Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Multimillonario admite que se ha enriquecido con mano de obra esclava y anuncia el cierre de su empresa. Un titular demoledor.

—Aún estoy a tiempo de llamar.

—Es tu decisión. Si es lo que crees que debes hacer, hazlo. Llama.

Ramón le mira. En la penumbra, sus ojos son dos grietas que se abren a un abismo de obsidiana.

—¿Tú qué harías, Jesús?

Si fuera mi hijo, prendería fuego al mundo entero antes de permitir que le tocasen un pelo de la cabeza, piensa el abogado. Pero no dice eso. Su hijo está a salvo en casa, con sus nietos. Y no es él lo que está en juego. Lo que está en juego es el trabajo de Torres. Le quedan dos años aún para jubilarse, piensa hacerlo a los setenta, y después sentarse en su yate a emborracharse. Con la minuta que le paga cada mes Ortiz se pueden comprar aún muchos vasos de escocés. Quizás no tan buenos como éste.

—No es cuestión de qué haría yo —responde el abogado—. No es mi responsabilidad el bienestar y el empleo de casi doscientas mil personas en empleo directo. Ni de más de un millón de empleos indirectos. Ni de los accionistas, muchos de ellos gente que ha invertido los ahorros de toda una vida.

Definitivamente no tan buenos como éste, piensa, tras dar otro sorbo al Dalmore.

—Es mi responsabilidad. Es una carga pesada —dice Ramón Ortiz. Parece a punto de echarse a llorar.

Tú asegúrate de que el dinero siga fluyendo, viejo amigo. La princesa es contingente. El dinero es necesario.

—Inquieta reposa la cabeza que sostiene la corona, Ramón. Los grandes hombres tenéis que tomar decisiones difíciles —dice, con voz grave.

Ortiz reacciona agitándose en el sillón y desbloqueando el teléfono.

Torres arruga el entrecejo. Lo último que le ha dicho ha sido un error. Ha alimentado su ego, sin duda, pero también ha equiparado ambas decisiones. No basándose en la moral —sabe Dios que Ortiz está muy lejos de regirse por algo tan simple—, sino en la dificultad. Ambas decisiones no pueden ser igualmente costosas.

Toca ajustar un poco.

—Un hombre más pequeño tomaría la decisión más fácil. Pero tú ya has escogido. Y, como siempre, has escogido el camino más arduo.

Ahora sí. Un toque de adulación, con retrogusto a grandeza y majestuosidad, piensa Torres. Da otro sorbo.

Definitivamente, un whisky digno de un rey.

Ramón Ortiz vuelve a bloquear el teléfono. No, un hombre como él no puede comportarse como los demás. Los ancianos asustados, quizás puedan permitirse destruir el trabajo de toda una vida ante una amenaza. Un hombre como él tiene que tomar decisiones que a otros harían palidecer, temblar y echarse atrás. Un hombre como él es capaz de asumir la tristeza que se deriva de tomar las decisiones que a otros amedrentan.

El amor o la responsabilidad.

—Es muy duro, Jesús —dice.

—Hacer lo correcto está al alcance de muy pocos —le responde Torres.

Tengo suerte de tenerle a mi lado en este momento tan difícil, piensa el millonario.

11
Un email

La tapa de registro está en la esquina entre las calles Hermosilla y General Pardiñas. No tiene nada de especial. Sólo un humilde círculo de hierro, pisado cada día por cientos de personas.

Antonia mira alrededor, pero no viene nadie. Es casi la una de la mañana, y en esa zona no hay bares ni turistas.

De camino a su cita con Laura Trueba, Antonia se había parado en una tienda de todo a cien a gastarse siete de sus últimos nueve euros en una palanca de encofrador. Introduce uno de los extremos en el borde de la tapa de registro. Al principio no cede —dónde está Jon cuando lo necesitas—, pero tras varios intentos, logra introducir la punta entre la tapa y el brocal. A partir de ahí, es sencillo. La tapa se abre, y Antonia la aparta con gran esfuerzo y un estruendo de mil demonios.

Escaleras.

Quedan poco más de cinco horas.

