Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Los buitres. Los de Asuntos Internos. Así que Parra le ha acabado denunciando. ¿Por qué no le sorprende?

Si van a detenerle mañana por la mañana, si le llevan al edificio de Cea Bermúdez y le apuntan un flexo a la cara, se acabó. Lo de la droga en el maletero del chulo lo exprimirán a saco, claro. Por ahí pueden hacerle mucho daño. Pero en cuanto se pongan a examinar con lupa lo que ha estado haciendo los últimos tres días, Jon va a tener que dar muchas explicaciones. Explicaciones que no puede dar sin traicionar a Antonia.

Voy a tener que elegir entre la cárcel y ella.

—Gracias, Txemita.

—Cuídate.

Jon regresa junto a Antonia, que aguarda sentada en un banco de la calle Huertas. Le cuenta sólo la parte buena. La que confirma sus sospechas.

El sapo verde en su interior se ha convertido en el Increíble Hulk.

Antonia no le ve apretar los dientes para dejar dentro el sapo. Ella está centrada en la primera pista real que tienen desde que empezó esa locura. Uno de aquellos cuatro hombres tiene que ser Ezequiel. Lo cual explicaría su capacidad para no dejar pistas en el escenario del crimen de Álvaro Trueba, incluso la manera desquiciada en la que había huido por la M-50. Aquella manera de conducir que Antonia sigue recordando con envidia (sí, es humana).

Le pide a Mentor el teléfono del capitán Parra. Mentor se lo da a regañadientes. No está contento.

—No estoy contento —dice.

Antonia le ignora. No hay tiempo para egos absurdos o peleas. Lo único que importa es que aún quedan treinta y dos horas para que se cumpla el plazo del asesino. Aún pueden salvar a Carla Ortiz.

Marca el teléfono de Parra y le dice:

—Capitán, tengo información sobre Ezequiel que debe conocer.

Parra

—¿Quién es? —dice Parra, antes de darse cuenta—. Ah, ya. Eres el llavero ese que Gutiérrez lleva colgado a todas partes. La Interpol, mis cojones. Si tuviera tiempo me dedicaría a averiguar qué es lo que os traéis entre manos tu amiga y tú.

—Capitán, sé que no nos tiene en una gran consideración, pero esto es mucho más importante que nosotros y que usted.

—Que no les tengo… —El capitán suelta una carcajada seca, más un ladrido que un signo de humor—. Actuando por su cuenta estuvieron a punto de cargarse esta investigación.

—Quizás deberíamos haberle llamado antes de ir al Centro Hípico, pero a cambio…

—Quizás. Quizás. Quizás —se burla Parra, con su mejor voz de Sara Montiel—. No me diga que a cambio ha descubierto algo fundamental para la investigación.

—Lo cierto es que sí. Tenemos indicios muy fuertes para sospechar que Ezequiel es un…

De nuevo un ladrido. Pero éste sí que tiene alegría. Malsana.

—¿Un policía? Va usted muy retrasada, Interpol. El nombre de Ezequiel es Nicolás Fajardo. Un policía de la Unidad de Subsuelo. Se le dio por muerto hace un par de años. Pero ha cometido un error. Hemos recuperado su huella del volante de un taxi que habían robado la semana pasada. Lo había rociado de lejía y limpiado a fondo antes de quemarlo, pero esa huella se le escapó… Y al mover el coche hemos encontrado debajo del maletero un zapato que pertenece a Carla Ortiz. Tiene sus huellas y también las de Ezequiel.

Hay un silencio al otro lado. Suena a frustración.

—Recuérdeme quién le dijo que tenía que buscar un taxi, capitán.

¿Cómo sabe ésta lo del CNI? Una alarma suena al fondo de la cabeza de Parra, pero está demasiado ocupado con lo que tiene entre manos como para hacerle demasiado caso.

—No sé de qué me habla. Lo que sé es que estamos a punto de entrar en casa de Fajardo. Que a pesar de estar muerto, lleva dos años pagando la luz, el agua y el gas. Y vive en un semisótano. Le dejo. Dele recuerdos al inspector de mi parte.

