Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

19
Un andén

Antonia está a punto de desmayarse. Lo sabe. Su cerebro está programado —mutado, perversamente alterado— para funcionar al máximo en situaciones de tranquilidad. Pero una situación de amenaza hace que la histamina de su cerebro se descontrole, la vuelva receptiva a cada uno de los inputs de información que su mente excepcional recibe e intenta administrar. Una psicópata asesina que apunta a la cabeza con una pistola a tu hijo y le usa como escudo humano mientras huye por un túnel potencialmente cargado de explosivos está muy arriba en las situaciones de amenaza que Antonia Scott —o cualquiera— puede imaginar.

Completamente consciente de todos los elementos de su entorno, desde un antiguo anuncio en la pared

(Persil lava por sí solo)

hasta una lata de Coca-Cola a medio beber

(sensación de vivir)

junto a la pata de la mesa, a menos de medio metro de un charco de sangre reseca, Antonia se pone en pie. El peso del arma en su mano tira de ella hacia delante, hacia el semicírculo de negrura que se ha tragado a Sandra y a su hijo. Baja al andén de algún modo, tropieza, cae en el cemento. Siente la cabeza a punto de partirse en dos.

Cuando se incorpora de nuevo, vuelve a tropezar. Muy a tiempo, porque hay un fogonazo en la oscuridad. Sandra le ha disparado, y Antonia siente el disparo pasar rozando su pelo, tan cerca que el silbido le hiere los oídos.

—¡No me sigas, Scott!

Antonia no escucha —su mente ha procesado el disparo al mismo nivel que un tornillo oxidado en el suelo, que ha visto muy de cerca al caer—. Se limita a seguir caminando hacia delante, en dirección a su hijo.

Se interna en las tinieblas. La paulatina reducción de estímulos en el interior del túnel, a medida que Antonia se va adentrando en él, va ayudándola a recuperar la calma.

Puede utilizar esa oscuridad que la rodea.

Antonia se pega a la pared, respira hondo y cierra los ojos. Intenta limpiar su mente de ruido, acallar los monos que saltan de un lado a otro.

Cuenta despacio, de diez a uno.

¿Cómo era tu rostro antes de nacer?

Abre los ojos de nuevo, y sigue adentrándose en el túnel. Por delante de ella puede escuchar cómo Jorge se revuelve.

—Tu hijo no me está ayudando nada, Scott. —La voz de Sandra resuena en las paredes, adquiriendo un tono omnipresente, amenazador—. Hay trampas en este túnel, ¿sabes? Y yo no he traído mi linterna. Así que, si sigue pataleando y no me deja concentrarme, quizás me encuentre con una por casualidad.

Antonia, con el corazón encogido por el miedo, tiene que volver a cerrar los ojos y respirar hondo.

—Jorge. Jorge, escúchame.

—¡Mamá! ¡Mamá, ayúdame!

Su hijo está llorando, desesperado. El corazón de Antonia se desgarra de dolor y de ansiedad. Pero no podrá ayudarle si no se calma. Si no le calma.

—Jorge, necesito que estés quieto. Necesito que estés quieto y que me escuches. Es peligroso que te muevas. Muy peligroso. Tienes que estar quieto, ¿me escuchas?

—¡Quiero ir a casa! ¡Quiero ver al abuelo!

Al abuelo, piensa Antonia, y su alma se lleva un buen mordisco.

—Irás con el abuelo enseguida, mi amor. Pero ahora tienes que estar quieto.

El niño deja de patalear.

—Así es mejor —dice Sandra.

Puede escuchar cómo deja a su hijo en el suelo —normal, el niño pesa un quintal—. Intenta interpretar la situación por los sonidos que le llegan. Ahora debe estar caminando por delante, arrastrándole con la mano.

Antonia está acercándose al lugar donde el túnel comienza a trazar una curva. Asoma una mano, y la retira. Tal y como había anticipado, Sandra la estaba esperando, y dispara contra el movimiento que ha podido captar en los restos minúsculos de luz que se filtran desde el andén. Antonia se mueve en cuanto escucha el disparo, aprovechando que la deflagración habrá cegado momentáneamente a Sandra. Corre en diagonal a la pared de enfrente, y después se coloca en la misma en la que estaba antes, justo a tiempo de esquivar el disparo que Sandra ha hecho en dirección a la pared de la que acaba de marcharse.