Más vale que no me haya equivocado.

Sentada en el brocal de la alcantarilla, Antonia enciende el móvil —ahora no importa si la encuentran, porque a donde va no pueden seguirla— y graba un mensaje en vídeo para mandárselo por email a la abuela Scott.

—Hola, abuela. Voy a hacer lo correcto, tal y como tú me has enseñado. Si no sale bien, sólo quiero que sepas que…

Hace una pausa. Cuesta mucho decir esas dos palabras.

—… que te quiero. Y míralo por el lado bueno —dice, con una sonrisa trémula—, al final he tenido razón yo. Noventa y tres años y nos vas a enterrar a todos.

Envía el email a la abuela, y después hace su última llamada.

No necesita hacer la pregunta, pero la hace de todos modos.

Y Jon Gutiérrez responde lo único que puede responder.

Antonia apaga el móvil y echa un último vistazo a la calle silenciosa y sin tráfico. Va a haber tormenta, y el aire está encrespado, furioso. Las luces de las casas están apagadas. Al otro lado de las ventanas, las personas normales duermen, agotadas por sus vidas normales, ajenas a la existencia de monstruos que acechan bajo sus pies.

Antonia sonríe y empieza a descender hacia la oscuridad. No es una sonrisa feliz.

12
Un dilema

—Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son —dice Antonia, en voz alta, para infundirse ánimo.

Cuando Antonia piensa en Madrid, no piensa en la puerta del Sol, en el Museo del Prado o en la puerta de Alcalá. No, ella piensa en el mural de la plaza de Puerta Cerrada.

Cuando Antonia se vino a estudiar a Madrid, renunció a ocupar una de las muchas viviendas que la Embajada del Reino Unido posee en la capital. Quería vivir lejos de la influencia de su padre, así que alquiló un pequeño estudio en la Cava Baja. Eran otros tiempos.

Cada tarde, al volver de la facultad, se tomaba un café en un bar de la plaza. Si hacía bueno, se sentaba en la terraza con sus apuntes, frente al gran mural de Alberto Corazón. Sobre un fondo color violeta, un pedernal sumergido en agua golpea una piedra de sílex que desprende chispas. Encima de ellos, la leyenda:

—Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son —repite Antonia.

Esta vez en voz más baja. Aquí abajo, el sonido funciona de manera extraña.

Ha descendido casi metro y medio por la boca de registro, y ahora se encuentra en una galería de servicio. Se detiene un momento para estrenar su nueva adquisición, una linterna en la que ha invertido sus últimos dos euros. El dueño del todo a cien, un ciudadano chino que decía llamarse Pepe, tuvo la amabilidad de no darse cuenta de que Antonia se metía unas pilas en el bolsillo de atrás de los pantalones.

Antonia introduce las pilas y presiona el botón, cruzando los dedos. Al fin y al cabo, una linterna de dos euros del todo a cien es un acto de fe.

Los LED se encienden.

Antonia se interna por la galería de servicio, y comienza a buscar entre desvíos, túneles y escaleras. La galería de servicio es una construcción moderna, diseñada para albergar la fibra, la línea de teléfono y la electricidad. Es la parte más superficial del subsuelo. Para encontrar lo que busca, tendrá que bajar más, mucho más. Y no todos los caminos son tan practicables. En muchos de ellos tiene que vadear aguas fétidas y heladas, en las que flotan toda clase de residuos. Prefiere no pensar en qué será lo que le roza los muslos o se queda prendido a su ropa.

Se pierde varias veces, tiene que desandar lo andado. Tiene los zapatos chorreando, las piernas empapadas por encima de las rodillas.

El tiempo corre.

Aunque los madrileños lo hayan olvidado, el mural de Corazón representa al primer emblema de la ciudad de Madrid, datado en el siglo XII. Un pedernal y una piedra de sílex, porque de esa piedra estaban hechos los muros, y las flechas de los invasores en la noche arrancaban chispas, haciéndolos parecer de fuego. Y acompañándolos, esa hermosa leyenda en castellano, que Antonia sigue repitiendo en voz baja, como un mantra mientras intenta orientarse con los planos del subsuelo que ha conseguido descargar de un foro de aparejadores. Son antiguos, de hace más de dos décadas, así que está teniendo problemas. Pero lo que ella busca no tiene veinte, sino mil cien años.

