Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

De ahí a la Castellana, a la sede de ese banco, no me jodas. Bruno tiró varias fotos desde el otro lado de la acera. Luego a un colegio, que ya ves tú. Bruno está más perdido que el alambre del pan Bimbo. De vuelta a la casa de Lavapiés, donde se pegan una buena tirada. Bruno no se atreve a picar nada en ningún bar, en parte por no perderlos, en parte por no pillar algo. Hace de tripas corazón y se compra una palmera en un chino, de esas que vienen envueltas de fábrica. En el pecado lleva la penitencia, el ardor de estómago ante aquel veneno industrial no tarda en aparecer.

Bruno Lejarreta, autodenominada leyenda del periodismo vasco, cuyo olfato le granjeó titulares para el recuerdo en los ochenta y los noventa, que ha hecho un viaje de cuatrocientos kilómetros hasta la capital y que se ha pulido lo que le quedaba en la visa en el alquiler de una moto por pura intuición…

Y por pura inquina, coño. Que todo hay que decirlo.

… está ahora mismo harto de la vigilancia, con el culo dolorido y el estómago del revés, ansiando que el inspector Gutiérrez haga algo.

O tomarse un Almax. Cualquiera de las dos opciones le vale.

Qué fracaso. Soy un viejo inútil.

Al final el inspector y su compañera acaban saliendo de nuevo. Bruno quita el pie de cabra y da gas. Quince minutos después están en la calle Serrano, y entonces pasa algo. Pasa que la moza chiquitaja se apea del coche y echa a correr en una esquina. Y que Gutiérrez sigue unos metros, y aparca en zona prohibida. Parada de taxis frente a un portal señorial. Lo de aparcar mal lleva haciéndolo todo el día, tal y como Bruno ha documentado. El inspector Gutiérrez no tiene bula policial para eso, porque está suspendido de empleo y sueldo, pero a palo seco, para un artículo, pues no da.

Haz algo, Gutiérrez.

Ni que le hubiera oído. Gutiérrez se baja del coche y se dirige al portal, cual muñeca de Famosa, piensa Bruno, que es un antiguo.

En su día lo de ser guardaespaldas en Bilbao era un negocio en auge, no hay mal que por bien no venga, que los políticos de derechas bien mojeteaban en esa salsa. Así que Bruno ha visto unos cuantos, y los reconoce a la legua, a legua y media.

Los dos que hay frente al portal se ponen tensos, echan el alto, mano al pecho, no me toques, qué hace usted aquí. Gutiérrez mueve las manos como si estuviera dirigiendo la Filarmónica de Viena, lo cual queda estupendo en las fotos que sigue tirando Bruno desde la otra acera. Y los guardaespaldas le meten a empellones en el portal, no sin antes mucho toqueteo al pinganillo —pincha para hablar, suelta para escuchar— para pedir instrucciones o refuerzos.

Bruno se queda como estaba. Sigue sin tener nada. Pero se le ocurre, que por eso es una autodenominada leyenda del periodismo vasco, que podría ver quién vive en esa casa. Echar una ojeada al buzón está descartado, pero hoy en día está todo en Internet. A Bruno Lejarreta, que ya tiene sesenta y tres, le lleva sus buenos quince minutos averiguar quién es el propietario del ático del edificio.

Hostias.

Empieza a ponerse nervioso, como todo periodista cuando intuye que puede tener un scoop. Que se llama scoop, hombre, no exclusiva, ni primicia. Scoop, piensa Bruno —ya hemos dicho que era un antiguo—. Pero cómo de grande, pues vete a saber.

Bruno espera a que salga el inspector.

Gutiérrez no sale, es otro el que llega. Se baja de un coche de la secreta, pero entre el chaleco antibalas y el aire de madero, lo de secreta vamos a dejarlo. Fuertote, cabeza rapada. Perillita. Bruno Lejarreta lo ha visto en algún sitio, está completamente seguro. Si tan sólo pudiera recordar…

De pronto su memoria hace clic, y todo encaja a la perfección. Como cuando tienes todas las piezas en el Tetris listas y cae la recta.

