Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Una desviación minúscula al principio de cualquier recta, y acabas muy lejos de donde debías estar —le había dicho el oficial del taller.

Carla había almacenado aquel conocimiento en el fondo de su memoria, creyendo que jamás le sería útil.

Hasta ahora.

Ha desgarrado su vestido en tiras rectangulares, más o menos del doble del tamaño de las baldosas. No ha sido una tarea sencilla, en la oscuridad. Después, envuelve la primera de las baldosas en ella, e intenta encajarla entre la puerta y el marco de la pared.

No entra.

Carla intenta empujar la puerta con la mano para ganar los milímetros que necesita, pero la puerta tampoco se mueve. Antes había conseguido desplazarla un poco, pero sus músculos apenas responden después de tantas horas encorvada, trabajando sobre las baldosas. Casi no le quedan fuerzas.

Si pudiera dormir un rato. Cerrar los ojos tan sólo unos minutos.

Hazlo. Hazlo y no volverás
a abrirlos nunca
.

Carla está tan cansada, tan exhausta, que lo único que siente es un aturdimiento enorme. Da otro paso atrás en su propia mente, cediendo un poco más de terreno a la Otra Carla. Es ella la que prueba a empujar la espalda contra la puerta para intentar desplazarla, pero las plantas de los pies descalzos y sucios resbalan en el suelo húmedo. Finalmente da con la postura adecuada. Tumbada en el suelo, boca arriba, haciendo fuerza con las piernas en la pared, la palma de la mano derecha extendida sobre la puerta, la izquierda intentando encajar la baldosa.

Se mueve.

Encaja.

La puerta sólo se ha desplazado unos milímetros hacia fuera, pero Carla lo celebra con alegría salvaje, sintiendo cómo una oleada de euforia asciende desde el final de su espalda hasta la nuca, un escalofrío de anticipación. Es su mente premiándola, pero también es una trampa. No puede detenerse ahora.

La siguiente la coloca debajo. Con cuidado de no tirar la primera.

Cinco centímetros. Sólo necesito cinco centímetros.

Si tan sólo dispusiera de un poco más de tiempo para arrancar más baldosas

—Pero no lo tienes. Sigue trabajando.

Esta vez la Otra Carla ya no ha hablado dentro de su cabeza. Esta vez ha usado su voz, su garganta, sus cuerdas vocales. Carla se da cuenta de que ahora están compartiendo el aire que respiran. Y de que si sigue respirando cuando salga el sol, quizás ya no quede nada de ella. De lo que era antes.

Si sigue respirando.

13
Un viaje

Ayudada por la cápsula roja, Antonia ha estudiado las opciones durante largos minutos, y ha decidido que es uno de los caminos situados frente a ella el que debe tomar. Eso reduce las posibilidades a tan sólo tres túneles.

No le gusta la idea del camino del medio, ni le gusta la densidad del aire del de la izquierda, que le parece más viciado y espeso. Además, hay ratas correteando en el último: puede escuchar sus chillidos en la oscuridad.

Es buena señal. Las ratas respiran el mismo oxígeno que yo.

Toma el pasaje de la derecha.

El camino va ascendiendo lentamente, antes de torcer de forma brusca, doscientos metros más adelante, bifurcándose en dos caminos diferentes. El agua que discurre por el fondo es mucho más rápida, dificultando su avance. El de la izquierda es impracticable, demasiado estrecho. El de la izquierda es más pequeño que el principal, y debe caminar encorvada, pero logra salir a una nueva bifurcación. Un espacio de un par de metros cuadrados, tan bajo que casi tiene que arrodillarse.

Es aquí, piensa Antonia. Aquí es donde murió Fajardo.

Los elementos de los que disponía Antonia para encontrar el lugar eran muy escasos. El informe de su muerte mencionaba «el final de un viaje de agua en desuso a trescientos metros del nudo colector número 78».

Allí estaba.

Un qanat. Un viaje de agua, construido hace once siglos por los árabes. Metro noventa de alto, setenta centímetros de ancho, una canalización inferior. Una de los cientos de galerías olvidadas que excavaron en el subsuelo los moradores originales de la antigua Magerit.

