Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—El chico había desaparecido —aventura Jon.

—Correcto. Estaba en clase, se excusó para ir al baño y no regresó. Es todo lo que sabemos. El colegio no tiene cámaras de seguridad, y los profesores pensaron que había decidido fumarse la clase de matemáticas. Al parecer pasa con cierta frecuencia, así que el profesor decidió mandarle un email a los padres. El padre contestó casi inmediatamente diciendo que el chico no se encontraba bien, y que no iría a clase al día siguiente.

—Los padres ya lo sabían —afirma Antonia—. El que se lo llevó les había avisado de que había cogido al chico.

Jon se pasa la mano por el pelo.

—Y también les diría que no denunciaran el secuestro a la policía.

—Los padres son gente con contactos. Sabían a quién acudir. En cuanto el asesino colgó el teléfono, empezaron a moverse las piezas en los despachos de más arriba. Yo recibí la llamada tan sólo hora y media después de que el chico desapareciera.

La justicia es igual para todos, piensa Jon, que necesita urgentemente tomarse una cerveza, o diez.

—¿Y después?

—Después nos ordenaron no hacer nada. Prepararnos para intervenir si era necesario. Nada más.

Cinco días perdidos, piensa Jon. Cinco días en los que el asesino tuvo campo libre para moverse a su antojo, y hacer lo que quiso con el pobre Álvaro.

—Ayer a las siete de la mañana el personal de servicio descubrió el cadáver de Álvaro Trueba —interviene la doctora Aguado—. Y entonces nos pidieron que interviniéramos.

—Confiando en que tú te unieras a la fiesta —añade Mentor.

Antonia se incorpora y se acerca a ellos.

—¿Qué pasará con el chico?

—Dirán que fue meningitis. Una fiebre fulminante. Uno de nuestros médicos lo certificará.

Antonia le mira sin pestañear.

—No es así como hemos trabajado nunca, Mentor. Antes hemos torcido las reglas un poco. Nos hemos escurrido por los márgenes. Pero esto… esto no está bien.

—Quizás no estuviera bien antes, Antonia —dice Mentor, encogiéndose de hombros—. Pero luego tú te fuiste. Nos dejaste tirados.

—No te atrevas a echarme eso en cara —dice ella, apuntándole con el dedo.

Mentor saca la fotografía de la carpeta, en la que se ve al muchacho y a su hermana en la playa y se la muestra a Antonia.

—Y tú no te atrevas a decirme que a este niño se le hará mejor justicia si su nombre aparece arrastrado en los programas de la mañana. Si los lobos despedazan cada parcela de su vida cuando sea trending topic en Twitter. Si su hermana crece con el recuerdo constante de lo que le pasó de verdad. A otra niña puede que le dejaran olvidarlo. Esta chiquilla —dice Mentor, golpeando con el índice en la foto— es la hija de la presidenta del banco más grande de Europa. No le dejarán que lo olvide nunca. En cada reportaje en el que salga, en cada foto que le hagan, añadirán «marcada por la tragedia». ¿Querrías eso para tu hijo?

Mentor concluye, y se queda mirando a Antonia con una bien ajustada máscara de integridad.

Jon, por su parte, está tentado de aplaudir.

El cabrón está manipulándola con material de primera clase. Una mentira tan parecida a la verdad que es casi indistinguible. Ahora comprendo a qué se refería con mierdismo. Este tío pisaría el cuello de su abuela moribunda con tal de ganar.

—Espera un momento, ¿tienes un hijo? —pregunta Jon, cuando el significado de la última frase que ha escuchado alcanza su cerebro.

Antonia no contesta, su mirada se ha trabado con la de Mentor.

—Dime que quien ha hecho esto no va a volver a matar —dice éste, con voz suave.

Antonia respira hondo. Tarda en contestar, y cuando lo hace, habla muy despacio.

—Una planificación exhaustiva en el secuestro. Un crimen sin escrúpulos especialmente cruento. Quien ha hecho esto es extremadamente inteligente y sí, volverá a matar. Esto es sólo el principio.

—¿Estamos ante un asesino en serie? —pregunta la doctora Aguado.

