Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Es la idea, sí.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Dinero?

Antonia sacude la cabeza y le explica lo que necesita.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

—Posee usted un secreto muy valioso, señora Scott. Un secreto que muchos matarían por poseer.

—No me importa.

La figura se inclina hacia delante, y Antonia puede verle la cara por primera vez. Incluso a la difusa luz de las farolas, es obvio que Laura Trueba ha envejecido diez años en sólo un par de días.

—¿Cómo lo ha descubierto?

Antonia piensa en Kirk Douglas. El puñetero Kirk Douglas.

—El retrato de su despacho —responde—. El niño que murió tenía un hoyuelo en la barbilla. Ni usted ni su marido lo tienen. El gen del hoyuelo requiere que uno de los progenitores lo aporte. Es posible, en teoría, que lo hubiera heredado de otro familiar, pero las posibilidades son de una entre cinco mil.

—No lo sabía —dice Laura Trueba.

No, claro que no.

—Su manera de comportarse hizo el resto. Usted sentía culpabilidad. Pero no se comportaba como una madre que hubiese dejado morir a su hijo. De hecho, me pregunto qué hubiera ocurrido si ese niño hubiera sido Álvaro.

—Yo también, no se crea. Me gustaría poder decirle que conozco la respuesta, que actuaría de forma distinta. Pero estaría mintiendo.

Antonia lo comprende. El alma está hecha de pequeños compartimentos autocontenidos, como una muñeca rusa. Si sigues abriendo y abriendo, acabas encontrando la última de las muñecas. Y su rostro nunca es como el de la muñeca más grande. Ese último rostro puede ser mezquino y cruel.

—No es la única mentira que nos ha contado. Nos mintió desde el principio. Ezequiel no lo secuestró en el colegio, ¿verdad? Entonces no hubiera habido confusión posible.

—No —reconoce Laura Trueba—. Fue cerca de la casa que usamos habitualmente, nuestro chalet de Puerta del Hierro. Por eso se confundió.

—¿Quién era?

—El hijo de mi gobernanta —reconoce ella, su voz apagada teñida por la vergüenza—. Tiene la misma edad que Álvaro, la misma estatura. Viven con nosotros, llevan en la familia desde siempre. Incluso viajan con nosotros a Santander en verano. Su madre administra todas mis casas

—Por eso tenía una foto con su hijo en la playa.

—Era la única foto que tenía de él.

—¿Cómo se llamaba?

—Jaime. Jaime Vidal. Era un buen chico. Álvaro y él eran amigos. Él iba a un buen colegio, yo me encargué de eso. No al mismo de Álvaro, claro… No hubiera sido apropiado… pero era un buen colegio.

—Un colegio privado.

—Sí.

—Por eso llevaba uniforme cuando Ezequiel se lo llevó.

Antonia visualiza enseguida lo que ocurrió. Jaime, de espaldas, con uniforme, chaqueta y corbata. En una urbanización que no tiene seguridad privada. Fajardo se limitó a esperar en el coche cerca hasta que vio al que creyó que era Álvaro abriendo la puerta del chalet con sus propias llaves.

—Sabemos que bajó del autobús del colegio. De ahí hasta casa eran seiscientos metros, pero nunca llegó. Su madre estaba preocupada. Entonces llamó… ese hombre. Me dijo que tenía a Álvaro.

—Y usted no le sacó de su error.

—¡Tenía miedo! —se defiende Trueba, a punto de echarse a llorar—. ¿Y si volvía a por Álvaro? ¡Tenía que proteger a mi hijo!

—¿Qué le pidió Ezequiel?

Laura Trueba se echa de nuevo hacia atrás en el asiento.

—Eso ya no importa. Algo que no podía aceptar.

—Y menos por el hijo de la criada.

La banquera aprieta el botón de la ventanilla. La estrecha rendija que abre ofrece escaso alivio al calor del interior.

—No puede usted herirme con ninguna palabra con la que no me haya herido yo antes, señora Scott.

—No, supongo que no —dice Antonia, tras reflexionarlo un momento—. ¿Qué le contaron a la madre?

—La verdad. Una verdad. Que alguien se había llevado a Jaime confundiéndolo con Álvaro. Que haríamos todo lo que estuviera en nuestra mano por recuperarlo, costara lo que costara.

