Estamos evaluando los resultados —dice, apresurado el hombre alto, antes de soltar de nuevo el botón—. ¿No tienes nada más?

—Del formulario que ella ha rellenado, no. Déjame consultar nuestra propia prospección. Veamos… Ha venido por insistencia de un amigo, que no quería hacer el «ensayo» solo. Está en paro. Novio guapo. Estudió Filología Hispánica. Un expediente académico bastante mediocre, la verdad. Nota media, seis.

Es una decepción para el hombre alto, después de tantos candidatos con un expediente académico brillante como han pasado por allí.

—De hecho, ha sacado un seis en todas las asignaturas de la carrera —dice la asistente, tras una búsqueda en el ordenador.

Al oír aquello, el hombre alto se queda parado un instante y luego se echa a reír.

—Claro. Claro —dice, dándose una palmada en la rodilla.

—¿Qué es lo que te parece tan divertido?

—¿Sabes qué es lo único más difícil que acertar todos los números del Euromillones?

—La verdad es que nunca juego. La mejor lotería es el trabajo y la economía.

El hombre alto está tan excitado que incluso olvida enfurecerse ante aquella frase, indigna incluso de una taza de Mister Wonderful.

—Lo único más difícil que acertar todos los números del Euromillones es fallarlos todos.

—No veo la relación —dice la asistente, con cara de extrañeza.

—¿Sabes lo difícil que es sacar la misma nota, exacta, en todos los exámenes de una carrera? ¿Teniendo exámenes tipo test, orales, de preguntas y respuestas, de desarrollo? ¿Con tantos profesores distintos, evaluando subjetivamente? Sacar todas las veces un seis es mucho más complejo que sacar matrícula de honor.

La asistente abre mucho los ojos y pone boca de chupar limones.

—Oh. Oh. —Y, de nuevo—. Oh.

—Exacto. Ahí delante tienes a alguien que lleva toda la vida esforzándose mucho para esconderse a plena vista.

El hombre alto acaricia el rostro de la mujer a través del espejo, como el que llama a los abstraídos peces tocando el cristal del acuario.

Pero yo te he encontrado, señorita Scott.

12
Un poco de envidia

—¿Cómo lo supo? —pregunta Jon—. ¿Cómo supo que era ella?

Mentor apaga el cigarro con un golpe seco.

—Me temo que no puedo revelarle eso. Pero España tenía a su Reina Roja, y no una cualquiera.

—¿A qué se refiere?

—Supongo que se habrá dado cuenta de que Antonia es peculiar.

—Peculiar es un eufemismo. Sería sencillo confundir su comportamiento con locura o estupidez.

—Sería equivocado. La verdad es bien distinta. Antonia Scott es el ser humano más inteligente del planeta.

Jon resopla, incrédulo. Una cosa es dar por hecho que has ido a pasear en el coche a una chalada disfuncional, y otra descubrir que estabas en presencia de un genio, sin saberlo. ¿Qué dice eso de uno mismo?

—Repita eso, hágame el favor —dice, cruzándose de brazos.

—El ser humano más inteligente del planeta. Que sepamos —se cuida en salud Mentor—. Igual hay un pastor de cabras en Bangladesh con un CI de doscientos cuarenta y tres. Uno nunca puede estar seguro del todo. Por lo pronto, el ser humano con el cociente intelectual más alto registrado es Antonia Scott. Podría estar trabajando para la NASA, dirigiendo el país o cualquier cosa que ella quisiera. Y en lugar de eso la convencí de trabajar para mí.

—Hasta que se largó, ¿no? —dispara, a mala uva, el inspector.

Una sombra espesa y fugaz atraviesa los ojos de Mentor.

—Al principio todo fue bien. Antonia superó un entrenamiento duro para ella y costoso para nosotros. Participó en once casos, y resolvió diez de ellos.

—¿Alguno que yo conozca?

—La razón de ser del proyecto es encargarse de casos importantes de forma quirúrgica. Sin titulares. Cuando acabamos, nos hacemos a un lado.

—¿Y algún policía anónimo registra una detención?