José Luis Parra, capitán de la Unidad de Secuestros y Extorsiones de la Policía Nacional. En el portal de Ramón Ortiz, el hombre más rico del mundo.

Ping, ping, ping, ping, el premio gordo.

Así es como se hace buen periodismo, piensa Bruno Lejarreta, sin dejar de hacer fotos. Nunca nadie se amó tanto ni tan intensamente como se ama Bruno ahora mismo.

Aguarda un par de minutos, esperando a que Parra o alguien emerja del portal, aunque no sale nadie.

Se baja de la moto, y va hacia el meollo. No tiene ningún plan, sólo quiere saber, necesita saber.

Entonces salen ellos. Todos a la vez. El inspector el primero, después la moza, Parra el último.

—Te has caído con todo el equipo, Gutiérrez —dice el capitán.

—Si pudieras sacarte un momento las orejas del culo y escucharme… Tienes que revisar el taxi. Al menos mira eso, ¿quieres?

—No tengo nada que escuchar. Te avisé que no te acercaras, te lo dije, ¿no? He sido compañero, incluso con un metepatas como tú.

—Muy compañero, sí —Gutiérrez se da la vuelta, le apunta con el dedo—. Con los de Asuntos Internos. Hay que ser cerdo y mala persona, Parra. Cerdo y mala persona.

—Disfruta de la suspensión permanente, inspector.

Gutiérrez se da la vuelta y le suelta una hostia, una hostia fina, de ganar la Champions. Con la mano abierta. Suena como un petardo dentro de una olla.

Parra ni la ve.

Bruno Lejarreta sí, y dentro de poco lo verá mucha más gente, porque lo está grabando todo con su móvil de alta definición desde detrás de una marquesina. Con publicidad de la competencia de Ortiz, qué ironía.

Ante semejante bofetón, otro hombre más débil se hubiera caído de culo. Otro hombre menos templado hubiera contestado a la agresión.

Parra —media cara roja como un carabinero a la plancha— se limita a encajar y sonreír, porque sabe que ha ganado.

Gutiérrez también lo sabe. Se marcha humillado.

Bruno duda de si seguirle, pero decide que no. Gutiérrez está acabado, aunque de rebote. Ahora es lo de menos. Porque él tiene un scoop, el scoop al alcance de la mano. La misma mano con la que saluda al inspector cuando pasa a su lado con el coche. Gutiérrez finge no verle.

El periodista le da a Parra un instante para serenarse —no quiere que el capitán le suelte a él la que no le ha dado al pronto ex inspector— y luego le aborda cuando ya se dirigía de vuelta a su coche, con el teléfono en la mano.

—Disculpe, capitán. Si es usted tan amable.

Parra se da la vuelta de golpe, tiene los ojos en llamas. Aún no se le ha pasado del todo la furia, y el periodista retrocede un paso. O dos. Levantando los brazos en actitud conciliadora.

—¿Quién coño es usted?

—Me llamo Bruno Lejarreta, capitán. Me parece que usted y yo tenemos mucho de qué hablar.

24
Un email

En su DNI pone Laura Martínez, pero no responde si la llamas así.

Desde que era una cría de diecisiete años no usa ese nombre, y de eso hace ya tres. Ahora es una mujer madura, una mujer con las ideas claras. Puede elegir cómo llamarse a sí misma, y así lo ha hecho.

Ladybug.

Se lo ha tatuado ella misma en el antebrazo derecho, con gran maestría. Necesitó un poco de ayuda de Espectro para sostener la plantilla, pero luego fue fácil. La mariquita cabalgando la filacteria en la que ha inscrito el nombre es uno de sus mejores trabajos, y está orgullosa de él. Una artista del tatuaje tiene que llevar en la piel el reclamo del negocio.

Hoy está cansada, lleva no uno, ni dos, sino tres TIB (Turistas Idiotas Borrachos) esta tarde en el estudio. Los tres vinieron juntos —la campana de la puerta de la entrada montó un escándalo— y querían un tatuaje en chino. Eligieron uno del muestrario.

—¿Qué significa?

