Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Antonia mira el enorme monitor sentado frente a ella. La pantalla a oscuras deja paso a una instantánea con un grupo de personas desnudas, mirando de frente a la cámara.

—¿Dónde estás?

Los ojos de Antonia escanean la imagen a toda velocidad, y encuentran la discordancia enseguida.

—En el cielo.

—¿Por qué?

—Hay un hombre y una mujer sin ombligo.

—Demasiado fácil y demasiado lento.

Debajo del monitor hay un cronómetro con los números en rojo. Mide el tiempo con una precisión de milésimas de segundo. Ahora marca 02.437. Dos segundos y cuatrocientas treinta y siete milésimas.

—Cada noche me dices qué hacer y cada mañana hago lo que me has dicho, y sin embargo te enfadas conmigo.

Antonia está cansada, apenas ha dormido esta noche, Mentor exigía que hiciera ejercicios de memoria, casi seis horas seguidas recitando números primos. Duda.

—El despertador.

Los números se detienen en 01.055.

—Demasiado lento. No progresas lo suficientemente rápido.

—Sólo necesito respirar un poco.

Antonia siente los ojos pesados, la cabeza ligera. Mentor está jugando de nuevo con la cantidad de oxígeno de la habitación. Piensa en si ha llegado el momento de dejarlo, abandonar todo esto. Pasar más tiempo con Marcos. Aunque él es muy comprensivo con sus ausencias, sabe que ella quiere todo esto, necesita todo esto.

O eso cree. A veces, cuando se encuentra tan cansada, ni siquiera sabe por qué está aquí.

Mentor le habla cada día de alcanzar su pleno potencial.

—Puedes llegar más lejos. Puedes ir a un lugar donde nadie ha estado antes —le ha dicho—. ¿Quieres?

Antonia quiere.

—Hay un modo, pero dolerá. Dolerá mucho. Y serás distinta.

Antonia acepta, sin pensarlo demasiado. Firma unos papeles que le dan, se compromete a pasar unos meses lejos de su familia. Siente entusiasmo cuando lo hace. Intuye que va a poder cruzar una puerta que lleva a un lugar que, por primera vez, no es capaz de anticipar.

Han pasado días de eso.

Ahora ya no está segura.

Antonia siempre ha sido diferente. Desde que era niña.

En los últimos días, un pensamiento se abre paso en su cabeza, como una horrible gotera en el techo.

Quizás ser diferente no es lo que ella quiere. Quizás lo que desea, lo que desea de verdad, es ser menos diferente.

Menos diferente es más feliz.

—Mentor, yo… —comienza a decir.

No tiene tiempo de continuar. No tiene tiempo de arrepentirse. La puerta se abre, y entran tres personas con monos azules. Antonia se gira, alarmada, pero no tiene tiempo de protestar. Uno de ellos le inmoviliza los hombros rodeándole con los brazos y la derriba, el otro le sujeta la cabeza contra el suelo.

La tercera es una mujer y lleva una jeringuilla en la mano.

Cuando entra en el campo de visión de Antonia, ésta contiene un hipido de terror. Tiene un miedo cerval a las agujas. Le aterroriza el dolor en todas sus formas, pero las agujas están en lo más alto de su particular medallero olímpico del terror.

Tripanofobia, se llama. No es que importe.

Las increíbles capacidades de la mente de Antonia se disuelven ante la perspectiva del dolor.

La piel es el órgano más grande del cuerpo, aunque no pensemos en ella muy a menudo como tal, sino como una simple funda que protege a los órganos importantes. Son dos metros cuadrados cuajados de terminaciones nerviosas. Cien millones, receptor sensitivo arriba, receptor sensitivo abajo.

Si se ponen a gritar todos a la vez, estimulados por el estrés de la situación, pueden hacer mucho, mucho ruido.

En la cabina de observación —ya no están en la Universidad Complutense, sino en un lugar mucho más pequeño y secreto—, Mentor conversa con un octogenario pequeño, tembloroso, calvo y medio ciego, vestido con una chaqueta de cuadros escoceses. El viejo no tiene muy buen aspecto. Tiene, más bien, un pie en la tumba y otro en una piel de plátano.

