Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—A todo. A los atentados, cuando era un adolescente. A que me rajaran a la vuelta del cole. A los accidentes, a que me peguen el sida, yo qué sé. Trabajar de policía ayuda. Estar cerca de todo esto, ver las desgracias de otros. Te da una especie de escudo mágico. Como si no fuera contigo.

—Un poquito de daño para no hacerse mucho daño —dice Mentor.

—Exacto.

—Pero hoy no ha sido así, ¿no?

Jon no contesta. No tiene por costumbre responder a obviedades.

Los dos hombres se camuflan en el silencio durante un rato, recuperando posiciones. Mentor se incorpora un poco en la silla y se esfuerza en recobrar con las puntas de los dedos el paquete de tabaco que tan diligente había apartado antes de sí. La llama del mechero roba durante unos instantes su rostro a la oscuridad de la noche. A este cigarro no le da tres caladas apresuradas, sino que se deleita en el humo, tragándolo a conciencia.

—La idea surgió hace cinco años, en Bruselas. En el Fischer Institute. ¿Lo conoce?

—No tengo el gusto.

—Es un think tank de la Unión Europea.

—Lo del think tank sí sé lo que es: un montón de capullos universitarios ricos que creen que saben mejor que nadie lo que más le conviene al mundo.

Mentor se ríe entre dientes, alza los brazos.

—Culpable. El caso es que los capullos a veces acertamos. Hubo un estudio, hace años. ¿Recuerda el atentado de 2012 en el aeropuerto de Tenerife?

Jon asiente. Cómo olvidarlo. Las cámaras de seguridad más cercanas habían captado la bomba estallando antes de volverse a negro. Las demás cámaras contaron una historia igual de terrible: a gente corriendo despavorida por la terminal arrojando al suelo y pisoteando a los más lentos por el camino.

—El estudio examinaba los datos disponibles por los distintos cuerpos policiales antes del atentado. Las policías locales, la autonómica canaria, la Guardia Civil, la Policía Nacional. Todos ellos tenían piezas del puzzle. Ninguno las compartió con los demás.

—Una vieja historia —confirma Jon. Bien la conoce él, que es policía nacional en Bilbao, y tiene que lidiar casi a diario con la Ertzaintza. La relación de los cuerpos policiales entre sí es amarga como domingo de jubilado. Envidias, diferencias de sueldo. Resquemor de años. Y al final, la gente salía herida.

—Lo de Tenerife es lo mismo que pasaría en Turín en 2015 y en Las Ramblas de Barcelona en 2017, aunque eso fue mucho después. El estudio lo hicieron unos alemanes. Ellos tienen lo suyo también. Dieciocho cuerpos de policía.

—Puto caos.

—El estudio no se limitaba a terrorismo, consideraba otros casos de perfil alto. Asesinos en serie atípicos, como Remedios Sánchez. Diez ataques en veinticuatro días, tres ancianas muertas. O como Kovacs, el payaso de Düsseldorf.

—Cisnes negros. Impredecibles.

Una mueca de extrañeza se dibuja en el rostro de Mentor cuando Jon dice eso. Un cisne negro es, según una teoría reciente, un suceso terrible de alto impacto que ni la ciencia ni la historia podría haber anticipado, y que sólo puede ser racionalizado a posteriori. Como el 11-S, la crisis inmobiliaria de 2008 o el regreso de las riñoneras.

—No me esperaba que leyese usted a Taleb, inspector —dice Mentor, que lo mira a Jon como si lo viese por primera vez.

—Nunca me subestime —responde Jon, que ni muerto reconocería que se había quedado con el concepto hojeando una revista ajada en la consulta del dentista.

—Prometo no hacerlo. La conclusión del estudio fue que en Europa hemos generado un mundo nuevo. Sin fronteras, sin aduanas. Cinco millones de kilómetros cuadrados donde los malos pueden moverse a su antojo. Y cientos de organismos de policía que compiten entre sí. Entonces fue cuando surgió el proyecto Reina Roja.

—¿Como la de Alicia? ¿Que le corten la cabeza?

—De ahí viene el nombre. Es una vieja teoría evolutiva. ¿Recuerda el pasaje del libro en el que Alicia y la Reina corren y corren, y no se mueven del sitio?