—Libertad —dijo Ladybug, con el rostro perfectamente serio, y pidió el dinero por adelantado.

Los idiotas aullaron como perros maltratados cuando la aguja les tocó la piel, pero aguantaron gracias a esa mezcla estupenda que obtienes cuando empapas a un machito en alcohol delante de sus amigos. Los tres se marcharon con la palabra «alfombra mojada» tatuada en el hombro. El auténtico sinograma de «libertad» es mucho más feo, claro. Simple y esquemático, parece una cómoda y una ventana. Por eso no lo ha incluido en su muestrario.

Después de los TIB no viene nadie. Si descontamos a Espectro, que pasa a ver si hay suerte y logra meterse en sus bragas.

Ladybug se lo monta con él detrás del biombo durante un rato, por aburrimiento. Unos cuantos besos, y ahí va él, derecho a sus tetas. Le baja un poco la camiseta y juega con el pezón izquierdo por encima del sujetador. Se lo pone como una piedra, a juego con la erección que lleva él debajo de los vaqueros. Ella está a cien, le come un poco más la boca y le magrea por encima de la tela, pero de pronto se arrepiente. Siempre es lo mismo cuando se enrollan en la tienda. Ahí no pueden hacer nada, nada realmente satisfactorio para ella, al menos. No con su padre en la trastienda. Pasa de ponerse más cachonda para luego quedarse a medias, así que le corta el grifo a Espectro.

—Ya vale.

—Tía, no me puedes dejar así —dice él, apretando el bulto contra la entrepierna de ella.

—Pues claro que sí.

—Hazme una paja, por lo menos.

—Paso. Háztela tú. Mañana voy por tu casa y follamos.

Espectro se mosquea un poco, pero se aparta.

—Vente luego —dice él, apartándole un mechón verde de los ojos.

—Ya veremos —responde ella, saludándole con la mano cuando se marcha. Pero sabe que no irá, porque está hecha una mierda y le duele la barriga. Está a punto de venirle la regla, y esos días siempre está más cachonda, pero más irritable. Si va a casa de Espectro, le acabará de bajar en cuanto se acuesten.

Y entonces será Mordor.

Espectro se llama en realidad Raúl, pero cuando ella decidió que se iba a cambiar el nombre, él también lo hizo. Al principio le pareció algo romántico, pero se da cuenta de que Raúl no siente lo gótico de verdad. Se viste de negro y escucha 45 Grave, The Wake y Diva Destruction, pero sólo porque lo hace ella. Y Ladybug se aburre un poco. Se da cuenta —la madurez tiene estas cosas— de que está convirtiéndose en un cliché ambulante, de que acabará dejando a Espectro, por calzonazos. O peor aún, cumpliendo su mayor miedo: casarse con un liberal encorbatado, con un MBA y que vota a Ciudadanos. El mal absoluto.

Antes muerta.

Además, tiene que cuidar de su padre. Desde que le dio la embolia no ha podido atender el negocio, y se pasa las horas muertas en la trastienda, viendo películas viejas en la tele. Sólo puede mover el brazo izquierdo con soltura, pero le basta para cambiar de canal. Para todo lo demás, depende de su hija. Ladybug le hace la comida, le acuesta, le ducha y le da de comer sin una sola queja, ni por dentro ni por fuera. Siempre ha sido un buen padre. Ellos dos solos contra el mundo. Si el mundo quiere joderles, se llevará una buena sorpresa.

Además, está recuperándose, piensa Ladybug, con una sonrisa.

Es cierto. Va mejorando, dice el médico. Si no le da otro ataque en los próximos meses, quizás podría hasta hablar. Caminar va estar difícil, pero quizás hablar. Es joven, sólo tiene cuarenta y nueve años.

Quizás es todo lo que necesita Laura, perdón, Ladybug, para levantarse cada día sonriendo.

—Es mi puto padre. Calla o te rajo —amenaza, cuando Espectro pregunta si no se cansa de tener que cuidarle todos los días. Luego le aprieta los huevos, para que sepa que va en serio, que con su padre no se juega. Y después le da un beso, para que no se enfade.