—Algo parecido. El caso es que Antonia consiguió los mejores resultados de todo el proyecto. Y hace tres años todo se fue a la mierda.

—¿Qué fue lo que lo jodió?

—Lo que lo jode todo siempre. El amor verdadero.

Jon, que tiene el culo pelado en cuestiones románticas, que busca con regularidad pasmosa alguien a quien poner a su nombre todas las olas del mar —van seis en nueve años—, se incorpora en la silla como un resorte.

—Lo del marido, ¿no? Cuente, cuente.

Mentor se da un par de golpecitos en la barbilla, pensativo. Niega con la cabeza.

—Traicionaría su confianza si lo hiciese.

Jon se derrumba de nuevo en la silla, con los hombros hundidos por la decepción.

—Menudo narrador, se guarda lo mejor de la historia.

—Ya se lo contará ella más adelante. Si lo cree oportuno.

Hay que reconocer que el cabrón tiene confianza en sí mismo, piensa Jon.

—Supone usted que querrá volver. Ya le he dicho que ha sido muy clara. Sólo esta noche.

La sonrisa de suficiencia de Mentor ondea, trémula.

—Eso no sería bueno.

—¿Para el caso o para usted?

—He recibido muchas presiones en estos tres años —admite Mentor—. Ha habido amenazas a la seguridad muy graves en España para las que hemos hecho falta, y no hemos podido ayudar. Desde que ella se fue, hemos estado atascados.

—¿No intentaron buscar un sustituto a Antonia?

—Lo intentamos… —una carretada de frustración en esos puntos suspensivos— y fallamos. Sin la Reina, esta unidad no tiene sentido. Es la última oportunidad de que este proyecto sobreviva.

—Por eso ha estado mandando mensajeros a Antonia. Por eso vino a buscarme a mí.

—Necesitaba alguien a quien poder chantajear.

Jon recuerda un día, hace años, en el que regresó a casa y se encontró al amor de su vida en el sofá con un tercero. Jon dio un paso atrás volvió a cerrar la puerta, discreto —nunca ha sido él de molestar a nadie—. Antes de que se cerrara por completo, el novio infiel volvió la cabeza en dirección a Jon. Sus miradas se cruzaron, y siguió con la faena.

La crudeza cristalina y cruel que quedó flotando entre ambos —esto es lo que hay, no me arrepiento, son lentejas— fue muy similar a la que experimenta el inspector cuando Mentor admite sin ambages que, para él, sólo es una herramienta. Y lo que deja en su ánimo es una mezcla curiosa de compasión, asombro y repulsión. Y quizás, también, un poquito de envidia.

—¿Cómo puede dormir por las noches?

Pausa. Mentor compone un rostro humilde, contrito. O una imitación casi perfecta de uno, bien trabajada frente a un espejo.

—Mi trabajo exige compromisos, me consuelo pensando en que sale algo bueno de todo esto.

Casi, casi me lo creo.

—Duerme como un bebé, ¿verdad?

—Toda la noche. De un tirón.

Definitivamente, envidia. Jon siempre ha admirado a los hijos de puta químicamente puros, de esos que ponen un circo y les encogen los enanos. Quizás por lo imposible que le resulta a él convertirse en uno de ellos. Coitao, que eres un coitao. De bueno, bueno, eres tonto, le dice su madre cada dos por tres. Y Jon, en realidad, lo que quiere ser es una pizquita malo, como Mentor.

Mal que le pese, aquel cabrón empieza a caerle bien.

—¿Esto es toda la verdad? ¿Sin mentiras, esta vez?

—Casi toda, y muy pocas —dice Mentor, sonriendo con suficiencia—. De lo contrario, no sería yo.

Es entonces cuando Antonia les llama desde la casa.

Mentor se pone en pie y se abrocha el botón de la chaqueta con elegancia.

—¿Qué me dice, inspector? ¿Se apunta a trabajar?

Jon se levanta a su vez, se retuerce, estira los enormes brazos, hace crujir los nudillos.

—Cualquier cosa con tal de levantar el culo de esta mierda de silla.