—No conseguirás escapar, Sandra. Y Carla Ortiz vivirá. Has fracasado en todo —dice Antonia, poniendo la mano delante de la boca, para amortiguar el sonido y que Sandra no pueda reconocer con claridad de dónde viene.

Hay una risa, una risa agusanada, infecciosa y cruel.

—¿Todavía piensas que esto es por Carla Ortiz? ¿O por Álvaro Trueba? ¿Todavía crees en alguno de los cuentos bobos que usé con ese tarado de Nicolás Fajardo? Eres bastante menos impresionante de lo que me habían dicho, Antonia Scott.

Antonia camina cada vez más despacio. La voz de Sandra suena cada vez más cerca, con menos eco. Debe de estar a menos de seis o siete metros de ella. Si la escuchara acercarse, no tendría que esforzarse demasiado para acertar.

Se da la vuelta para contestar —no debería, pero necesita que siga hablando—, apunta su voz hacia el andén, usa la mano de nuevo para amortiguarla, para volverla imprecisa.

—¿Quién te había hablado de mí, Sandra?

—Y aún necesitas que te lo diga… Tú, que lo recuerdas todo, ¿no te acuerdas de a quién has hecho daño? ¿Qué secuelas va dejando tu batalla contra el mal?

Antonia no responde, porque no tiene respuestas.

—Pero él me encontró, Scott. Él me recogió, y me hizo mejor. Me enseñó a manipular a Fajardo. Inventó a Ezequiel para ti. No elegimos el nombre de un profeta por casualidad. Un profeta habla por un poder mayor. Un profeta anuncia al que vendrá.

Antonia siente cómo el cuerpo se le contrae en un escalofrío de puro terror. Y odio, también. Porque ha comprendido por fin —con una certeza fría, afilada— qué es lo que ha estado ocurriendo desde el principio. Cómo han jugado con ella.

Él.

Dios, qué estúpida he sido.

Pero ahora no puede pensar en ello.

Cerca —cada vez más cerca—. Antonia escucha a Jorge revolverse de nuevo, intuyendo, quizás, la presencia de su madre.

—Haz que pare, Scott —dice Sandra, y en su voz hay algo más que crueldad esta vez—. Haz que pare, o moriremos los tres.

Miedo. Tiene miedo.

Tenemos que estar cerca de una de las bombas.

Antonia se devana los sesos, intentando encontrar la manera de rescatar a su hijo.

Y entonces comprende que esto no es un trabajo para la persona más inteligente del mundo.

Es un trabajo para una madre.

—Jorge —le llama—. Quiero que me escuches. Estás en peligro. Vamos a jugar a un juego, un juego al que juegas en la escuela. El huevo y el pato, ¿te acuerdas? Tienes que estar muy quieto, muy quieto como un huevo, y cuando yo te diga…

Antonia ha olvidado poner la mano delante de la boca y Sandra ha identificado de dónde procede su voz. Alza el arma en la oscuridad.

Antonia también.

—¡Duck! —grita.

Jorge se arroja al suelo, como ha hecho un millón de veces en el patio del colegio y en clase, porque Duck es pato en inglés, y también —ventajas de una educación bilingüe— agacharse.

Sandra dispara.

Antonia también.

Ambos fogonazos, casi simultáneos, interrumpen la oscuridad. El tiro de Sandra se aplasta en la pared, a milímetros del ojo de Antonia. El de Antonia impacta en el hombro de Sandra, que cae hacia atrás en las tinieblas.

Jorge corre hacia su madre, que lo agarra, lo arroja al suelo, lo tapa con su cuerpo.

Entonces llega la explosión.

El fuego pasa sobre ellos —Antonia nota el calor abrasador en la piel desnuda de los antebrazos, en el pelo chamuscado—. Una tonelada de cascotes cae del techo y las paredes, algunos muy cerca.

Cuando pasa el polvo y el humo, siguen ambos bastante vivos.

Jorge abraza a su madre, en la oscuridad.

—¿Lo he hecho bien, mamá?

—Muy bien, Jorge —dice ella.

—Quiero ir con el abuelo.

—Ya te he oído antes —admite su madre, de mala gana.

Y luego hace algo, por primera vez en tres años. Le besa, en la frente. Un beso lleno de ternura. Tan pronto como sus labios abandonan su piel, Antonia se pregunta, atónita, cómo ha podido vivir sin esto.

Carla

Lo primero que ve cuando se despierta Carla es a una mujer inclinada sobre ella. Su rostro no tiene nada de especial, hasta que sonríe. Y es una sonrisa llena de luz.

