Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—A ésta ni le hables. Y tú, échate atrás —avisa Jon—, que igual te llevas una hostia.

El otro retrocede un milímetro o dos.

—Te he preguntado que quién es.

—Qué más te da. Te han avisado que veníamos, ¿no? —dice Jon, guardándose la identificación.

—Me lo han dicho de arriba, sí. Que venían dos observadores.

—Pues eso hacemos, observar. ¿Es que no te gusta que te miren?

Jon le imprime a las últimas palabras el toque justo de pluma y de mala baba como para que el muy heterosexual capitán José Luis Parra, padre de familia y orgulloso portador de un polo con el escudo de España bordado en la manga, se altere.

—Escúchame, mariconazo…

Jon tensa todo el cuerpo, listo para recibir el puñetazo que ve venir en los ojos de Parra, pero éste no llega. Lo que llega es la voz de Antonia.

—Capitán Parra, soy Antonia Scott. Trabajo en análisis de crímenes de perfil alto con la Interpol.

Jon se queda de piedra. Antonia ha untado su voz con sirope y su sonrisa con purpurina. La viva imagen de la concordia. Incluso le tiende la mano a Parra. Ella, que huye del contacto físico como un autónomo de una inspección de Hacienda, con la mano extendida.

Por suerte para Antonia, Parra no parece dispuesto a estrechar manos. Mira hacia abajo —le saca casi treinta centímetros de altura— con incredulidad.

—¡Tú qué vas a ser de la Interpol!

Antonia echa mano de su bandolera y saca de uno de los bolsillos una identificación. Ésta sí que la acepta el capitán Parra, estudiándola con extrañeza.

—Ya —dice, dándose golpecitos en la palma de la mano con la identificación de Antonia—. ¿Y qué pinta aquí la Interpol, preciosa?

—Formo parte de un gran proyecto que estamos preparando a nivel mundial. Criminales que escapan a las características normales, y nuevas maneras de enfrentarse a ellos. Hace tiempo que pedí trabajar con usted y con los especialistas de la USE. Cuando supimos que estaban trabajando en una desaparición tan importante, me subí al primer avión con destino a Madrid.

Si hay algo que un macho alfa como éste adora es que le masajeen el ego, piensa Jon.

—Estudiar sus métodos nos dará una información valiosísima para los cuerpos de policía de todo el mundo —continúa Antonia—. No todos los días se puede trabajar con una unidad que tiene un ochenta y siete de efectividad en los últimos seis años.

Menudo magreo, chica.

Parra se mordisquea el labio inferior con cautela. Está tentado de creérselo.

—Ochenta y ocho coma tres de efectividad, en realidad. ¿Y éste? —dice señalando a Jon.

—El inspector Gutiérrez me ha sido asignado como enlace. En estos momentos se encuentra en una etapa de transición profesional.

—Suspendido de empleo y sueldo, más bien. ¿Qué tal la putita, Gutiérrez? Creo que te sacó el ángulo bueno.

Jon tiene en la punta de la lengua varias réplicas que incluyen a la madre, a la mujer y a la hermana —si la hubiere— del capitán Parra. Pero es el momento de tragársela.

—La cagué. Y aquí me tienes, haciendo de niñera.

—Sé que nuestra presencia es algo desacostumbrado, capitán, pero créame, sólo queremos ver cómo lo hacen. Y quizás aportar un granito de arena.

Parra asiente, muy serio, intentando recoger cable sin que se note lo complacido que está.

—Que sea un granito pequeño. Como estorbéis lo más mínimo, os vais a tomar por culo, Interpol o no. Y nada de hablar con testigos sin que yo me entere y haya uno de mis hombres delante, ¿estamos?

—No se nos ocurriría —dice Antonia.

Parra se vuelve hacia Jon, que le pone ojos de corderito.

—Lo que ha dicho ella.

—Pues hala, a dormir —dice el capitán, como quien manda a acostar a dos niños de preescolar—. Mañana por la mañana pasaos por Jefatura y ya os pondrá alguien al día.

Ezequiel

Soy, esencialmente, una buena persona, escribe el hombre, en su cuaderno. Siempre lo lleva consigo. Nada especial. Es una libreta como la que tiene cualquier escolar, 3,95 euros en el supermercado.