—No —responde Antonia—. Es algo distinto. Una clase de animal diferente. Algo que nunca había visto.

Tres horas antes

Carla abre la puerta del Porsche. El hombre lanza su cuerpo contra ella, tarde. La puerta se cierra a su espalda como unas fauces hambrientas, pero Carla ya está fuera, cae sobre las manos. Sus pies no hacen suficiente contacto con el suelo, sus zapatos planos patinan sobre el terreno irregular.

No caigas, no caigas ahora.
Si caes, te cogerá.

Carla trastabilla, los músculos sin fuerzas tras tantas horas en el coche, pero logra incorporarse lo suficiente como para correr. Un paso, dos pasos, es todo lo que necesita, correr, alejarse de allí. Una mano se cierne hacia ella.

Crac, suena.

El cuerpo de Carla se detiene en seco, la respiración se corta en su garganta.

Los dedos del hombre han logrado aferrarse al fular —el sonido de la tela chasqueando es lo que ha escuchado, y no, como temía ella, su cuello rompiéndose—, y tiran hacia él.

Carla gira sobre sí misma, llevada por el impulso. La casualidad quiere que lo haga de derecha a izquierda, como las educadas y obedientes manecillas del reloj, y que su cuerpo quede libre, y el fular en manos del hombre del cuchillo, que lo deja caer y emprende la persecución.

—Ven aquí —gruñe, la voz a su espalda.

Carla rodea el van de Maggie, que relincha a su paso, y hace un quiebro en dirección contraria, interponiendo el remolque entre ella y su perseguidor. Al otro lado sólo hay carretera, ningún sitio adónde ir, y ella no llegará muy lejos con esos zapatos planos, casi unas sandalias. Quitárselas no es una opción, tampoco. El camino está lleno de arena y piedras, huele a polvo y a sequedad. Descalzos, sus pies acabarían destrozados en cuestión de segundos, y su perseguidor —con sus suelas resistentes, sus piernas largas y fuertes de hombre— la alcanzaría enseguida.

Hay luces en el Centro Hípico.
Ve hacia allí, idiota,

oye en su cabeza, y la voz que le habla es la de su madre, aunque no es posible, porque su madre murió hace once meses.

Carla corre, su cuerpo rebasa el coche y entonces ve el bastón luminoso, delante de él en el camino de tierra que asciende al Centro Hípico, y no comprende cómo ha podido moverse tan rápido. Quiebra de nuevo y salta el arcén, se mete entre los árboles, nota las ramas de un arbusto partiéndose, lacerándole las pantorrillas y lamenta, no por última vez, haber elegido un vestido en lugar de unos vaqueros.

Tarde. La tela se le enreda en una rama, y Carla cae hacia delante, manoteando. Lo que detiene la caída es el tronco de un árbol, sobre el que aterriza de cara. Se oye un chasquido. No puede contenerse, suelta un quejido.

Está sangrando por la nariz. Mucho.

Me la he roto. Dios cómo duele.

Aprieta los dientes.

Sigue.

A su espalda se oyen los pasos del hombre, pesados, implacables, internándose en el bosquecillo. Pero ahora Carla tiene ventaja: unos pocos metros y la oscuridad, la bendita oscuridad. Se parapeta detrás de un árbol —es una encina, nota la corteza rugosa y gruesa en la espalda, sus manos están pringosas por la resina, el olor se mete en su nariz, leñoso y fragante—, intentando pensar qué hacer.

Llamaré a la policía.

El teléfono está en el coche,
bajo el asiento.

Cogeré una rama y le atacaré, le pillaré por sorpresa.

Es mucho más grande que tú.

Entonces correré hacia el remolque y me subiré en Maggie, picaré espuelas y galoparé como el viento.

Te cortará el paso antes.
Y necesitarás unos segundos
para abrir el pestillo y ayudar
a Maggie a bajar. Incluso aunque
montes a pelo, de una vez
y sin resbalarte, aunque logres
mantener el equilibrio, puede
subir al Porsche y perseguirte
mucho antes de que logres
encontrar la carretera principal
en la oscuridad.

La voz, que sigue pareciéndose a la de su madre, no le ha dejado más opciones.

Tienes que ir al Centro Hípico
y pedir ayuda.