El policía está allí también. Parece estar bien, después de todo, aunque tiene la cara roja y el cuello amoratado. Carla recuerda haberle salvado la vida. Se alegra de ello.

Hay llamadas de teléfono, varias. Carla no es demasiado consciente de lo que sucede. El policía habla, y la mujer también.

Estoy en shock, piensa. Se abandona a ello.

Después ambos la conducen por unos túneles antiguos y malolientes. Hay un niño, que viaja con ellos. Todo tiene la tonalidad evanescente de un sueño. A pesar de que se arrastran por lugares terribles, Carla se siente a salvo. Ya vendrán las pesadillas, ya habrá tiempo. Ahora sólo se siente flotar, como si el camino hacia la luz del día lo estuviera haciendo a bordo de una alfombra mágica.

A mitad de camino se encuentran con dos policías y un paramédico, que se vuelcan en atenciones con ella, le echan antiséptico en las heridas, le cubren los hombros con una manta, le dan líquidos. Le arrancan del lado del otro policía, el grande y ancho —no es que esté gordo—, de la mujer y del niño. La llevan hasta una escalerilla. Al otro lado se escucha la calle, la vida normal, la libertad. El final.

Carla se niega a subir, se retuerce, se agarra a la escalerilla.

—Quiero ir con ellos —dice, señalando hacia atrás—. Son los que me han salvado.

La mujer pequeña se agacha para abrazar a su hijo y le hace un gesto al policía grande, señalando hacia Carla. El policía grande niega con la cabeza. Ambos parecen discutir durante unos instantes. Al final el policía grande se encoge de hombros y se acerca hacia Carla.

—¿Cómo se llama? —pregunta ella.

—Jon Gutiérrez, señora Ortiz.

—Gracias por salvarme la vida.

—Lo mismo digo, señora. Estamos en paz.

—A usted le han pegado dos tiros por mi culpa. Creo que sigo ganando.

Jon se da la vuelta y señala los dos agujeros en su camisa.

—Esto en Bilbao son dos perdigonadas. Con el chaleco no creo que dejen ni cardenal.

Carla quiere reír, aunque apenas alcanza a esbozar una sonrisa.

Señala arriba, al círculo de luz, en el que se recortan un par de cabezas expectantes.

—¿Está esperándome?

—¿Su padre? Le hemos avisado, sí. Seguramente esté ya ahí arriba. Estamos cerca de su casa.

Carla piensa en qué le dirá cuando le vea. En si se atreverá a echarle en cara su traición, su cobarde traición como padre.

No estarán solos. Puede escuchar, a lo lejos, los flashes de los fotógrafos, las crónicas improvisadas de las reporteras, hablando a las cámaras en directo. Al fin y al cabo, sólo están a tres metros del suelo. Y una vida de distancia.

Avergonzarle en público. Ésa sería la mejor venganza, sin duda.

Pero también significaría destruir mucho y a muchos.

—¿Está listo para ser famoso? —le pregunta a Jon.

—Ya he sido famoso, señora. Pero para mal. No le niego que me vendría bien un poco de buena prensa.

—Pues suba usted primero, inspector. Y cuando esté arriba, ayúdeme a salir, páseme un brazo por el hombro y acompáñeme hasta mi padre.

Jon asiente, educado, y comienza la ascensión. Carla le sigue.

Aún no sabe qué le dirá a Ramón Ortiz.

Pero le quedan unos metros para decidirlo.

EPÍLOGO

Otra interrupción

Antonia Scott sólo se permite pensar en el suicidio tres minutos al día.

Para otras personas, tres minutos pueden ser una cantidad minúscula de tiempo. No para Antonia.

Los tres minutos en los que Antonia piensa en maneras de morir son sus tres minutos. No se los quita. No se priva de ellos. Son sagrados.

Antes eran lo que la mantenía cuerda, ahora son su tecla de escape. Le ordenan la mente. Le recuerdan que, por mal que se ponga el juego, siempre podrá ponerle fin. Que siempre habrá una salida. Que puede intentarlo todo. Ahora los vive casi con optimismo. Especula con ellos como un científico especula con sus fórmulas. Como un niño juega a soñar que será astronauta, aunque acabe trabajando en un taller. Le ayudan. Ahora son los que le dan fuerza para vivir.

Por eso no le gusta nada, nada, cuando unos pasos que conoce muy bien, tres pisos más abajo, interrumpen el ritual.

Antonia está segura de que viene a despedirse. Y eso le gusta menos aún.