He cometido errores, como todo el mundo. No soy perfecto. Me dejo llevar por mis impulsos, a veces. Cometo actos impuros, de pensamiento, casi siempre, a veces de obra. Cuando no puedo evitarlo, cuando no queda otro remedio, porque la carne es débil, por muy fuerte que intentemos sujetarla. Cuando eso pasa me siento sucio y avergonzado enseguida, y a veces pierdo los estribos. Siento una pesadez opresiva en las manos y en la cara, y no puedo dormir bien. Estoy irritable.

El hombre arranca la hoja, la coloca sobre el cenicero y le prende fuego a una esquina. El papel empieza a arder, despacio al principio, más deprisa en cuanto la llama alcanza el borde superior. La lengua voraz busca sus dedos, cada vez. Nunca lo logra.

El infierno ansía mi carne, escribe el hombre en una nueva hoja. Pero hay medios para evitarlo. La confesión, que limpia nuestra alma y nos prepara para el cielo, donde Jesús nos espera con los brazos abiertos. Pero la confesión, los sacramentos, no son todo. Es imprescindible tener la voluntad firme de arrepentirse y hacer la voluntad de Dios sobre la Tierra. Y ser buenas personas. Yo soy una buena persona.

Para de escribir, pues no logra concentrarse. Su letra, pulcra siempre, redonda y clara, le sale hoy abigarrada, delgada como patas de araña. No logra obtener el placer, simple y honesto, que deviene naturalmente de la posibilidad de transcribir los propios pensamientos con buena y sincera caligrafía. Ni, por descontado, la paz de espíritu. Cuando era un niño, Padre le enseñó a hacerlo. Era un hombre rudo, era un hombre recio, pero también era un hombre sabio. Conocía el modo de limpiar del alma los actos que la ensuciaban cuando no había un sacerdote cerca. Sólo había que escribirlos en la hoja y mandársela a Dios, como Abel ofrecía su sacrificio. Y su humo asciende recto hacia el cielo.

Padre escribía y quemaba una hoja cada noche. A veces incluso desnudo, con los nudillos aún inflamados, recuerda. Y la serenidad que quedaba en su cara, cuando el pecado se esfumaba.

Quiere escribir acerca de ese recuerdo, pero le es imposible.

Carla Ortiz está gritando de nuevo.

He ahí un claro ejemplo de egoísmo e ingratitud. Le ha dado el agua que le pidió, a pesar de que no tenía por qué hacerlo. Podría haberle sacado la contraseña del ordenador a golpes. De golpes él sabe.

El hombre aborrece la violencia, porque no es de buenas personas. Le horroriza emplearla, y cuando lo hace —cuando no queda otro remedio— tiene que correr a escribir una hoja de confesión cuanto antes. Quiso evitarlo buscando una solución pacífica, y aquí está el resultado. No hay buena acción que quede sin castigo.

Se levanta y golpea la puerta empleando una llave de tubo. Dos veces. Su prisionera se calla enseguida.

Vuelve a su mesa. Está satisfecho consigo mismo.

No ha cometido errores esta vez. El hombre no es un criminal, no lo ha sido nunca. Siempre ha tenido un trabajo honrado. No estaría haciendo esto si no le hubieran obligado. Si le hubieran dejado otra opción.

Por eso está satisfecho de no haber cometido errores.

El punto más difícil en un secuestro es siempre la comunicación con los familiares. Los móviles, los emails, todo es susceptible de ser rastreado. Pero él siguió los pasos que le habían explicado antes de llamar al padre. Emplear un servidor VPN anónimo que enmascaraba su dirección antes de conectarse a internet, desconectar el ordenador inmediatamente. El resto de la operación ha sido pan comido. Matar a la yegua, para que sus relinchos no llamaran la atención, fue lo único que le costó. No le gusta hacer daño a un animal inocente. Por eso apartó la mirada cuando le seccionó la médula espinal. Después ocultar el coche entre los árboles, desenganchar el remolque.

Es entonces cuando se da cuenta del error que ha cometido. Uno muy grave.

Uno que va a tener que solucionar cuanto antes, ahora mismo.

