Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Todo por no haber recordado algo de lo más básico.

No podía manejar el cuchillo con los guantes, así que se los quitó. Y cuando la mujer salió huyendo, él perdió el equilibrio y se apoyó un momento en la ventanilla. Se había dicho a sí mismo que tenía que pasar un trapo, borrar aquellas huellas, pero la nota mental se desvaneció en mitad de los nervios y la excitación de la persecución. Cazarla por el bosque había sido más difícil de lo que esperaba, y le había proporcionado una satisfacción animal, primitiva y pecaminosa, a pesar de que no le había hecho daño alguno. Ella era muy valiosa viva, lo más valioso de todo.

Por eso se había arriesgado tanto para capturarla.

Estúpido, estúpido. Demasiado cerca.

Hubiera preferido hacerlo más adelante, sobre todo estando tan reciente el primer trabajo. El primer capítulo de su obra. Coger al primero no había sido difícil.

Le había reducido sin hacerle daño, le había tratado con humanidad. Había gritado más que la mujer y había tenido que amordazarlo, es cierto, pero sólo porque estaba mucho más asustado. Cuando se cumplió el plazo que le había dado a la madre y llegó el inevitable final, Ezequiel le había hablado con voz suave y había usado medicamentos. No había sufrido más que lo estrictamente necesario.

Soy, esencialmente, una buena persona.

Habían sido meses y meses de arduo trabajo. Y el remate, cuando puso su obra a disposición de los padres, había sido lo más duro de todo. Hubiera preferido descansar un poco antes de abordar el siguiente capítulo. Pero la oportunidad de coger a la mujer se había presentado, y no podía dejarla escapar. Ella estaba muy arriba en la lista.

Y el error, el estúpido error había estado a punto de dar al traste con todo.

Intenta sentarse a escribir para tranquilizarse. Abre su libreta y comienza:

Padre decía siempre que por un clavo se pierde una herradura se pierde un caballo se pierde el jinete se pierde la batalla se pierde la g

No puede. No puede concentrarse. Arranca la hoja y, contra su costumbre, la arroja contra la pared húmeda y grasienta, sin quemarla. Deja en la mesa la libreta y el lapicero, con cuidado. Después la ira estalla, como una oleada, y arrasa con el brazo todo el contenido de la mesa. El cenicero se hace pedazos contra el suelo.

Necesita el desahogo. Necesita el desahogo, y lo necesita ahora. La libreta por sí sola no puede ayudarle. Ya lo hará después, cuando tenga lo que quiere.

Sólo una cosa puede ayudarle ahora.

Se pone en pie y camina pasillo abajo, pasando por encima de los residuos que se oxidan en el suelo, y se detiene frente al lugar donde guarda a la mujer.

Puede escuchar su respiración agitada al otro lado de la puerta. Acerca la mano a la cuerda que levantaría la pesada plancha de metal. Acaricia el chicote, que ha cortado con cuidado y anudado con tanto celo. Un leve tirón, y la cuerda se alzaría. Sería tan fácil.

No. No, con ella no.

Sigue andando, hasta el final del pasillo, para tomar lo que necesita.

Carla

Del otro lado del muro llegan sonidos difusos. Sonidos espantosos.

Sonidos que su imaginación convierte en actos concretos e identificables.

Carla sabe que debería gritar, protestar, defender a Sandra. Intentar algo, aunque sea hacer ruido. Lo sabe de una forma tan cristalina como que existen veinticuatro apelativos para los pelajes de un caballo. Pero ambos conocimientos son absolutamente inútiles en su situación.

El ruido no cesa. Sigue atravesando la pared e infectando su alma, de miedo y de vergüenza.

Carla decide hacer algo al respecto.

Se tapa los oídos con las manos, y comienza a recitar en voz baja.

—Alazán. Pinto. Zaino. Ruano. Bayo…

En las pausas, aún se cuela el sonido. El horrible sonido. Carla recita más rápido.

11
Un hueso

Mentor llega media hora después, y no está de muy buen humor. Los encuentra a ambos sentados en el interior de la furgoneta de la Guardia Civil.

—Vaya, Scott. Desde lo de Valencia no me rompías uno de éstos —dice, señalando al Audi volcado.

Está a un arañazo de siniestro total.

