Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Creía que no te gustaba que te tocaran.

—Y no me gusta. Pero si estoy prevenida, es más fácil.

Vuelven al coche tras despedirse del vigilante, que lo único que les pide al salir es que no le digan a nadie que se había dejado la puerta de la garita abierta.

—Descuida —le asegura Jon—, que nosotros estaremos callados como tumbas.

—Baja por el camino. Y ve despacio, todo lo despacio que puedas —le indica Antonia, cuando Jon se pone tras el volante—. Y enciende las largas.

Los faros de xeón del Audi A8 —tan potentes que apuntados al cielo podrían llamar a justicieros enmascarados— convierten el amanecer en pleno día a medida que Antonia va caminando por delante del coche, camino abajo. La vista fija en el lado derecho, la bandolera ceñida y el paso muy corto, tan corto que Jon tiene que ir todo el rato jugando con el freno. Por no atropellar, que queda feo. El Audi, que no está hecho para este caminar de anciana ociosa, protesta, se quiere ir hacia delante, hay que ir reteniéndolo.

—¿Se puede saber qué estamos buscando? —dice Jon, asomando la cabeza por la ventanilla.

Antonia le manda callar agitando la mano sin volverse.

Un par de minutos después, el GPS vuelve a avisarle de que:

—Hemos llegado al punto que habías marcado antes en el navegador —dice, asomando de nuevo la cabeza.

Diez metros más adelante, Antonia hace un alto y se agacha junto a los arbustos y la breña que enmarca el camino, desapareciendo de la vista por un segundo. Cuando vuelve a incorporarse, está arrastrando algo.

Jon se incorpora y puede ver que está tirando de los arbustos, que no están sujetos a la tierra por las raíces, como están los arbustos de bien, sino colocados con malas artes y peores intenciones

Antonia le hace gestos para que maniobre con el coche. Jon comprueba enseguida que los arbustos estaban tapando un camino de tierra entre los árboles, poco más que una trocha polvorienta. Un reflejo a su derecha le llama la atención y baja del coche para investigar.

—Creo que he visto algo —le dice a su compañera.

Oculto entre la maleza encuentran un objeto reflectante. Jon tira de él, está enganchado. Cuando finalmente cede y queda bajo el resplandor de los faros, Jon suelta un silbido.

—Creo que empiezo a entender qué es lo que ha pasado aquí.

Antonia pone de pie la señal y aparta un par de hojas secas que han quedado pegadas encima del letrero DESVÍO POR OBRAS.

—Está casi nueva.

—Seguramente la haya robado.

—No necesariamente. Se pueden comprar por internet. No valen ni veinte euros.

—¿Cómo sabes estas cosas? —se asombra Jon, mirándola de reojo.

—Igual que casi todo: por curiosidad.

—¿Me estás diciendo que cualquiera puede comprar señalización oficial y cortar una carretera por menos de lo que cuesta un chuletón con patatas?

—Incluso puedes personalizarla con el nombre de un ayuntamiento, si quieres —dice Antonia, señalando la esquina del letrero, donde se puede ver claramente AYUNTAMIEN-

TO DE LAS ROZAS.

—¿Y nadie te pide ninguna documentación?

—No. Hacen como nuestro amigo el vigilante del Centro Hípico. ¿Para qué vas a decir que eres de un ayuntamiento, si no lo eres?

Pues si eres un psicópata que quiere desviar a alguien de su ruta para poder secuestrarlo, por ejemplo, piensa Jon. Pero esto es lo que ha generado internet. No sólo pone nuestra dirección, nuestro teléfono, nuestros hábitos a disposición de cualquier puto loco. También facilita las herramientas para que nos haga daño.

—Sigamos, a ver adónde lleva esto.

Jon regresa al Audi y lo lleva por la trocha, mientras Antonia vuelve a caminar delante de él, atenta al recorrido. No faltan baches ni virajes, y esta vez Jon agradece ir al paso que le va marcando ella. Cuarenta o cincuenta metros más adelante, el camino se ensancha. Los árboles dejan paso a un claro de unos veinte metros de diámetro.

Antonia se detiene. Algo en el suelo ha llamado su atención.