Los qanat habían sido el principal medio de abastecimiento de agua de la ciudad hasta entrado el siglo XIX, cuando modernas técnicas de construcción y materiales sustituyeron aquella obra faraónica. Más de cien kilómetros, horadados en el corazón de la tierra. Inútiles, olvidadas, aquellas maravillas arquitectónicas permanecían incólumes.

Según el informe, el detector de gases del compañero de Fajardo había saltado cuando estaban inspeccionando el túnel anterior. Fajardo, que iba adelantado, no lo escuchó, siguió internándose en el viaje de agua. Su compañero lo llamó, pero era tarde. Una bolsa de metano se había acumulado en la bifurcación, desplazando el oxígeno del interior del qanat. El compañero de Fajardo siguió llamando, y entonces ocurrió la explosión. Una parte del túnel se derrumbó. El compañero fue a buscar ayuda. En aquel lugar tan estrecho, tardaron seis días en recuperar el cuerpo de Fajardo.

Aún quedan restos de escombros en el exterior del qanat. La cinta policial se ha desprendido de un lado, y cuelga con desgana de uno solo de sus extremos.

Los técnicos despejaron el túnel lo suficiente para sacar el cuerpo de su compañero, aunque dejaron una gran cantidad de escombros en el interior.

Sólo que no era el cuerpo de su compañero lo que se llevaron, piensa Antonia mientras se arrastra sobre el tapón de escombros. Las piedras le laceran los antebrazos y las rodillas, pero logra pasar. Cuando emerge al otro lado, tosiendo y cubierta de polvo, está cada vez más segura de que su intuición era correcta.

No tiene los detalles, pero sabe lo suficiente.

Fajardo engañó a su compañero. Cuando estuvo lo bastante lejos de su vista, hizo estallar una bomba. El metano por sí solo no habría podido hacer caer tal cantidad de escombros del techo del qanat. Fajardo tuvo que añadir sus propios ingredientes a la ecuación. Pero con la alarma de gases, y el testimonio de su compañero, nadie investigó demasiado a fondo el accidente ocurrido a ese tipo solitario y problemático. Se limitaron a sacar el cuerpo.

Un cuerpo. Un cuerpo de complexión similar al de Fajardo, vestido con el uniforme de Fajardo, quemado y aplastado bajo media tonelada de escombros. Que nadie miró dos veces. Sólo le dieron un entierro rápido y carpetazo al asunto.

Estaba delante de sus narices. Y no lo vieron.

Antonia comienza a comprender cómo funciona la mente de Ezequiel a estas alturas. Aún le faltan muchos detalles. No sabe con certeza cómo consiguió Sandra Fajardo fingir también su propia muerte, aunque tiene varias teorías posibles. No sabe tampoco de dónde logró obtener Nicolás Fajardo el cadáver que hizo pasar por el suyo, aunque es algo muy sencillo para un policía.

¿Cómo lo haría yo? Probablemente en la morgue de la Policía Judicial. O mejor aún, en la Facultad de Medicina de la Complutense.

En su sótano se hacinan cientos de cadáveres sin control alguno, marionetas arrinconadas para los estudiantes. Antonia estuvo allí una vez, llevada por un caso complejo. Cientos de cuerpos, con las venas y las cavidades repletas de formol, con los miembros resecos asomando bajo las sábanas blancas. Miembros sueltos, cabezas cortadas de lenguas hinchadas, y toda clase de piezas que un día fueron personas que dieron su carne a la ciencia para que otros vivieran en el futuro y hoy en día yacen olvidados. Sería tan fácil subir uno de ellos a una camilla…

Basta.

Todos esos detalles y procedimientos, por fascinantes que resulten, son ramificaciones que se extienden en su pensamiento, tentadoras, en las que no puede recrearse. De no hallarse bajo el menguante influjo de la cápsula roja, la compleja mente de Antonia podría perderse en ellos durante horas. Pero no puede permitírselo.

El tiempo se agota.

Ahora lo único importante es un dónde. Pero tras comprender lo bastante del cómo, Antonia está cada vez más segura de haber acertado con el lugar donde se oculta Ezequiel.

Le gusta restregarnos por la cara que es más lista que nosotros. Primero fue la matrícula doblada del taxi, la que había sacado de su propio coche siniestrado. Después la trampa mortal que nos preparó en su antigua casa. Todo son círculos alrededor de aquello que conoce.