—Tenías que ver cómo quedó el otro —dice ella.

—Pues eso me gustaría, haber visto al otro —contesta Mentor, exasperado—. Si ibas a montar un escándalo semejante, al menos podrías haber tenido la delicadeza de detener al sospechoso.

—El coche que llevaba era mejor —dice Antonia, encogiéndose de hombros—. ¿Podríamos tener un Cayenne?

—Yo me conformaría conque nos desengrilleten —dice Jon, señalando los brazos a su espalda.

De nada habían servido las credenciales de Antonia y de Jon. Tan pronto como la Guardia Civil apareció en el lugar del siniestro —despacio, venían en un Prius—, les habían esposado, hecho el test de alcoholemia, el de drogas y, cuando ambos dieron negativo, se plantearon seriamente llamar a un psiquiatra. Habían insistido mucho en que era un milagro que no se hubieran hecho nada.

—¿Ha visto mi nariz? —dijo Antonia, señalándosela. Estaba hinchada y con un algodón en cada narina.

—Ni siquiera está rota. Lo normal es que estuviesen muertos —dijo uno de los guardias.

De ser así, probablemente Mentor se habría enfadado menos.

—¿Saben lo mucho que me va a costar cubrir esta cagada? —les dice.

Antonia mira para otro lado. Jon, que tiene el cuerpo dolorido, está cansado y hambriento y se muere de sueño, no sabe si estrangularla o defenderla. Opta por lo segundo.

—Al menos Antonia ha localizado el cadáver del chófer.

—Oh, sí, su amigo el capitán Parra está ahora mismo en la escena del crimen que han encontrado. Y alterado irremediablemente.

—Parra no tiene que estar muy contento —dice Jon, intentando no sonreír.

—¿Usted qué cree, inspector? No sólo han tirado por tierra su teoría, arruinado la escena del crimen, actuado por su cuenta sin avisar a nadie, dejado escapar a un sospechoso… también le han hecho quedar como un gilipollas.

—No hemos tenido que esforzarnos mucho.

Mentor menea la cabeza.

—Y una persecución a doscientos y pico por la autovía, con cientos de civiles mirando. Y la prensa, que por cierto, está ahí fuera. Hemos dado la versión de que ha sido «una carrera ilegal que ha terminado afortunadamente sin daños personales».

—¿Has visto mi nariz? —dice Antonia, señalándosela.

—Ni siquiera está rota. Inspector, me gustaría hablar con usted un momento a solas.

Jon se da la vuelta para que Mentor le quite las esposas, y ambos caminan en dirección a los restos del coche.

—Sinceramente, esperaba mucho más de usted —dice Mentor, cuando se han alejado lo suficiente de Antonia.

—Si tuviera un euro por cada vez que me han dicho eso…

—Se suponía que tenía que proteger a Scott.

—¿Incluso de sí misma?

—Especialmente de sí misma.

Jon agacha la cabeza. Aquello era cierto. Había un montón de peros y un montón de excusas, pero la verdad es que podría haber manejado mucho mejor la situación.

—No es fácil.

—Lo sé.

Mentor se saca un paquete de Marlboro de la chaqueta. Extrae un pitillo de la cajetilla y da dos golpes con el filtro sobre la foto disuasoria. El retratado parece un extra de The Walking Dead.

—¿No lo había dejado?

—No me joda, inspector. Que bastante tengo con lo que tengo.

El coche tumbado, como un animal moribundo, ofrece la panza al sol de la mañana. Jon pega una palmada sobre una de las ruedas.

—No he pasado más miedo en mi vida.

—Pues haber impedido que condujera.

—El caso es que la hija de puta conduce de cojones.

—Sí. Sí que lo hace —dice Mentor—. De haber sido otro coche menos potente el que llevara Ezequiel, ahora estaría esposado en comisaría, cantando el paradero de Carla Ortiz.

—Pues no ha sido así. ¿Y ahora qué?

Mentor se enciende el cigarro con un Zippo de Iron Maiden. Jon arquea una ceja. No ve a Mentor como un fan de Bruce Dickinson.

Más bien de un cuarteto de cámara con palos metidos por el culo.

—Ahora. Ahora se acabó el caso Carla Ortiz.

—¿Perdón?