—Y luego le entregaron un cadáver.

Laura Trueba guarda silencio. Antonia sabe que esa mujer nunca se enfrentará a la Justicia, nunca sufrirá la humillación de tener que justificar sus actos ante un juez y un jurado de sus iguales. Nunca recibirá castigo alguno. Pero parece que ella sola se ha aplicado a la tarea.

Al igual que la rendija de la ventana, produce escaso alivio.

Pero es mejor que nada.

—¿Hemos terminado? —pregunta Trueba.

—Cuando me dé lo que le he pedido.

—Alejandro.

Uno de los hombres del asiento de delante se da la vuelta y le entrega a su jefa una bolsa de tela negra. Trueba se la da a su vez a Antonia. Es pesada, y a través del tejido se palpa el bulto del metal que hay dentro.

Antonia extrae la pistola. Incluso en la penumbra, el metal parece absorber la escasa luz de forma peligrosa y letal.

—¿Sabe cómo usarla? —le pregunta el hombre a Antonia.

—No.

El hombre se gira, con una expresión inescrutable en el rostro, toma el arma de manos de Antonia y le explica.

—Es una Glock de cuarta generación. Diecisiete balas en el cargador. No tiene seguro, así que, si aprieta el gatillo, mejor que sea porque quiere disparar.

Antonia coge el arma y la mete en su bandolera. Abre la puerta y se incorpora para salir.

—La misma oferta que le hice a su compañero vale para usted, señora Scott —dice Trueba—. Si le mete una bala en la cabeza a ese hijo de la gran puta…

Pero Antonia ha bajado del coche antes de que pueda acabar la frase.

Ramón

De noche, la vejez es más terrible.

La creencia popular, esa gran mentirosa, atribuye a los ancianos una sabiduría y una serenidad superiores a las de los jóvenes. Alcanzada una edad provecta, el cuerpo se ha liberado de sus necesidades más acuciantes, de sus deseos lascivos, de su hambre voraz y de su temperamento irascible. Los ancianos son pacientes, los ancianos prefieren la paz a la guerra, los ancianos saben escuchar y, cuando hablan, lo hacen desde la atalaya de mármol con letras de bronce en la que el tiempo y la paciencia les han colocado, y en la que es cuestión de tiempo que acaben sus días, solidificados, como ejemplo y recuerdo para las generaciones venideras.

Todo eso no son más que gilipolleces, piensa Ramón Ortiz.

Los ancianos son intransigentes, están cargados de prejuicios, sólo conocen una manera de hacer las cosas.

Los ancianos son los que comienzan las guerras, por orgullo, por dinero o por patriotismo. O cualquier mezcla de las tres anteriores.

Los ancianos tienen las mismas necesidades que cualquier adolescente salido y famélico. Si el cuerpo se lo permitiera se pasarían el día bebiendo hasta perder el conocimiento, comiendo hasta reventar y follando hasta que la polla se les cayera a trozos. Dos mil millones de cápsulas de Viagra vendidas al año ratifican esto último.

Pero el cuerpo no se lo permite.

Lo que le queda a Ramón Ortiz, lo que antes fue una máquina robusta y enérgica, es un saco de achaques e indignidades. Levantarse cada día, después de dos o tres horas de sueño ligero e intermitente, con los huesos doloridos, la garganta de lija y el calzoncillo húmedo por las pérdidas de orina. La visita al médico cada pocos días, siempre con otro ay, siempre con otra receta. Los recuerdos, permanentes y dolorosos, de dos esposas muertas, una en la flor de la vida, la otra hace menos de un año. Comer poco, porque el apetito físico se ha diluido, aunque el mental sigue presente, como una leve sombra, como un miembro fantasma que el soldado aún quiere rascarse, pero para el que los dedos sólo encuentran aire.

De noche, cuando el cansancio envuelve los hombros como una manta helada, cuando los ojos escuecen, cuando las piernas ya no soportan el peso, la vejez es un castigo peor que la muerte.