4
Un argumento

Antonia va seis fuertes zancadas por delante de Jon, en dirección al coche, que había dejado aparcado en doble fila en la calle Génova, casi a la altura de la plaza de Colón. Jon le concede a su compañera unos metros de ventaja. Total, la llave la tiene él. Y sabe reconocer a una mujer enfadada por detalles sutiles como ir pisando el suelo como si fueran cráneos enemigos.

Se suben al coche, se ponen el cinturón. Jon sujeta el volante, las manos a las diez y diez, y se queda mirando al tráfico que baja de Castellana al paseo de Recoletos. Son casi las tres de la mañana, así que no es mucho.

Otro dato importante que conoce Jon sobre las mujeres es que cuando están muy calladas y muy cabreadas necesitan que les preguntes por qué están tan calladas y tan cabreadas.

—¿Qué te pasa?

Jon espera un «nada», el top ventas de las respuestas de las mujeres a esa pregunta, pero en lugar de eso obtiene una respuesta sincera.

—Esa pelea de machos sobraba.

Bonita forma de darme las gracias.

—El machote es él, guapa. Que yo como pollas.

—Los dos íbais de machotes. Todos los hombres sois iguales, comáis lo que comáis.

Jon guarda silencio, maldice internamente, hace examen de conciencia, se rasca el pelo. Sigue sin ver en qué se ha equivocado.

—Tenía que defenderte, ¿o no te das cuenta? Pretendían intimidarnos. Y a mi compañera no la intimida ni Dios.

—Si quiere, Parra nos puede poner las cosas muy difíciles.

—Ya lo sé. Y si dejamos que nos achiquen, nos convertirán en recaderos o nos dejarán fuera. Ya puede venir el ministro de Interior a decírselo, que tú a uno de estos superpolis no le mangoneas.

—La solución era la mano izquierda, ya lo has visto.

—La solución… ¿Te crees que se lo ha tragado? Sí, es verdad que se ha puesto hinchado como un pavo con tu numerito, pero en cuanto se desinfle, volverá a comportarse como un gilipollas. No le gusta que estemos aquí.

—Estoy acostumbrada a trabajar de esa forma.

—Pues yo no. Es mi primera vez. Y mucho menos teniendo que ocultar información que es crucial para el caso.

—Es la misma razón por la que no podemos permitir que nos dejen a un lado.

—¿Y por qué no le contamos todo a Capitán Musculitos? ¿Que sospechamos que la misma persona que tiene a Carla Ortiz ya ha secuestrado y matado antes, y que están más perdidos que un pulpo en un garaje?

Dios, eso sería fantástico, piensa Jon, relamiéndose por dentro al imaginar la cara del capitán Parra en semejante situación.

—No se lo vamos a contar.

—¿Por qué?

—Porque Mentor nos ha pedido que no lo hagamos.

—Mentor, ¿el señor que te ha arrastrado contra tu voluntad a este cenagal de mentiras, para que hagas algo que no quieres hacer?

Antonia parpadea asombrada.

—Sí, él —dice, tan impermeable al sarcasmo como siempre.

Jon bufa con exasperación.

—Quiero decir que no tienes por qué seguirle el juego en esto.

—Tiene sus motivos.

—Esa mierda del pistolero solitario y de que nosotros busquemos justicia para el chico desangrado podría valer antes, y tampoco mucho, cuando todo lo que estaba en juego era la intimidad de los padres y el escándalo. Pero ahora no. Ahora hay vidas en juego. Carla Ortiz, y también su chófer. Que parece que sólo ha desaparecido ella, hostias —dice Jon, dando una palmada en el volante.

Es un buen argumento, y Jon nota cómo Antonia lo absorbe y lo procesa lentamente. El inspector se pone a contar los coches que pasan en ambas direcciones. Gente con prisa, gente con vidas que va a sitios, sitios donde otras personas les esperan despiertos.

Dios, qué cansado estoy.

Once coches hacia el norte y seis hacia el sur después, Antonia responde.

—No podemos decir nada aún. Lo que ha descubierto Parra sobre el chófer es una causa probable. El chófer tiene móvil, medios y oportunidad. Sería mejor que averiguásemos algo por nuestra cuenta antes de contarles nada sobre lo del asesinato de La Finca. Incluso aunque quisiéramos hacerlo.

—Tú no quieres.