Parra cuelga. Justo después de colgar, se le ocurre que podría haber añadido algo como «Dígale que se vaya pronto a la cama, que mañana le espera un día duro», para rematar. Hay que joderse, las mejores réplicas se te ocurren siempre después. En las escaleras cuando te estás yendo de un sitio. O peor: estás durmiendo, te levantas a mear medio zombi y mientras estás frente a la taza sosteniéndote el pene con las manos, llega la contestación perfecta, la que tendrías que haberle dado a algún idiota, y entonces te despiertas del todo y aunque vuelvas a la cama ya no puedes dormir, sólo darle vueltas a eso que no has dicho.

En fin.

La furgoneta —blanca, sin distintivos— está aparcada a la vuelta de la esquina. La Unidad de Secuestros y Extorsiones al completo está dentro. Parra se ha traído a todos.

Está Cleo, la más bruta del equipo, porque es la única mujer y siempre intenta demostrar que se puede ser madre y una tía dura.

Está Ocaña, el más listo de todos, con una labia que para sí la quisiera Parra. Su mejor negociador.

Está Giráldez, el abuelo, que va para los cincuenta y, sin embargo, tiene más marcha que todos ellos juntos. Un Miguel Ríos con pistola.

Está Pozuelo, el niñato, recién salido de la academia, verde como una aceituna pero con los huevos de titanio.

Está Cervera, el más macarra, tocándose la nariz y frotándose las encías. Se ha metido un tiro antes de entrar, y eso a Parra le parece mal, muy mal. Ser policía es una cosa seria. Duda de si hablar con él y decirle que se quede fuera, pero sería malo para la moral de los demás. Luego le echará una buena bronca. Las cosas hay que hacerlas bien.

Y por supuesto está el cabo Sanjuán, su segundo, su mano derecha. Siempre pisando su sombra. Su lameculos.

Insultan, ríen, mastican chicle, dan patadas en el suelo. Vuelven a insultarse. Es su idioma secreto. Código que enmascara el amor que se tienen unos a otros.

Los quiere a rabiar. A todos. Son sus chicos, joder. Su familia. Carne de su carne, sangre de su sangre. Daría la vida por ellos, y ellos por él.

Todos le miran, expectantes. Esperando a que dé la orden.

Es pronto aún. Quiere asegurarse de que no hay nada de qué preocuparse. Tiene a Sixto, el octavo en discordia, dando un paseo alrededor de la manzana. Se ha traído al perro de casa y todo. Sólo un hombre normal, dando un paseo a su labrador al final de la jornada. Vestido normal. Pantalón corto, tenis. Camiseta. Lo que corresponde a un barrio obrero como Lucero.

Sixto tardará unos diez o quince minutos en dar la vuelta a la manzana, San Fulgencio arriba, doblar dos esquinas, San Canuto abajo, y otra vez en la furgo. En cuanto les confirme que todo está bien, lanzarán el operativo.

Intenta pensar en una frase gloriosa, inspiradora, que decirles antes de bajar de la furgoneta.

No se le ocurre ninguna.

Ya verás tú cómo me viene a la cabeza esta noche, piensa, resignado. Lo que yo te diga. Las mejores frases

Carla

Carla llama a Sandra cada poco rato. Al principio sólo susurra. Dice su nombre, cuenta hasta treinta, vuelve a llamarla.

Poco a poco va subiendo el tono, llevada por la angustia, hasta que al final está gritando, llamándola a voces, dando palmadas en la pared. Pero lo único que obtiene son tres golpes en la puerta de metal, que estallan en sus tímpanos y la empujan, hecha un ovillo de mocos, miedo y lágrimas, a la esquina contraria de la celda.

No han pasado más que unos segundos, o quizás unas horas, cuando Sandra responde.

—Te he dicho que no quiere que hablemos. Has conseguido enfadarle.

Ahora es Carla quien no responde. Sigue sollozando, con las piernas encogidas y las manos cubriéndole el rostro.

Los nuevos límites del castillo: la distancia entre sus brazos y su pecho. En esos pocos centímetros encuentra consuelo.

—Ahora se ha marchado —dice Sandra—. Pero cuando te avise de que vuelve, tienes que callarte. Son las normas.

Carla se limpia los ojos con los pulpejos de las manos, se sorbe los mocos.

—No me importa. Que me mate ya, y acabamos de una vez.

