Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Antonia y Jon se miran.

—¿Y de quién era la yegua? —dice ella.

—Yo qué sé, a nosotros nunca nos cuentan nada. Yo sólo soy el vigilante de noche. Sólo sé que una yegua tenía que haber llegado anoche y no llegó.

—Perdónanos un momento —dice Jon, llevándose a Antonia a un aparte.

—Este debe de ser el lugar donde Carla traía a su yegua para la competición de mañana —dice ella—. Es un sitio nuevo, ni siquiera sale en Google Maps.

Jon enciende la linterna de su móvil y alumbra a un cartel que hay en la pared. Anuncia la GRAN INAUGURACIÓN DEL CENTRO HÍPICO MORALEJA SPORT CLUB AND SPA. Justo al día siguiente. En la lista de participantes, está Carla Ortiz, junto con su yegua Maggie.

—Ahí la tienes. A la vista de todo el mundo.

—Vamos a dar una vuelta —pide Antonia.

—Los de la USE lo habrán registrado a fondo.

—Lo sé. Pero el móvil de ella está en un radio de doscientos metros. Y dónde iba a estar si no es en el sitio al que se supone que…

Antonia se detiene en mitad de la frase. Se da la vuelta y corre hacia el vigilante de seguridad.

—Necesito una escalera.

—¿Una escalera? Quizás en el cuarto de mantenimiento…

—Da igual.

Cerca de la entrada hay dos contenedores de basura de color verde botella, casi negros en la oscuridad. Antonia se acerca a uno de ellos, y se sube a la tapa. Después intenta auparse al muro, pero está demasiado alto para ella.

—¿Es que no vas a ayudarme?

Jon, que ha estado contemplando la operación con perplejidad, se acerca al contenedor. No sabe qué es lo que contiene, pero desde luego nada que quiera averiguar. Claro que Antonia no tiene que preocuparse de ese problema.

—Si crees que voy a subirme a ese cubo de basura, es que estás loca. Este traje es de Tom Ford.

—Ese traje no es de Tom Ford. Con tu sueldo no puedes pagarlo.

—Bueno, pero es una imitación casi perfecta. ¿Y tú sabes cuánto gano?

—Calla y súbete aquí. Yo te compraré un Tom Ford, uno de verdad.

—Pero si no tienes un chavo. Si te alimentan los vecinos.

—Sube y te diré el sueldo que te va pagar Mentor mientras estés ayudándome.

Jon intenta seguir el mismo camino que ella, pero no logra subirse a la tapa. No es que esté gordo.

—Ven aquí y échame una mano —dice, llamando al guardia de seguridad.

Éste se aproxima y cruza las manos a la altura de las rodillas para darle impulso a Jon.

—Ojalá supiera qué demonios pretenden ustedes.

—Ojalá lo supiera yo, niño.

Puede que no sea la bombilla más brillante de la caja, pero el joven es fuerte y logra sostener el peso del inspector Gutiérrez para que éste se aúpe al contenedor grasiento. Con escaso garbo y menos dignidad, torpe como un suicida sin vocación. Pero sube.

—¿Cuánto has dicho que va a ser mi sueldo?

—Luego te lo digo. Ayúdame.

Jon repite la operación que ha hecho el vigilante con él, y Antonia consigue auparse al muro. Primero se sienta sobre él a horcajadas, luego se pone de pie sobre la parte superior, que por suerte no tiene cristales pegados. Jon supone que hasta allí no llegan los gatos. No concede más hueco a ese pensamiento. Bastante tiene con procurar que su compañera no se caiga sin llegar a tocarla y sin perder pie en la tapa sobre el contenedor, que se comba peligrosamente bajo sus ciento y pico kilos de peso.

Por Dior, muchacha, no tardes.

8
Un muro

De pie sobre el muro, Antonia observa la oscuridad, que ha empezado a desleírse en la luz índigo que precede al día. Hace frío, aún queda media hora larga para el amanecer, pero las copas de los pinos ya se recortan, borrosas, contra el cielo que muda de negro a gris. El viento arranca murmullos del pinar, y el rasgueo de las cigarras parte el tiempo en intervalos desagradables. Al fondo del paisaje se intuye, más que se ve, la carretera principal. A sus pies termina la secundaria, poco más que un camino, aún sin asfaltar.