—Es la única solución que puedo darle. Su situación como observadores era una cortesía por parte de Parra. No hace ni diez minutos me ha dicho que si vuelve a verles alguna vez en su vida, le cortará las pelotas.

—Qué obsesión tienen los heteros con según qué.

—La verdad es que quería denunciarle a Asuntos Internos.

Jon se pone blanco. Ningún compañero, nunca, jamás amenaza a otro con denunciarle a Asuntos Internos. El edificio sin distintivos ni dirección conocida de Cea Bermúdez, donde viven los que cazan a los malos con placa, es el último lugar que querría visitar un policía. Los que trabajan ahí son despreciados y odiados por el resto de los setenta mil funcionarios del cuerpo en toda España. Pero si hay alguien que pueda causar más desprecio, es que un policía denuncie a otro compañero.

En todos sus años, y mira que ha visto cosas, nunca había escuchado una amenaza semejante. Copón.

—No puede estar hablando en serio.

—Y tan en serio. Parra es un yonqui del poder y del reconocimiento. Y en sus manos el secuestro de Carla Ortiz es una bomba de relojería.

—Con lo humilde que parece desde fuera.

—Hubiera preferido que fueran ustedes quien se encargaran de encontrar a Ortiz, pero ya no puede ser. La esencia del proyecto Reina Roja es que no existe. Ahora Ortiz está en manos de Parra y la USE.

—No creo que se lo tome muy bien —dice Jon, señalando a Antonia con la cabeza. Sentada en la furgoneta, ella no les quita ojo de encima.

—¿Por qué cree que quería hablar con usted a solas? Ella sabe perfectamente lo que le estoy explicando ahora mismo. —Mentor aplasta el cigarro y le da la espalda a Antonia—. Por cierto, también lee los labios. No sé si estamos bastante lejos, creo que sí, pero por si acaso dese la vuelta.

Jon obedece.

—Mi padre tenía un perro —continúa Mentor—. Se llamaba Sam, un bóxer adorable. Bueno y dulce. Unos amigos nos regalaron un jamón de bellota y mi padre me pidió que lo llevara al carnicero a lonchear y deshuesar. No me di cuenta y al regreso dejé los huesos sobre la encimera. El perro los cogió.

Se enciende otro cigarro, con el mismo y parsimonioso ritual antes de continuar:

—Estuvimos casi tres horas sin poder entrar en la cocina. Se volvió completamente loco, muy posesivo y territorial, no quería soltar el hueso y amenazaba a todo el que se acercaba. Hasta que no se los comió no paró. Cualquiera se mete con un bicho que tiene doscientos kilos de presión por centímetro cuadrado en la mandíbula.

—¿Su padre lo sacrificó?

—Al día siguiente. Me obligó a mí a llevarlo al veterinario. Tú la has cagado, tú apechugas, dijo. No era un hombre de letras. Fui todo el camino hasta el veterinario llorando. El perro, contentísimo. Con una diarrea tremenda, pero contentísimo.

Jon asiente, despacio. Ya ve dónde quiere ir a parar Mentor.

—Mantendré a Antonia lejos del caso de Carla Ortiz.

—No, no lo hará. No lo hará porque no puede, igual que yo no pude convencer a Sam de que soltara el hueso de jamón.

—Pues a sacrificar la lleva usted.

—No va a soltar el hueso, pero podemos hacer que mastique otro. Nada de Ortiz, pero pueden ustedes dos seguir con el caso de Álvaro Trueba. Ambos caminos llevan al mismo objetivo. Limítese a mantenerla alejada de Parra y de sus hombres, ¿de acuerdo?

Bruno

Hubo un tiempo en el que ser periodista significaba algo.

A Bruno Lejarreta le gusta decir frases de ésas de vez en cuando. Cuando hay un becario cerca lo suficientemente idiota como para sentir respeto por un viejo reportero de sesenta y tres años, autoproclamado leyenda viva de la redacción de El Correo de Bilbao. Con sus chalecos y sus camisetas negras, sus anillos (incluso uno en el pulgar), sus vaqueros y sus botas, con sus arrugas y su pelo negro (se lo tiñe porque no le da la gana reconocer que se hace viejo) recogido en una coleta, Bruno fue siempre un gurú del viejo mundo para los imberbes jovenzuelos que entraban deslumbrados en la redacción en su primer día.