—Suponía que dirías eso.

Carla se estira del vestido, que se le ha hecho un siete, se recompone la tira del sujetador.

—¿A qué te refieres?

Sandra duda un momento.

—Bueno, porque eres tú.

—¿Cómo que yo? ¿Quién soy yo? —contesta Carla, agresiva.

Al otro lado del muro hay un silencio molesto.

—¿Sandra?

—Si me vas a contestar así, será mejor que no hablemos. Ya tengo bastantes problemas.

No me lo puedo creer. Estamos en manos de un puto psicópata y la tipa esta se preocupa por mi tono de voz, piensa Carla.

Pero no lo dice. Porque no quiere enemistarse con Sandra. No quiere estar sola. Se da cuenta de que ahora mismo es su mayor terror. Morir sola, en la oscuridad.

Puede que Sandra no sea muy inteligente, y puede que esté completamente desbordada por lo que está sucediendo.

Joder, yo también lo estoy.

Pero ahora mismo es lo único que tiene.

—Siento que te haya molestado mi tono.

—Está bien —responde Sandra, al cabo de un rato—. Supongo que es lo normal.

—¿A qué refieres?

—Alguien como tú no está acostumbrada a pedir disculpas. Por ser rica, y eso.

Carla respira hondo.

—¿Te lo ha dicho él?

Son buenas noticias. Si Ezequiel sabe quién es ella, eso es porque quiere algo. Algo que no tiene que ver con su cuerpo.

—Me ha comparado contigo. Me ha dicho que tú eres importante. Quizás por eso no ha entrado aún ahí. Para eso me tiene a mí.

Carla traga saliva, despacio, eligiendo sus palabras con mucho cuidado.

—Sandra, yo…

Se detiene. No se puede contestar a lo que Sandra le acaba de decir. Es, sencillamente, imposible.

Porque es lo que ella piensa.

Porque es verdad.

Carla es la heredera del hombre más rico del mundo.

Sandra conduce un taxi.

Puede que en Twitter algún indignado pueda afirmar con un mínimo de criterio que las vidas de ambas valen lo mismo, pero aquí, en la madriguera de un asesino, encerradas en la oscuridad, esa afirmación es insostenible.

—Saldremos de aquí las dos, te lo prometo —dice Carla.

Ahora comprende la hostilidad pasivo agresiva de Sandra. Cuando Carla sólo era una empleada común y corriente, las dos eran víctimas. Pero incluso en la madriguera de un asesino, hay víctimas y víctimas.

—No prometas cosas que no puedes cumplir. Supongo que a mí sólo me quiere para usarme —dice Sandra—. Para ti… tiene pensada otra cosa.

Carla aguarda a que continúe la frase, pero no lo hace.

En ese silencio, en ese territorio ignoto, viven dragones.

—¿Qué tiene pensado, Sandra? Si lo sabes, tienes que decírmelo. Dímelo, Sandra —suplica Carla.

—Chisss. Calla. Ha vuelto, y está enfadado. Creo que está pasando algo —dice la taxista.

28
Un recuerdo

Antonia cierra los ojos.

No le cuesta mucho encontrar en su colección de palabras la que describe cómo se siente. Ajunsuaqq. En inuit quiere decir «morder el pez y encontrar dentro sólo cenizas».

Después de tantos esfuerzos, no le queda nada por lo que alegrarse ni sentirse orgullosa. Pero poco importa si de esa forma consiguen rescatar a Carla Ortiz.

Jon está a su lado en un banco en la calle. Excepcionalmente callado. Le ha contado lo que le ha dicho Parra, y se ha limitado a asentir. Delante de ellos pasa gente, pero Antonia no presta atención. Busca en las hemerotecas online la información que necesita. Es difícil encontrar algo, la noticia es un caso menor. Sin importancia.

Una explosión de gas en el subsuelo bajo la calle Narváez. Una única víctima mortal. El oficial de policía Nicolás Fajardo. Una inspección de rutina. Fajardo no deja familiares conocidos.

Ni una sola mención al suicidio.

¿Qué había sido lo otro que había mencionado Jon? Una hija.

Ésta cuesta algo menos encontrarla. Seis meses antes de la muerte de Nicolás Fajardo.