Antonia no saca el iPad para ubicarse. Su pantalla la deslumbraría, y necesita que sus ojos se acostumbren a la penumbra.

Tiene un método mejor.

Evoca en su memoria el mapa de la zona, que ha estado estudiando mientras llegaban. Lo superpone mentalmente sobre el paisaje que se extiende ante ella. El Centro Hípico está en lo alto de una colina, un desnivel de veinte metros, rodeado por dos pinares que se convierten en uno a la espalda del complejo.

Alguien le ha robado a la naturaleza muchas hectáreas para que los ricos puedan montar a caballo, piensa, y enseguida intenta arrojar fuera las distracciones, todo lo que no sea la tarea.

Aquí. Ahora.

En su mapa mental comienza a configurarse la posición del lugar, a la que le añade el punto en el que el servicio de localización había arrojado la última conexión con el teléfono de Carla. Traza un círculo a su alrededor, y calcula la posición relativa al lugar donde está.

Se encuentra casi en la intersección contraria.

Busquemos lo que busquemos, no está en el Centro Hípico, piensa.

Ahora visualiza sobre ese mapa mental el coche de Carla Ortiz, y le hace recorrer el trayecto desde la carretera principal hasta el Hípico. La línea se interrumpe en el punto en el que ha trazado la intersección mental.

Hacia su izquierda, el desnivel del terreno se pronuncia, el pinar, escalonado, se convierte en monte. No es lugar al que pudiera acceder un coche. En la otra dirección, a su derecha, la inclinación es más suave.

Aunque no lo vea, Antonia sabe que entre aquellos árboles hay un camino.

—Tiene que estar por allí.

Carla

Al principio, Carla cree que lo que ha escuchado es la voz que ha estado resonando dentro de su cabeza. La voz que no existe. La voz que suena como la de su madre, pero que no puede ser su madre, porque su madre murió hace once meses. Entonces escucha:

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Suena muy apagado, al otro lado del muro.

Ya vienen. ¡Ya vienen a buscarme!

El corazón de Carla empieza a bombear sangre, su adrenalina se dispara. Por fin. Sabía que tenía que aguantar. Sabía que era cuestión de tiempo. Gatea hasta la pared, y empieza a golpear en ella.

—¡Sí! ¡Estoy aquí! ¡Ayúdame, ayúdame, por favor!

Al otro lado hay un silencio. Pesado.

—¿Hola? ¿Me oyes? —insiste Carla.

—A ti también te ha cogido —responde la otra persona. Es una voz de mujer, dulce y con un deje madrileño por debajo del desencanto.

La emoción de Carla se transforma en decepción. No está hablando con uno de sus rescatadores, está hablando con otra víctima. El llanto regresa, se le atasca en la garganta, lo manda de vuelta hacia el estómago con gran esfuerzo.

—¿Cómo te llamas? —pregunta.

—No… no sé si debería decírtelo.

—¿Por qué?

—Porque no sé quién eres.

La otra mujer suena, muy, muy asustada. De alguna forma este hecho, en lugar de contagiarle el miedo, le infunde valor a Carla.

—Yo me llamo Carla. —Va a decir su apellido, pero se interrumpe a tiempo.

—Yo soy Sandra —contesta ella, al cabo de un rato larguísimo.

—¿Sabes dónde estamos, Sandra?

—No. —Parece a punto de echarse a llorar.

—¿Sabes quién nos ha secuestrado?

—Un hombre alto. Se subió a mi coche. Tenía un cuchillo.

—¿Te ha dicho su nombre?

—Ezequiel. Me ha dicho que se llama Ezequiel.

—¿Te ha hecho daño, Sandra?

Es entonces cuando ella se derrumba. Durante largos minutos sólo se oye el sollozo, quedo y desesperado. El sonido queda amortiguado por la pared que hay entre ambas.

La angustia, no.

La angustia se filtra a través del muro de ladrillo como una niebla, tenue y ponzoñosa que se introduce en los pulmones de Carla. Porque sabe, presiente, que el destino de Sandra es también el suyo.

—Te ha hecho daño —dice Carla, cuando ella se calma un poco.

—No quiero hablar de ello.

Carla sí quiere hablar de ello, de hecho no cree que haya habido nunca jamás un tema que le haya interesado más en toda su vida que saber lo que le ha hecho a Sandra.