Jon baja del coche y se acerca a ella. En el suelo pedregoso hay una mancha, grande y oscura, casi negra a la luz del alba que no acaba de romper. El inspector Gutiérrez no necesita que Antonia se agache, coja un puñado de tierra manchada y reseca y se lo acerque a la nariz. El olor metálico es distinguible incluso de pie.

Pero ella lo hace, de todas formas.

—Huele.

Jon aparta la cara.

—No hace falta. Es sangre, Antonia.

—Mucha sangre —dice ella—. Sea quien sea, no saldrá de esta.

—Probablemente una puñalada en el cuello —supone Jon, que ha visto antes manchas parecidas. Una vez dos yonquis se pelearon en el barrio de las Cortes por quién le debía cinco euros a quién. El que ganó se llevó un billete de ida a Basauri con todos los gastos pagados. El que perdió dejó un charco oscuro que no difería mucho de éste.

—Alumbra por aquí —pide Antonia, señalando un poco más adelante.

Jon enciende la linterna del móvil y ve que hay un rastro en el suelo. Es débil, apenas unas marcas allá donde las piedras del terreno abandonan su configuración irregular y forman una línea apenas visible.

Unos pasos más adelante, el rastro se pierde entre los arbustos, alejándose del claro y del camino.

El inspector Gutiérrez se desabrocha la chaqueta, y deja a la vista la pistolera.

—Ponte detrás de mí. Y será mejor que alumbres tú —dice, pasándole el móvil a Antonia.

—Eres un exagerado. Quien haya hecho esto hará muchas horas que se habrá marchado.

Jon siempre ha tenido el instinto de proteger a otros, desde que era un niño. Influyen el tamaño de su cuerpo y el de su corazón. Y porque sí, hostias. Porque hay cosas que son como son. Así que con una mano agita el móvil para que lo coja y con la otra la echa sutilmente hacia atrás.

—Tú hazme caso.

Antonia coge el móvil.

—Tendríamos que haberle pedido su linterna al vigilante.

O haber traído una Mag-lite en condiciones, piensa Jon, que siempre tiene una. En su propio coche, el que se ha quedado en Bilbao, aparcado a dos manzanas de la comisaría. Ahí puede estar.

Cuando se meten entre los árboles, siguiendo el rastro, las hojas de pino crujen bajo sus pies, denunciando su intromisión.

El resto es silencio.

Jon siente un extraño hormigueo en el cuero cabelludo. Un hormigueo que ha sentido antes, muy pocas veces. Ocasiones en las que las cosas nunca han salido bien. Nunca en su vida ha tenido que disparar su arma —muy pocos policías llegan a hacerlo en su vida—. Pero ha tenido que sacarla alguna vez. Y esa electricidad —un centenar de insectos correteando entre su cráneo y su pelo— ha estado presente, siempre.

Se lleva la mano a la pistolera, y quita la trabilla.

—Ve con cuidado.

—Ya te he dicho que no tenemos nada que temer. Y menos de éste —dice Antonia, apuntando la luz hacia su izquierda.

En el círculo de luz brillante hay una mano.

La piel, pálida y grisácea, irradia un fulgor fantasmal.

Cuando se acercan, comprueban que la mano está unida al resto del cuerpo de Carmelo Novoa Iglesias. Yace boca arriba sobre una mata de jaras que aún conserva algunas de sus flores. Los vacíos ojos del chófer parecen buscar una respuesta al sentido de su muerte en las copas de los árboles. No lo encuentran. Gotas de rocío centelleantes en sus pestañas lo lamentan.

Carmelo ofrece una doble sonrisa de desconcierto. El rictus de la muerte, y lo que se la causó: Una boca cruel, abierta en el lateral de su cuello.

—Creo que me debes un sándwich mixto —dice Antonia.

Jon, que por muchos años que lleva de policía sigue sintiendo arcadas ante el hedor característico de la muerte, aprieta los dientes para mantener dentro la única comida decente que ha ingerido en dos días.

—Me temo que las sospechas de Parra sobre la culpabilidad del chófer eran infundadas —dice, cuando logra recobrarse.

—A no ser que fuera un cómplice y el tal Ezequiel decidiera borrar sus huellas. Pero no parece probable. Me equivoqué, Jon. Tenías razón. Teníamos que haberle hablado cuanto antes a Parra del crimen de La Finca.