Jon hace un gesto vago con la mano. Es lo malo de querer parecer más listo de lo que se es, la farsa no aguanta mucho.

—La Reina Roja le dice a Alicia que en su país hace falta correr sólo para permanecer quietos —continúa Mentor—. Aplicado a la evolución, es necesaria una adaptación continua para mantenerse al nivel de los depredadores.

—Pero nosotros ya lo hacemos —se defiende Jon.

—¿Cómo? ¿Más policías? ¿Más ordenadores? ¿Más armas? ¿O se refiere usted al curso que le dieron el año pasado en la comisaría sobre ciberdelincuencia?

—No sabría decirle. Me lo pasé entero jugando al Angry Birds.

—Al final la ventaja la tienen los criminales, porque se mueven más rápido, invisibles, sin dar cuentas a nadie.

Jon vuelve la mirada hacia la casa.

—Creo que comienzo a entender.

—El proyecto comenzó como un experimento. Una división central y una unidad especial en cada país de la Unión Europa. Con objetivos muy especiales. Objetivos que había que mantener ocultos a la opinión pública.

—Póngame un ejemplo.

—Asesinos en serie. Criminales violentos especialmente escurridizos. Pedófilos. Terroristas.

—Escoria solitaria —asiente Jon.

—Al igual que ellos, nuestra unidad no tiene ataduras. Ni jerarquías. Ni rivalidades internas. Ni burocracia. Sólo un agente de enlace, con el nombre en clave Mentor.

—Vaya, y yo que creía que era su apellido de verdad.

El otro sonríe sin humor.

—A su cargo, cada Mentor tiene un equipo de técnicos que están siempre fuera de los cauces normales. Ni medallas, ni premios, ni ascensos. Y en la punta de lanza, en el terreno de juego, dos personas. Un Escudero —dice señalando a Jon— y una Reina Roja.

—Mi papel ha quedado claro: chófer prescindible con placa y pistola.

—No se venda tan barato. Es necesario un policía con experiencia para proteger y aconsejar al activo principal.

—Si usted lo dice. ¿Y ella?

Mentor hace una pausa y se enciende otro cigarro.

—La Reina aparece en la escena del crimen, mira y se marcha. Nuestra unidad nunca se encarga en exclusiva del asunto, sea cual sea. Se limita a trabajar en los márgenes, mirando por encima del hombro de los policías de verdad.

—Salvo esta vez.

—Salvo esta vez, que han surgido circunstancias… especiales.

Jon se ríe entre dientes y sacude la cabeza ante el cinismo de Mentor. Siempre ha sido el inspector partidario de llamar a las cosas por su nombre. Miembro, acción armada, económicamente débil. Con lo clarito que se entienden polla, atentado y pobre.

—¿Cómo llegaron hasta ella?

—En cada país comenzó un proceso de selección muy largo y muy costoso. Los candidatos tenían que tener una serie de características muy difíciles de encontrar: escasas relaciones personales, libertad de movimientos, enormes capacidades para el pensamiento lateral. Poco importaba si eran altos o bajos, hombres o mujeres, gordos o delgados. No buscábamos al próximo James Bond. Buscábamos cerebros especiales. Que pudieran mirar como nadie más mira.

Hay un matiz de orgullo en la voz de Mentor que no pasa desapercibido al inspector.

—Fue usted quien la encontró, ¿verdad?

—España era el único país sin su Reina tres meses antes de iniciar el proyecto —dice Mentor—. Y ya llevábamos un año de búsqueda incesante. Consulté miles de expedientes y entrevisté a cientos de personas. Por fin, apareció ella. Y lo supe.

Madrid, 14 de junio de 2013

El hombre alto y delgado se restriega los ojos de puro cansancio. Y la jornada ni siquiera ha empezado.

El escenario de esta semana es una aproximación nueva al problema. Hasta entonces habían estado usando una combinación de test de personalidad con pruebas de inteligencia. El hombre alto está especializado en psicología cognitiva y en análisis del comportamiento. Pero no le ha servido de mucho hasta el momento a la hora de identificar pruebas válidas. Ha probado las más glamurosas, diseñadas por la CIA, FBI, MI6. Todas ellas se quedaban cortas en lo esencial. Reflejaban la inteligencia del candidato, pero no su capacidad para la improvisación.