Ramón conoce unos cuantos ancianos. Los hay que ríen ante las propias dolencias, que sólo quieren otra partida de mus, otro chato de vino, otro atardecer. Los hay que maldicen su suerte, los hay que lo guardan todo en su interior. Casi todos se miran al espejo por las mañanas, sin reconocer la cara que les devuelve el reflejo y se preguntan quién les ha robado el mes de abril, cómo ha podido sucederles a ellos.

Todos los que conoce, sin excepción, no son más que críos asustados ante el lobo que devora sus jornadas a dentelladas cada vez más grandes.

Todos los que conoce, sin excepción, darían todo lo que poseen por que les apareciera la lámpara de Aladino dentro de una chistera. De los tres deseos les basta uno. Volver a tener veinte años, sabiendo lo que sé ahora. Una oportunidad de volver atrás, de hacerlo bien esta vez. Dirían adiós a todo lo que tienen y conocen. Casa, renta, familia y amigos. Hijos. Sin dudarlo. En la noche oscura del alma, su vista escudriña los rincones sombríos en busca de un diablo codicioso que venda elixires de la eterna juventud. Pero las sombras están huecas y vacías, como el reloj de arena de sus vidas.

Todos lo darían todo.

Yo no.

Ramón Ortiz es un hombre excepcional. Cuando se examinan las vidas de aquellos que han alcanzado grandes logros, debe entenderse su éxito como una combinación de talento, inteligencia, trabajo y suerte. Ramón Ortiz suma un quinto factor. Tiene una voluntad inquebrantable. Su vida, lo que él es, la ha definido por el trabajo, por la edificación lenta, piedra a piedra, grano a grano, de una pirámide en la que pasar la eternidad.

Si a un hombre así le pones una pistola en la mano y le dices: vuélate la cabeza o mato a tu hija, el disparo sonará antes de que acabes de hablar.

Si a un hombre como Ramón Ortiz le dices que destruya el trabajo de su vida…

—Haría cualquier cosa, Jesús, cualquier cosa.

Están sentados en el salón de su casa, en sendos sillones. Ha apagado todas las luces, menos una lámpara de pie, al otro extremo del salón. Algunas conversaciones se tienen mejor en la oscuridad.

—Lo sé, Ramón. Lo sé muy bien —dice su abogado.

Lo que quieres decir es cualquier cosa… menos esto.

Jesús Torres lleva siendo el consejero particular de Ramón Ortiz más de treinta años. En tres décadas ha aprendido a ajustar su papel a cada situación con excepcional finura, como uno de esos relojes suizos que tanto aprecia. O mejor, como un buen whisky.

Mira el vaso que tiene en la mano. Es un escocés asombroso. Un regalo que le hizo a Ramón un jeque árabe el invierno pasado por su cumpleaños. Dalmore Trinitas. Sesenta y cuatro años de maduración. Sólo tres botellas en todo el mundo. Más de cien mil euros cada una.

Ramón la ha cogido antes del mueble bar, sin pensar. La ha abierto, la ha puesto encima de la mesa, ha servido tres dedos de licor a cada uno —de un color caramelo brillante—, y después se ha puesto a mirar el reloj en silencio.

Torres da un sorbo —un sorbo de mil euros— y se recrea en los detalles y sensaciones, reteniéndolo en la boca antes de tragar. Primero notas poderosas de pasas, café, avellanas y naranja amarga. Pomelo, quizás. Sándalo y almizcle, por descontado. Luego, al tragar, una oleada de moscatel, mazapán, melaza. Y al marcharse, un retrogusto en el paladar de trufas, azúcar mascabado y cáscara de nuez.

Es un whisky magnífico, como debe ser la labor de un buen consejero.

Hay matices, sutilezas, notas que se perciben en un primer momento, otras que quedan para después, y van sembrando el camino para el futuro.

Hoy la labor de Torres no es la de abogado, sino la de confesor.

—Es mi hija, Jesús. La quiero con toda mi alma.

—Sí, Ramón. No te preocupes. No se atreverá. Mañana llamará y pedirá dinero a cambio. Volverá sana y salva.

El multimillonario duda. En la mano izquierda, apoyada sobre el regazo, sostiene la foto de su hija. En la derecha, su móvil. Una sola llamada bastaría, a pesar de lo avanzado de la hora. En treinta minutos podría estar dando una rueda de Prensa en todas las televisiones del país. En sesenta, la noticia se conocería en todo el mundo.