Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

4
Una videollamada

Antonia Scott ve desaparecer la enorme espalda del inspector Gutiérrez por el pasillo. Cuenta los pasos, lentos y pesados, que se alejan. Cuando llega a trece, le da la vuelta al iPad.

—Ya podemos seguir, abuela.

La pantalla muestra a una anciana de ojos amables y pelo cardado. En su rostro arrugado hay más surcos que en un viñedo riojano. Lo cual viene al caso porque la anciana está apurando una copa de vino.

—¿Por qué me has llamado? Aún falta para las diez.

—He llamado cuando le he oído subir. Quería que estuvieras ahí por si la cosa se ponía fea.

Ambas hablan en inglés. Georgina Scott vive en Chedworth, a las afueras de Gloucester, en un pueblo pequeñísimo de la campiña inglesa donde el calendario se detuvo hace siglos. Un pueblecito de postal. Con su villa romana. Sus muros cubiertos de musgo. Su conexión a internet de alta velocidad a través de la cual la abuela Scott y Antonia hablan dos veces al día.

—Ese hombre parecía guapo. Tenía voz de guapo —dice la anciana, que está deseando que su nieta se saque las telarañas.

—Es gay, abuela.

—Tonterías, niña. Ninguno es gay cuando le acercas la mano al grifo. En su día yo curé a unos cuantos.

Antonia pone los ojos en blanco. La abuela Scott está convencida de que «políticamente correcto» significa Winston Churchill.

—Eso está muy feo, abuela.

—Tengo noventa y tres años, niña —dice la anciana, por toda justificación, y comienza a servirse más vino.

—Mentor quiere que vuelva al trabajo.

El chorro de burdeos tiembla un poco, y algo de líquido se derrama sobre la mesa. Inaudito. La abuela Scott apenas es capaz de firmar su nombre sin salirse del papel, pero en cuestiones de escanciar el vino sigue teniendo el pulso de un cirujano plástico.

—Pero no es eso lo que quieres, ¿verdad? —dice la abuela. La voz va disfrazada de inocente ovejita, casi no se ve el lobo.

—Ya sabes que no —admite Antonia, que no quiere volver a discutir con ella.

—Claro, querida.

—Por mi culpa, Marcos está en una cama desde hace tres años. Por mi culpa y por ese trabajo.

—No, Antonia —replica la abuela, bajando la voz—. Por tu culpa no. Por culpa del malnacido que apretó el gatillo.

—Al que yo no supe parar.

—Yo sólo soy una vieja chocha, cariño —dice la abuela, con el lobo enseñando ya los dientes—, pero me parece que si te acusas del pecado de inacción, eso valdría también para quedarte sentadita en ese ático.

Antonia se queda en silencio durante un instante. Suficiente para que los monos de su cabeza trabajen a toda velocidad, intentando en vano salir de la trampa.

—¿Por qué me haces esto, abuela? —protesta.

—Porque estoy harta de verte pudrirte ahí, sola. Porque tienes un don que estás desperdiciando. Pero sobre todo, por puro egoísmo.

—¿Egoísmo tú, abuela? —se sorprende Antonia. A los diecinueve años, Georgina Scott se había alistado voluntaria como enfermera, y había desembarcado en Normandía setenta horas después del Día D, con el casco enorme medio caído sobre las cejas y abrazada a una maleta de cartón llena de ampollas de morfina. Los nazis estaban a tiro de piedra, y ella ahí, dale que te pego, corta piernas, cose heridas y pincha analgésicos.

Para Antonia, pensar en su abuela como un ser capaz de albergar el más mínimo egoísmo resulta impensable.

—Egoísmo, sí. Te has convertido en un terrible aburrimiento. Te pasas todo el día encerrada, y las noches… aún peor. Echo de menos cuando trabajabas. Y me contabas. Ya me queda poco por lo que vivir. Esto —dice la anciana, levantando la copa—. Y tú. Y el vino ya no me sabe como antes.

Antonia suelta una carcajada de incredulidad. La abuela cree que los dos únicos propósitos del agua son el baño y cocer marisco. Pero Antonia comprende lo que pretende hacer con ella. Desde lo que pasó,

desde lo que hiciste

el mundo ha virado sobre su eje. No ella, claro. Ha sido el mundo, un mundo en el que ella ya no encaja. Un mundo en el que, reconoce a regañadientes, los días son una letanía interminable de culpa y aburrimiento.