Tampoco nos quedemos con su edad. Quizás sea el genio neuroquímico más grande de su generación. Su nombre sonaría entre los candidatos al Nobel si no estuviera un tanto desequilibrado.

—No crea que acabo de sentirme cómodo con esto, doctor Nuno.

El médico apoya en el cristal una mano sembrada de venas varicosas que parece una tormenta de rayos púrpura. Tamborilea con los dedos —sus uñas, largas y duras, producen un repiqueteo desagradable— y observa cómo la mujer introduce la jeringuilla en el brazo de Antonia.

—Ella ha firmado los papeles, ¿no? Además, tiene que ser así. El miedo y la ansiedad del sujeto disparan la producción de norepinefrina en la médula suprarrenal. Eso ayudará a que el compuesto sea más efectivo.

A través del interfono se oyen los gritos de Antonia, y Mentor lo desconecta.

—Por supuesto, estamos matando moscas a cañonazos. Una sola gota del compuesto inyectada directamente en el hipotálamo sería suficiente. Pero dado que el sujeto tendría que estar despierto y que el más leve error en la introducción de la aguja lo mataría, no lo contemplamos como opción. Sobre todo con un sujeto tan poco colaborativo.

Frente a ellos, Antonia se sigue retorciendo, sacudiendo las piernas, intentando liberarse. La mujer ha concluido con la primera jeringuilla, y saca una segunda.

El pataleo se intensifica.

—¿Está completamente convencido de que el procedimiento es seguro? —dice Mentor, apartando la mirada.

Se diría que después de haber realizado esta intervención en una docena de países y de haber dado un centenar de explicaciones, Nuno estaría harto. Muy al contrario, toma aire y lo suelta de carrerilla.

—El compuesto de mi invención es la culminación de una vida dedicada a la neuroquímica.

He aquí a un hombre enamorado de su propia voz, piensa Mentor, que enseguida reconoce —y detesta— a los de su misma especie.

—No volverá más inteligente al sujeto —continúa el doctor Nuno—. Nada puede hacer eso. Pero puede modificar ligeramente el comportamiento del hipotálamo, de forma que éste genere una mayor cantidad de histamina. De forma, digamos, permanente.

—Y, ¿para que yo lo entienda?

Mentor ya sabe lo que hace el compuesto del doctor Nuno, porque ha leído el informe de casi trescientas páginas, pero lo único que desea es que el viejo siga hablando para que lo distraiga de lo que está a su espalda.

—La histamina adicional le permite al sujeto estar en un estado de alerta permanente. Sus capacidades cognitivas se ven potenciadas. Su atención, su percepción, su capacidad de resolución de problemas y su memoria estarán siempre al máximo. Simple y llanamente.

—Simple y llanamente —repite Mentor, sombrío.

Se da la vuelta. En la habitación, la mujer ha concluido con las agujas. Los dos hombres sueltan a Antonia y se retiran. Antonia no es consciente de lo que está ocurriendo. De hecho apenas recordará el abuso que se ha cometido con su cuerpo y su libertad. Quizás en el futuro lleguen retazos, imágenes. Por ahora, se limita a permanecer en el suelo, con los brazos encogidos, la mirada perdida y una pierna sacudiéndose lenta y espasmódicamente.

—Pero teniendo en cuenta la particular inteligencia del sujeto y la enorme cantidad de norepinefrina que parece que ha producido ante tal estrés, los resultados podrían verse modificados —dice el médico, tamborileando nuevamente sobre el cristal con las uñas—. Serán sin duda… interesantes.

—¿Ya hemos concluido? —pregunta Mentor, ansioso por volver a casa.

Nuno se ajusta las gafas sobre el puente de la nariz y esboza una sonrisa llena de ausencias. De su maletín extrae un sobre de papel manila que le tiende a Mentor.

—Yo, sí. Usted, querido señor, acaba de empezar.

Mentor abre el sobre. En su interior hay una carpeta de anillas. A medida que hojea la información contenida ahí, su rostro va perdiendo color.

—Esto… ¿es necesario?

El doctor Nuno vuelve a sonreír.

Mentor desearía que dejara de hacerlo.

—Si quiere tener éxito, es el único camino.

21
Una respuesta clara

Jon mira a Antonia fijamente.

—¿No puedes contármelo o no quieres contármelo? Antonia aparta la vista.