—Ven aquí —repite el hombre—. Ven aquí. —Cada vez está más cerca.

El haz de una linterna escudriña entre los árboles como un tentáculo ansioso, en su búsqueda.

Carla se agacha, palpa, a ciegas. Mantillo. Ramas secas que le desgarran las uñas. Algo pastoso que prefiere no identificar. Una piña, no, esto no sirve. Por fin su mano se cierra alrededor de una piedra, pequeña, rugosa.

Los pasos del hombre del cuchillo están casi encima de ella. Puede escuchar su respiración, rota y ronca.

Carla arroja la piedra en dirección contraria, lo más lejos que puede. No es mucho. El sonido suena lastimosamente próximo.

Ésa es toda la ventaja que tienes, aprovéchala.

El hombre del cuchillo se ha girado, el haz de luz explora, hambriento, más cerca del remolque. Carla decide quitarse los zapatos, sabe que dolerá, que dolerá mucho, pero también que hará menos ruido y ahora mismo evitar el ruido es su única forma de escapar. Echa a andar, encorvada, en dirección al Centro Hípico. Cada paso es una tortura para el alma, cada pisada parece resonar por todo el bosque, gritando ¡estoy aquí, cógeme!

A la tortura mental se une el dolor físico cuando las agujas de pino que alfombran el suelo comienzan a clavarse en la planta de los pies, en el espacio, suave y vulnerable, entre los dedos. El dolor acumulado y reiterado es, paradójicamente, más soportable que el individual que produce un solo pinchazo, y Carla deja que la adrenalina tome el control. La lucidez absurda que nos invade, a veces, en los momentos de mayor pánico, le hace remedar una frase que aprendió en la universidad.

Un pinchazo es una tragedia, mil pinchazos son estadística.

Veinte metros más adelante se acaban los árboles y allí están los muros del Centro Hípico, a tiro de piedra, al final de una cuesta llena de arbustos secos y restos de materiales de obra.

No hay camino. No hay puertas.
Tendrás que rodear el muro.

Pero estaré expuesta. Podrá verme.

Cerca de la esquina visible hay unas cuantas vigas de acero y sacos de arena. Si corre hasta allí, podría usarlos como escondrijo antes de doblar la esquina.

Serán ochenta metros. Quizás menos. En la universidad
hubieras logrado hacerlo en doce segundos. Un esprint
glorioso, con los brazos doblados en ángulo recto, los dedos
extendidos y cara de velocidad.

Carla palpa sus pies descalzos y maltrechos, llenos de heridas. Arranca como puede algunas de las agujas, aunque otras se han metido entre la piel y el músculo y se han partido, harán falta unas pinzas, un baño de agua caliente con desinfectante y un millón de tiritas.

Cuando llegue a casa. Cuando llegue a casa. Voy a llegar a casa esta noche. Voy a besar a mi hijo esta noche.

Se incorpora un poco y mira hacia atrás, pero no ve ni oye rastro del hombre del cuchillo. Quizás lo haya perdido. Quizás se haya cansado y marchado a su casa. Quizás los percebes aprendan a cantar esta primavera.

Sale al camino, despacio, intentando pisar con cuidado, y comprende ahora, en carne propia, que la traicionera cama de agujas de pino era un paraíso en comparación con el terreno pedregoso, que le dobla los tobillos y envía espasmos de dolor a su cerebro cuando las piedras, rugosas y afiladas, entran en contacto con su piel. Cada paso es un sufrimiento en tres tiempos. Primero, la anticipación del dolor que va a sentir, con el pie aún en el aire. Segundo, el dolor que causan las heridas que ya tiene al entrar en tímido contacto con el suelo. Tercero. El dolor auténtico, real, cuando todo el peso del cuerpo cae sobre el pie, y tiene que apretar los dientes fuerte para no romper a gritar.

Cincuenta pasos.

Veinte.

Voy a conseguirlo.

Entonces los faros de Porsche, que apuntan al muro en ángulo recto a la posición donde ella se encuentra, se mueven. Carla se apresura, saca fuerzas del único lugar que le queda: el deseo inquebrantable, casi físico, de estar de nuevo en casa con su hijo.