¿Y dónde podría ocultarse durante meses alguien que está muerto, alguien que no pudiese usar dinero ni firmar papeles? ¿Qué lugar escogería alguien acostumbrado a moverse como pez en el agua en el subsuelo, que conoce a la perfección cada uno de los secretos que yacen bajo la piel de Madrid?

La pista se la dio el traqueteo lejano que escuchó en la pausa de la llamada.

La respuesta está a menos de doscientos metros del lugar donde Fajardo fingió su muerte.

Antonia recorre el viaje de agua, consciente de que cada vez queda menos tiempo. Pero a pesar de ello se detiene, saca el móvil y abre la aplicación de Notas de Voz. Graba un mensaje, con voz fuerte y clara, antes de continuar.

Al final del qanat hay una puerta. Antigua. Hierro colado, con una rueda pesada como pomo. Antonia pone la mano en el manillar que acciona la rueda. Va a girarla, cuando un vistazo más atento le permite apreciar algo que no debería estar ahí.

Un cable eléctrico, de color negro. Camuflado tras las palancas del mecanismo de la cuerda. Antonia no lo habría visto si uno de los pedazos de masilla adhesiva que sujetan el cable no hubiera perdido su adherencia, soltándolo un poco.

Sigue el cable con la linterna, hasta la parte superior de la puerta. Colocada astutamente sobre el marco hay una larga y gruesa tira de una masa amorfa. Antonia está convencida de que no quiere que a esa masa amorfa le llegue ningún impulso eléctrico.

Al final del cable hay un contacto. Si se gira la rueda… Bum.

Ha estado a punto de morir. Y, sin embargo, reprime una exclamación de triunfo.

La bomba trampa sólo puede querer decir una cosa.

Ezequiel está muy cerca.

Antonia no tiene conocimientos sobre desactivación de bombas. Pero el dispositivo es rudimentario. Sólo un cable, en un dispositivo básico. Una salvaguarda final de alguien que está convencido de que nadie va a entrar por ahí. Pero que, por si acaso…

Tengo que tirar del cable lo suficiente como para que no haga contacto. Y después girar la rueda.

El tiempo se acaba para Carla Ortiz. Así que Antonia no piensa, se limita a tirar del extremo del cable, y desear lo mejor. Cierra los ojos, aprieta los dientes.

La explosión no llega.

Antonia gira la rueda con gran esfuerzo, haciendo crujir y protestar a las dos palancas que destraban la puerta.

Mira el reloj. Son las seis de la mañana. A Carla Ortiz le quedan cuarenta y siete minutos.

Antes de cruzar, su último pensamiento es para Jon.

Allá donde estés, espero que tengas los ojos bien abiertos.

Carla

La séptima baldosa es imposible.

Ha ido encajando las anteriores con sumo cuidado, ganando unos milímetros cada vez. El proceso es el mismo que empotrar un último libro en una estantería repleta. La mejor manera de lograrlo es extraer dos libros lo suficiente para colocar el tercero entre ambos.

La presión de las baldosas entre la puerta y el marco ha ido alzando poco a poco la puerta, separándola apenas unos centímetros en su parte inferior. No los suficientes.

Carla ha probado a introducir la mano, pero no logra pasar de la muñeca. Necesita una baldosa más.

La séptima, no obstante, se le resiste. El peso que están soportando las anteriores es ya tan grande que no puede separarlas lo suficiente como para introducir la última. Por no hablar de que debe sujetarlas al mismo tiempo con la palma de la mano, haciendo presión hacia arriba para que no se caigan. Y todo el proceso ha de realizarlo con una sola mano, la izquierda, ya que necesita la derecha para empujar la puerta hacia fuera.

Lleva horas con el brazo en alto, y tiene los músculos completamente agarrotados. Ha ido haciendo pequeñas paradas para recuperar la circulación, pero su cuerpo está débil y deshidratado y no responde. Está al límite de sus fuerzas. Puede desmayarse en cualquier momento.

Hasta aquí he llegado, piensa.

—Está bien —responde, con su voz, la Otra Carla. Que ahora es, cada vez más, la Carla Auténtica. La que está al mando. La que las ha llevado hasta allí a las dos—. Está bien, ríndete. Haz caso al dolor, haz caso al agotamiento. Ríndete a cuatro milímetros de la meta.

Déjame.