Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Mientras los dedos del hombre del cuchillo aplastan su tráquea, Carla sólo siente una incomprensible sensación de injusticia. Durante su estancia en la oscuridad había aprendido que Dios, el Bien y el Mal, no eran más que monosílabos en mayúsculas. Pero aún quedaba dentro de ella un hálito de esperanza en una especie de equilibrio universal. El mismo que la había impulsado a entrar en la habitación, atraída por el llanto de aquel niño, cuya pierna se agita a sólo unos centímetros de su cara. La zapatilla tiene serigrafiado en el tobillo un Bob Esponja que ha perdido un ojo y parte de una mano, a fuerza de golpear un balón. Carla se da cuenta —en un último lapso de lucidez de su cerebro, que consume sus últimos restos de oxígeno— de que esa zapatilla también la tiene su hijo Mario. También está rozada en el mismo sitio. Es una de las que ellos fabrican. Un defecto que habría hecho notar al departamento correspondiente con un correo electrónico. Firme, pero cariñoso.

Sus ojos se inundan de nuevo de la luz blanca y cegadora.

Voy a morir, piensa Carla. No hay incredulidad, ni miedo, ni lamento. Sólo derrota.

Entonces oye algo —el sentido del oído es el primero que se pone en marcha en el cerebro cuando uno se despierta, y también el último en desaparecer—. Una voz masculina, seca. No entiende el sentido de las palabras. Pero los dedos dejan de apretar su garganta, y el cuerpo de Carla toma el control, pone en marcha los pulmones, de nuevo, traga el aire en bocanadas enormes, siente cómo la vida vuelve a inundarla de nuevo…

Entonces suenan los disparos.

16
Un señuelo

Antonia avanza muy despacio.

Sabe que su única oportunidad descansa en manos de Jon. Que ella no es más que un señuelo, que debe servir para alejar a uno de los dos de la puerta, y darle al inspector Gutiérrez una oportunidad.

Mientras su voz resuena con fuerza por los pasillos, Antonia se mueve tan despacio como puede, confiando en que el eco en los azulejos sirva para despistar lo suficiente a cualquiera de los dos que vaya en su busca.

Antonia está convencida de que será Sandra. Querrá acabar con ella personalmente.

Se mueve, despacio. Tanto como puede. A su alrededor, el mundo conspira para delatar su ubicación. El cemento cruje bajo sus pies, el roce de su ropa arranca susurros de las paredes. Cada movimiento es una denuncia.

Su mente está cada vez más llena. Con el efecto de las cápsulas completamente desaparecido, Antonia tiene que luchar por mantenerse cuerda bajo la tensión.

—Es una cosa maravillosa, el sonido, ¿no te parece? —resuena la voz de Antonia por el pasillo—. Uno nunca puede estar seguro de su procedencia.

Sandra está subiendo las escaleras. A su espalda, Antonia puede ver el reflejo de su linterna, escudriñando la oscuridad, y sigue hacia delante, el único camino que le queda. El haz de luz ilumina la entrada del pasillo. Después Sandra se agacha, al final de las escaleras, y vuelve la esquina bruscamente. Dispara dos veces, y las balas atraviesan el pasillo, se incrustan en la pared contraria, junto a los tornos de salida, sin encontrar en su camino nada más que aire. La linterna ilumina entonces el teléfono en el que Antonia ha grabado una larga nota de voz, llena de pausas, como señuelo para atraerles.

Sandra comprende el engaño tarde, y aplasta el teléfono bajo el talón con un gruñido frustrado, antes de correr de nuevo escaleras abajo.

17
Una oficina

El plan era muy sencillo.

Tan pronto como escuches mi voz, vendrán hacia mí.

Jon surge del túnel, milagrosamente vivo. No ha pisado ningún hilo, o si lo ha hecho, éste no ha activado ninguna trampa.

Frente a él está la estación abandonada. El andén a su izquierda es visible bajo la luz de una lámpara de gas, que crea una burbuja fantasmagórica y dibuja sombras oscuras en las paredes. Del pasillo más cercano vienen ruidos de pelea.

Jon sube a duras penas al andén, sintiéndose completamente expuesto mientras asciende. Tiene que apoyar ambas manos para conseguirlo. Después se interna por el pasillo. Un pie delante de otro, las rodillas ligeramente flexionadas, la pistola apuntando delante de él. A su espalda escucha dos disparos, pero sigue adelante igualmente.