A quién quiero engañar. El problema es la materia prima.

Esta semana están probando algo distinto. El test ha sido diseñado por una entidad mucho menos sexy que las agencias de inteligencia: una multinacional petrolera. Lo usan para evaluar las reacciones a una situación de crisis con final imposible. Al hombre alto le pareció más divertido que útil cuando la asistente se lo propuso, pero sería un cambio interesante después de tantas pruebas repetitivas e infructuosas. O eso pensaban. Después de varias decenas de intentos, está resultando tan ineficaz como los anteriores.

—Al menos nos ahorramos recitar la lista de cosas que lleva el sujeto en la nave espacial.

—El test de la NASA es muy útil —dice la asistente, dándole un sorbo al café.

El hombre alto la mira de reojo con envidia. Se muere de ganas de meterle cafeína al cuerpo, pero sabe que si toma un tercer cortado antes de comer, pasará la tarde de un humor insoportable. Aún más insoportable.

—Por el amor de Dios, hasta mi abuela sabría que si se queda abandonada tendría que elegir el oxígeno antes que el agua. Y que la brújula o la pistola no deben cogerse. ¡Están en la luna! En fin, empecemos. ¿Quién es el primer candidato de hoy?

—Número 793. Veintiséis años. Ingeniero industrial.

—Que entre.

La asistente aprieta un botón en el teclado frente a ella, y la puerta se abre.

Se encuentran en la facultad de Psicología de la Universidad Complutense. Nada mejor para camuflar aquellas pruebas y que nadie sospeche en absoluto que hacerlas pasar por ensayos estudiantiles. Y el lugar es apropiado. Una sala blanca, sin ventanas, en la que se puede controlar la temperatura, provista de visor unidireccional. Cristal por un lado, espejo por el otro. Una cabina de control y unos altavoces.

Al hombre alto y delgado le hizo gracia el sitio cuando comenzó el proceso de selección, hace casi un año. De familia bien, había cambiado la protección del hogar paterno por la protección, de los estudios primero, del Fischer Institute después. Su vida había sido más bien aburrida. Por eso al entrar en el laboratorio había sentido una extraña sensación. Se sentía como en una película de espías. O en Gran Hermano.

—Me siento como en una película de espías.

—O en Gran Hermano, ¿verdad? —había dicho la asistente.

Al hombre alto le caía bien. Es una buena persona. Flor mañanera. De esas que llegan al trabajo como una rosa después de haber corrido cinco kilómetros y que ve siempre el lado positivo de todo. Con el tiempo ha ido mejorando su opinión de ella. Hay días en los que ya casi no quiere estrangularla, ni a ella ni a la colección de tarados, cerebritos y bichos raros que han pasado por allí. Más de setecientos.

En todo este tiempo han hecho una preselección de seis que podrían dar el perfil. Pero tras una tercera prueba, han sido descartados. Ya no queda ninguno de los preseleccionados. Lo que quiere decir que están empezando de nuevo.

Nada. No tenemos nada. Y todos los demás países ya han iniciado el proyecto.

Sabía bien que los responsables de Bruselas estaban a punto de darle una patada en el culo. Y no le gustaba. Todo lo que había hecho en su vida antes era sentarse delante de un libro. A absorber ideas de otros, sobre todo. Se le daba mejor repetir que crear. Por eso cuando le habían propuesto formar parte del proyecto Reina Roja había saltado dentro de la oportunidad con los ojos cerrados. Ahora se estaba dando un chapuzón increíble dentro de su propio fracaso.

El 793 duró en la prueba casi media hora. Por supuesto, se rindió al final, la plataforma petrolífera se hundió y murieron todos. Ése era el intríngulis. Hiciese lo que hiciese, respondiese lo que respondiese, el candidato no podía ganar. El software que generaba las preguntas seguiría lanzando desafíos y problemas al escenario, hasta que la persona se diese por vencida o cometiese un error.

—No ha dado mala puntuación —dijo la asistente.