—Vaya, vaya. Antonia Scott se ha equivocado. Paren máquinas.

—No seas crío. Además, comprobarlo era lo más…

Jon la interrumpe, levantando una mano.

—¿Has oído eso?

Un sonido áspero y un ronroneo. El inconfundible sonido de un coche arrancando. Y después, el rugido amenazador de un motor revolucionándose al máximo, una vez, dos veces. En el silencio incorpóreo del bosque al amanecer, el sonido parece venir de todos sitios y de ninguno.

Ambos miran confusos a su alrededor.

—¿Qué…?

Entonces se encienden los faros del Porsche, y pasan tres cosas a la vez.

El conductor suelta el freno y el coche, impulsado por la fuerza de su motor de quinientos caballos, sale disparado hacia Antonia Scott como un gigantesco depredador negro.

Antonia, deslumbrada, se queda clavada en el sitio. Sus pies están anclados al suelo, no puede moverse. En el intervalo —segundo y medio, quizás dos— que tardan las dos toneladas de coche en recorrer la distancia hasta su cuerpo paralizado, comprende un concepto que siempre le había fascinado. ¿Por qué los ciervos y los conejos no huyen del coche que les va a atropellar? La respuesta se la ofrece su propio sistema nervioso: el mecanismo natural del cuerpo de un mamífero a la hora del crepúsculo cuando recibe una amenaza y se queda ciego, es permanecer en el sitio. Como último pensamiento antes de morir, no está mal.

Y tres: Sin valorar en lo más mínimo su integridad física, y con una valentía más allá del deber, el inspector Gutiérrez se lanza sobre Antonia Scott, arrojándola al suelo justo antes de que el parachoques del enorme todoterreno de lujo choque contra su pecho a cincuenta kilómetros por hora, el equivalente a caer desde un quinto piso.

Menudo gilipollas estoy hecho, piensa Jon, aún encima de Antonia.

—¡Quita, quita! —le dice ella, escurriéndose como una lagartija bajo su cuerpo.

Jon se pone en pie y echa mano a la pistola a tiempo de ver las luces de posición del Porsche zigzagueando entre los árboles que llevan al camino. Adopta la posición isósceles —pies separados, rodillas flexibles, mano izquierda sosteniendo la derecha— y dispara.

El tiro destinado al parabrisas trasero se hunde en el maletero. Le falta práctica. También influye el hecho de que el condenado Porsche va botando por el terreno irregular como una canica en un tambor.

No llega a realizar el segundo disparo, porque Antonia se ha interpuesto en su línea de visión.

—¿Dónde cojones vas, zoroputoa? ¡Quita de en medio!

No contesta. Y donde va, es derecha al coche.

Esta tía me va a matar, piensa Jon, corriendo detrás de ella. Y si no, la mato yo.

10
Una autovía

A Jon Gutiérrez no le gustan las persecuciones a alta velocidad.

No es una cuestión estética. Cuando las ves en el cine, todo es magia. El montaje acelerado, los cambios de plano, la música, el sonido que se traslada de los altavoces delanteros a los traseros para que tú sientas la sensación de movimiento.

Lo que a Jon no le gusta de las persecuciones a alta velocidad es tener que ir de copiloto.

Llegó al coche por los pelos, cuando Antonia ya había arrancado y estaba dando la vuelta en el descampado. La inercia dejó el coche parado un instante, y Jon aprovechó para abrir la puerta y colarse dentro, cuando Antonia ya estaba metiendo la marcha para enfilar el camino.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —dice Jon, poniéndose el cinturón—. ¡Podría haberte disparado!

Antonia no contesta. Conduce el coche a casi noventa kilómetros por hora por un espacio tan estrecho que la velocidad recomendable sería andando y con una cesta de picnic. Los extremos de los parachoques arrancan los arbustos al pasar. Pero Antonia ni se inmuta.

Tiene esa expresión que Jon ha visto antes y ha aprendido a reconocer. Los ojos vidriosos, la mandíbula tensa. Esa expresión que indica que su cerebro está trabajando a más revoluciones de lo normal, más de las que puede procesar. Su mente tiene que manejar dos problemas complejos al mismo tiempo, y está empeñada en hacerlo a la vez.