La prioridad es mi hijo, Jon. Oigas lo que oigas, no vengas a ayudarme. Sigue adelante. Encuéntrale.

Eso piensa hacer.

Al fondo está la oficina, de la que proceden los ruidos. Cuando se asoma a la puerta puede ver a un hombre, de espaldas, a horcajadas sobre una mujer semidesnuda a la que está ahogando con sus propias manos. Las piernas de ella se agitan bajo su cuerpo.

—¡Alto, policía! —dice Jon, con la pistola, apuntando directamente entre los omóplatos del hombre—. Las manos sobre la cabeza, ahora.

El hombre tarda un instante en detenerse. Incluso de espaldas, Jon es capaz de percibir su asombro. No esperaba que le interrumpieran, no en ese momento.

—Las manos sobre la cabeza —insiste Jon—. No me haga repetírselo, Fajardo. Esto se ha acabado, joder.

Fajardo se vuelve —su rostro se recorta contra el resplandor de otra lámpara de gas—. Tras él, Jon puede ver al hijo de Antonia, con los ojos muy abiertos.

Está vivo. Está vivo. Hemos llegado a tiempo.

Sin dejar de apuntar a Fajardo, Jon se lleva la mano al cinturón y saca las esposas. Coloca una en torno a una de las muñecas de Fajardo. No llega a colocar la segunda. Tampoco llega a escuchar el sonido de los pulmones de Carla Ortiz, volviendo a llenarse de aire. Ni alcanza a oír los dos disparos que le derriban. Sólo siente el dolor, antes de que el suelo se alce en su busca.

Carla

El hombre del cuchillo se aparta de encima de ella, y Carla se escurre, gatea hasta el niño. Sus pensamientos están sorprendentemente vacíos, sus recuerdos han desaparecido. También el miedo y el dolor. Nada importa, salvo terminar de liberarle de ese trozo de cinta americana que ha dejado a medio cortar. La baldosa está en el suelo. La recoge, con dedos muy débiles, y sigue cortando. Apenas araña la superficie plástica, ni hablemos de cortar las fibras de tela que hay entre la capa plateada y la que contiene el adhesivo. Sus manos son las de una muñeca de trapo, su cerebro de serrín. Intenta aspirar más aire, intenta concentrarse por encima del mareo, de la visión borrosa, en los cuatro centímetros de cinta que faltan por romper. La baldosa es inútil en sus manos flácidas —la derecha no responde ya, la izquierda nunca sirvió de gran cosa—, así que se inclina sobre la muñeca del niño y emplea los dientes, los caninos que una vez insistió a su dentista en que no debía quitarle, a pesar de que eso le ahorraría meses de ortodoncia. Pero ella quería tener todas sus piezas.

Carla muerde, clava, roe. Uno de los caninos se parte, de forma longitudinal, cuando ella tira de la cinta. El dolor la alcanza al mismo tiempo que, con un rasgueo, la cinta se rompe

—Corre —le dice Carla al niño—. Corre y no mires atrás.

El pequeño se levanta, pasa junto al hombre del cuchillo —que está inclinado sobre el policía, estrangulándole como antes le había estrangulado a ella—, atraviesa la puerta y se desvanece en la oscuridad del pasillo.

18
Un andén

Desde las escaleras en las que está agazapada, Antonia escucha a Sandra correr de vuelta por donde ha venido. Su plan, que consistía en atraerla primero con el teléfono y emboscarla cuando descendiera por el otro lado, se ha ido al garete. Sandra se adelanta a ella, y regresa al andén, porque ha intuido la trampa.

Antonia se pone en pie, e intenta seguirla, desciende por las escaleras, pero su mente se empeña en jugar en el equipo contrario. Cuando el andén pobremente iluminado se abre ante su vista, los elementos se acumulan en su cabeza, ofreciéndoles su triste y macabra historia en décimas de segundo.

La mesa en la que murió Jaime Vidal, el adolescente secuestrado por error en lugar de Álvaro Trueba.

La lámpara de gas, que pestañea, intermitente, avisando de que se acaba.

Los restos de ropa, cartones de comida envasada, la asombrosa y mundana realidad cotidiana de los causantes del horror.

Las grietas en la pared, antiguas y amenazadoras.