Los árabes que fundaron la ciudad en el siglo IX la llamaron Magerit, que significa «lugar abundante en aguas». Había decenas de arroyos, riachuelos y pantanos. Y por debajo de ellos, un acuífero formado hace diez millones de años, con más de 2.600 kilómetros cuadrados de extensión, y 3.000 metros de profundidad en algunos puntos.

Sobre agua edificada.

Antonia desemboca por fin en el colector de aguas, un espacio abierto a tres alturas en el que convergen siete túneles medianos en una enorme canalización inferior. A medida que el haz de luz de la linterna va recorriendo las gigantescas bocas de hormigón que vomitan un líquido barroso, Antonia se alegra enormemente de no ser capaz de oler nada. Los desechos y la suciedad se acumulan por todas partes. Una masa informe de toallitas húmedas se acumula en la reja que divide en dos el túnel principal.

No hay más indicaciones en el plano.

Antonia mira el reloj. Pasan de las cuatro de la mañana.

Está perdiendo demasiado tiempo. Y no es lo único que está perdido.

Hay siete túneles frente a ella, y tiene que descartar, eliminar, conseguir avanzar. No puede recorrerlos todos.

Tengo que estar a menos de quinientos metros, piensa. Pero cualquier desvío incorrecto que tome ahora puede ser fatal.

Invoca en su mente un mapa mental de los lugares que ha recorrido, intentando encontrar el trazado que sirva para orientarse, pero no lo consigue.

Su mente está demasiado llena, está demasiado tensa, y está acusando la escasez de oxígeno y el cansancio.

Antonia se lleva la mano al bolsillo, donde la cajita metálica guarda su última cápsula roja. Tiene que elegir. Si se la toma ahora, para encontrar el camino, puede que su efecto haya pasado cuando llegue a su destino.

Cuarenta minutos de claridad, y luego… se acabó.

Vuelve a mirar el reloj.

No sé por dónde continuar. Y no puedo explorarlos todos.

Si no tomo la cápsula, no llegaré a tiempo.

Si la tomo, y consigo llegar a tiempo…

No llegará en condiciones de enfrentarse a Sandra Fajardo y a su padre. Lo sabe.

Antonia se sienta en el suelo, entre charcos nauseabundos, y se mete la cápsula bajo la lengua.

Sólo esta vez. Será la última, piensa. Muerde la cápsula.

Luego cuenta desde diez hasta cero, mientras desciende los escalones hacia la cordura.

Carla

La geometría es algo maravilloso.

Carla nunca sacó buenas notas en las asignaturas de ciencias. Esforzarse, se esforzaba. A papá le importaban mucho, y ella se esforzaba. Pero no se le daba bien. Sin embargo, ya de adulta, tuvo que trabajar en un taller de confección de la empresa. Era parte de su formación, que comenzó en una tienda doblando ropa durante meses, y concluyó con ella asumiendo la dirección de una de las ramas del negocio. Entretanto, en una de sus escalas hacia la cima, su padre la envió a un taller de costura.

No uno de los talleres que hay en el mundo real. El mundo en el que las personas reales quieren vestir bien por poco dinero. El mundo en el que su padre y ella —sí, también ella— han hecho posible el deseo de esas personas reales, que a cambio les han convertido en millonarios sin hacer preguntas incómodas.

No, a ella Ramón la mandó a uno de los talleres de Galicia. De los que se tienen para que aparezcan en la foto de la memoria anual, con trabajadores bien pagados y sonrientes.

En su segunda semana en el taller, a Carla la pusieron detrás de la aguja de una de las poderosas máquinas de coser industriales, y le explicaron qué debía hacer. Cuando la puso en marcha, movió imperceptiblemente el rodillo de alimentación. Antes de que lograra pararla, la aguja había zurcido un hilo de tela blanca a lo largo de diez metros de tela. En una espantosa diagonal.