No va a hablarle de los retazos de memoria. De las imágenes que aún vienen al anochecer. —No puedo. Y no quiero.

Lo que hicieron después

La sala de pruebas ha cambiado.

Ahora es más grande. La silla está anclada al suelo con tornillos de doce centímetros. Del techo cuelgan cintas de nailon negro. La más ancha está destinada a la cintura. Las otras cuatro, a las muñecas y los tobillos. Cada una de estas tiene incorporado un electrodo en el extremo, al final de los velcros de sujeción. Ese electrodo puede soltar descargas de treinta voltios.

Hoy toca cintas.

A Antonia no le importan los electrodos. Tampoco es que recuerde gran cosa de las sesiones de entrenamiento. Cuando comienzan, se sienta a la mesa. Hay un vaso de agua y dos cápsulas frente a ella. La roja la toma al principio, junto con la mitad del contenido del vaso. La azul la toma al concluir. Es la que se lleva los recuerdos.

El recuerdo, por ejemplo, de que un minuto después de tomar la cápsula, dos hombres vestidos con monos azules la cuelgan de las cintas, cabeza abajo.

La voz de Mentor resuena por los altavoces.

—¿Cómo era tu rostro antes de nacer?

Antonia respira hondo y cierra los ojos. Intenta limpiar su mente de ruido, acallar los monos que saltan de un lado a otro. Poco a poco, a medida que la droga va a haciendo efecto, obtiene algo parecido al silencio.

En esa creciente oscuridad, se concentra en el koan. La pregunta irresoluble que los maestros zen hacían a sus discípulos hace siglos, y que Mentor le hace ahora antes de cada sesión.

Y en el silencio encuentra cómo era su rostro antes de nacer.

Abre los ojos.

La sesión comienza.

Una imagen aparece frente a ella en la pantalla. Seis sujetos en fila, mirando hacia la cámara. La imagen permanece menos de un segundo en el monitor.

—¿Quién llevaba el pañuelo al cuello?

—El número tres.

—¿Quién era la mujer más alta?

—La número seis.

—¿De qué color era el pañuelo del número dos?

—Rojo. —Cae en la trampa Antonia, antes de comprender que el número dos no llevaba pañuelo. La descarga le atenaza manos y pies y le transforma el diafragma en una pandereta.

Las cintas ascienden hasta que la espalda y los talones de Antonia casi rozan el techo.

Una nueva imagen aparece en la pantalla. Esta vez son números. Seis líneas de once cifras cada una.

El cronómetro se activa bajo la pantalla, al tiempo que los números desaparecen. Antonia comienza a repetirlos, lo más deprisa que puede.

El cronómetro se para.

06.157.

—Ni un solo fallo. Bien.

Las cintas descienden veinte centímetros.

Las normas son claras. Una respuesta correcta, veinte centímetros. Si tocas el suelo, el entrenamiento termina. Si fallas, si no contestas suficientemente deprisa, recibes una descarga y asciendes hasta el techo, perdiendo todo el progreso.

—Cuantos más das, más dejas atrás.

Pasos.

Antonia sonríe. El sudor que le cae de la frente nubla sus ojos.

Ya sólo quedan dos metros y medio hasta el suelo.

No es una sonrisa feliz.

22
Un profeta

Jon siente una pena enorme, quiere ofrecer consuelo por las noches eternas, por el frío y la soledad y el dolor que percibe dentro de ella. Quiere adelantar la mano, quiere abrazarla. No hace nada, porque siente que, de alguna forma, sería peor.

—Vamos a trabajar —zanja Antonia.

—Una cosa más. Antes me dijiste que algo había cambiado. Que ya no es suficiente con ver a tu hijo una vez al mes, y desde un balcón. ¿Por qué?

—Laura Trueba.

Jon lo comprende. La escrupulosa, aséptica declaración de la presidenta del banco, había sido un mazazo para los dos. No le extraña en absoluto que Antonia quisiera ir cuanto antes a ver a su hijo.

—Una zorra fría y sin corazón.

—No lo sé. Quizás. Sé que no entiendo lo que ha hecho. No sé qué es lo que le pidió Ezequiel que haya sido incapaz de entregarle. Pero es importante que intentemos acercarnos.