El polvo en los rincones, una cucaracha que corre tan pronto ella pisa cerca.

El jergón, los elementosdetorturaabandonadosenelsuelo

Antonia no puede respirar. La sobrecarga de información es demasiado para su cerebro, que le reclama una manera de filtrar, de controlar todos aquellos impulsos que le cuentan lo que ha sucedido aquí durante días y días con tanta viveza y exactitud como si estuviera viendo un vídeo en alta definición, superpuesto a las imágenes del mundo real.

Tengo que seguir. Tengo que seguir.

Sigue adelante, caminando por el andén, a trompicones. Levanta la pistola, porque al fondo Sandra está apuntando hacia delante, hacia el pasillo, y sea quien sea a quien vaya a disparar, Antonia sabe que debe impedirlo. Se restriega los ojos, intenta apuntar. Su cerebro envía a sus dedos la orden de apretar el gatillo, pero éste parece tardar una eternidad en transmitirla, en remontar la corriente de datos.

Sandra dispara dos veces.

Antonia dispara una.

El disparo de Antonia pasa junto a Sandra, y todo lo que consigue es alertarla de la presencia de Antonia a su espalda. Sandra se agazapa detrás de una de las cajas fuertes. Antonia parpadeando varias veces, intentando calmarse, se parapeta tras la otra.

En la oficina al fondo del pasillo, Jorge sale corriendo, pasa junto a Jon, caído en el suelo mientras Nicolás le estrangula, y corre hacia el andén.

Directo a las manos de Sandra, que le atrapa cuando llega a su altura.

Le sostiene en el aire, cogiéndole de la cintura, a pesar de que el niño patalea y se revuelve, y le pone la pistola en la cabeza.

—Muévete y te mato, mocoso de mierda —le susurra al oído.

Sandra se pone en pie

—Tengo a tu hijo —dice—. No se te ocurra acercarte.

—¡Jorge! —grita Antonia.

El niño reconoce a su madre, grita, vuelve a patalear. Quiere ir con ella, pero no es rival para la fuerza de Sandra, que, usándole como escudo, salta con él al andén y se interna en la oscuridad del túnel.

Carla

Carla siente una paz insólita. La pérdida de sangre, la asfixia, la deshidratación se han cobrado su precio. Se deja caer contra la pared, y cierra los ojos.

Ya puedo descansar, piensa.

Pero hay algo más que tiene que hacer. Aunque no puede recordar qué es. Aunque presiente que es importante.

Abre los ojos de nuevo. El policía sigue en el suelo, y está muriendo. Carla lo sabe, presiente que tiene que hacer algo al respecto. Salvarle, como él la ha salvado a ella. Pero Carla está débil. Y sin embargo…

Se incorpora, trastabillando, y consigue gatear, acercarse al hombre del cuchillo.

Piensa en Carmelo, desangrándose en un descampado.

Era de la familia.

Aún lleva la baldosa en la mano izquierda. La baldosa puntiaguda. La sostiene con la izquierda, alza el brazo para coger impulso, y la clava como si fuera un puñal en el cuello del hombre del cuchillo.

El hombre presiente algo en el último instante, y vuelve el rostro bruscamente. Su impulso se suma a la puñalada de Carla, que le hunde la punta de la baldosa en la aorta. El hombre mira a Carla con incredulidad —intentando recalibrar qué está pasando—, al tiempo que aparta los dedos de la garganta del policía e intenta quitarse ese elemento extraño del cuello. Un surtidor de sangre intermitente brota de su arteria, al tiempo que el hombre se desploma en el suelo, en un charco tibio y creciente que empapa las rodillas de Carla.

Tarda en morir, y Carla no pierde detalle de sus últimos instantes, de su lucha patética por contener la hemorragia, de sus ojos saltones y desencajados. Ojos vacíos de marioneta. Le mandaría al infierno, como hacen las heroínas de las películas cuando acaban con el villano, pero no ve la necesidad. No siente emoción alguna. Se ha limitado a eliminar una alimaña. Como aplastar una babosa bajo la suela del zapato.

¿Ahora sí? ¿Ahora puedo descansar?

Su cuerpo responde por ella. Se deja caer sobre el pecho del policía. No escucha su corazón latir. Carla siente una vaga tristeza por haber llegado demasiado tarde, antes de sucumbir a la negrura.