Traga saliva. Se fuerza a no obligarla. No quiere que se cierre. Viene a su mente —la mente, qué cosa tan extraña— su profesora de negociación en Brompton. Nunca muestres ansiedad por una información, nunca te dejes llevar por las emociones. Miss Rathe. Qué hija de puta, cómo la apretaba. Algún día estos conocimientos pueden salvarte la vida, decía. Claro, si pudiera recordarlos.

Desvía la atención. Cambia de tema. Da un rodeo para llegar al mismo punto.

—¿A qué te dedicas?

—Soy taxista. Así me cogió —dice Sandra—. ¿Y tú?

—Trabajo en una marca de ropa. En temas de gestión.

—¿En cuál?

Carla le dice el nombre.

—Yo tengo cosas vuestras —dice la taxista—. Sobre todo compro en rebajas. Aunque no siempre hay de mi talla.

Claro que no, porque la clave de su negocio es que todo lo que sacan se acabe muy rápido para obligar a que visites las tiendas cada diez días. Así lo diseñó su padre, la idea genial que hizo entrar el dinero a espuertas.

—Estuve la semana pasada —sigue Sandra—. Había un top azul que me gustaba. Con flores blancas. Pero era muy caro, incluso con rebajas.

Carla lo conoce. Es uno de los éxitos de la temporada. Y eso que a ella no le acaba de convencer.

—Sandra, cuando salgamos de aquí, yo personalmente iré contigo a una tienda y nos llevaremos todo lo que quieras.

—¿Harías eso por mí?

—Claro.

—Si salimos.

Guardan silencio las dos.

—¿Cómo…? ¿Cómo has acabado aquí?

—Salía del trabajo, de noche. Paró con una furgoneta a mi lado, y se me echó encima. Noté un pinchazo en el cuello. Creo que me drogó. Me desperté aquí. No me he encontrado bien desde entonces.

—¿Qué te pasa?

—Tengo mucho sueño todo el rato. Creo que pone algo en mi agua. Sabe rara, amarga. Me cuesta mucho mantenerme despierta —dice, y es verdad que su voz suena cada vez más apagada.

Repentinamente alarmada, Carla palpa su propia botella de agua, a la que apenas le queda un tercio. Desenrosca el tapón, da un corto sorbo. No tiene sabor ni olor.

Sea lo que sea lo que quiere Ezequiel, no las está tratando de la misma forma.

—No bebas nada.

—Hace mucho calor y tengo mucha sed. Y me dijo antes de irse que me acabase el agua, o que si no…

—¿Irse? ¿Cómo que irse?

¿Dónde se ha ido? ¿Les ha dejado allí solas? El pensamiento es pavoroso, ambivalente. Por un lado produce alivio, por el otro un terror informe. ¿Y si le pasara algo? ¿Y si tiene un accidente, y nadie es capaz de encontrarlas, nunca? A Carla se le ocurren muy pocos destinos más atroces que morir de hambre y sed en aquella oscuridad. Necesitan a Ezequiel para mantenerlas con vida. Y Carla tiene que saber cómo sabe Sandra que Ezequiel se ha ido.

Sandra no contesta.

—Sandra. Escúchame. Tienes que mantenerte despierta. Sandra.

—No puedo. —Su voz es casi inaudible.

—¿Cómo sabes que se ha ido? ¿Cómo lo sabes, Sandra?

El silencio dura una eternidad.

Se interrumpe un momento…

—Hay… un agujero.

Y después, la nada.

9
Un camino

—Tiene que estar por allí —dice Antonia, once segundos después de haber subido al muro.

—¿El qué?

—Un camino entre los árboles.

—¿Puedes verlo, con lo oscuro que está?

—Puedo verlo en mi cabeza. Ayúdame a bajar, me da miedo darme la vuelta.

—¿Cómo? ¿Quieres que te coja?

—Yo creo que podrás conmigo.

—Chica, puedo con cuatro como tú.

Quizás cinco, decide Jon cuando agarra a Antonia por la cintura y la baja del muro. Con su récord como harrijasotzaile en casi trescientos kilos de peso, aquella mujer tan delgada que tiene que echarse piedras en los bolsillos para que no se la lleve el viento le parece una pluma.