—Quizás tengas razón —dice Antonia, al cabo de un instante—. Quizás ocupar un poco la cabeza me venga bien. Sólo por esta noche.

La abuela da otro trago al vino y esboza una sonrisa beatífica, una sonrisa de anuncio de caramelos.

—Sólo una noche, niña. ¿Qué podría salir mal?

5
Dos preguntas

Jon desciende la escalera casi tan despacio como la ha subido. No es lo habitual. Se suele vengar de la muy cabrona en el descenso, aprovechando el tirón gravitacional, que en su caso es considerable (no es que esté gordo). Pero ahora, derrotado en ese encargo tan absurdo como engañosamente fácil, no sabe qué hacer, y la indecisión ralentiza sus pasos.

A la altura del tercer piso, junto al descansillo, suena el teléfono. Jon se sienta para atender la llamada. No le gusta hablar mientras camina, para que no se le note el resuello entrecortado.

El número es desconocido, pero Jon ya sabe quién llama.

—Ha dicho que no —dice, al descolgar.

Al otro lado de la línea, Mentor gruñe con desaprobación.

—Eso es muy decepcionante, inspector Gutiérrez.

—No sé qué es lo que esperaba. Esa mujer no anda bien de la olla. Vive en un piso vacío, sin un solo mueble. Los vecinos la alimentan, por el amor de Dios. Y dice no sé qué de un marido enfermo.

—Su marido está en el hospital. En coma, desde hace tres años. Scott se culpa de ello. Podría ser una palanca para moverla a la acción, pero se lo desaconsejo. Cuando vuelva a hablar con ella…

—¿Cómo dice? Oiga, yo ya he cumplido con mi parte y he transmitido su mensaje. Así que quiero que usted cumpla con la suya.

Mentor suspira. Es un suspiro largo, histriónico.

—Si los deseos fueran pasteles de chocolate, inspector, todo el mundo estaría gordo. Apáñeselas como pueda, pero la necesitamos a bordo de ese coche ahora mismo.

Jon echa una moneda a la tragaperras.

—Quizás si se dejara de tantos secretitos y me contara qué se trae entre manos…

Al otro lado de la línea hay un silencio, un silencio largo. Jon casi puede escuchar las ruedas de la tragaperras dando vueltas.

—Debe entender que todo esto es confidencial. Habría graves consecuencias para usted.

—Por supuesto.

Y de pronto, contra todo pronóstico, salen las tres fresas.

—Quiero que Antonia me ayude en un caso muy complicado. Permítame que le ilustre al respecto.

Entonces Mentor comienza a contarle al inspector Gutiérrez. Habla durante menos de un minuto, pero es suficiente. Jon escucha, al principio escéptico, después sin creer lo que está escuchando. Sin darse cuenta, se ha puesto en pie. Y, contra su arraigada costumbre, comienza a dar vueltas sin darse cuenta.

—Entiendo. ¿Me dirá al menos para quién trabaja?

—Eso es lo de menos. Cuando llegue el momento, le contaré lo que deba usted saber. Por ahora, lo único que debe preocuparle es llevar a Antonia Scott a la dirección que acabo de mandarle a su móvil.

Jon siente cómo el aparato le vibra en la oreja.

—¿Por qué es Scott tan importante? Seguro que hay seis o siete expertos en Criminalística, en la Sección de Análisis de Conducta que puedan…

—Los hay —le interrumpe Mentor—. Pero ninguno es Antonia Scott.

—¿Qué coño es lo que hace tan especial a esa señora? ¿Es Clarice Starling, y yo no me he enterado? —le apremia Jon, que empieza a estar hasta las narices.

Mentor se aclara la voz. Cuando responde, lo hace con cierto esfuerzo. Renuente. Como si no quisiera compartir lo que va a decir. Y no quiere.

—Inspector Gutiérrez… Esa señora, como usted la llama, no es policía, ni es criminalista. Nunca ha empuñado un arma, ni ha llevado una placa, y sin embargo ha salvado decenas de vidas.

—¿Cómo?

—Podría decirlo, pero no quiero arruinarle la sorpresa. Y por eso necesito que la suba a un coche y la ponga a trabajar. Ahora.

Mentor cuelga. Jon va a darse la vuelta y volver a subir la escalera, cuando una voz le llama.

—Inspector.

Jon se asoma por la barandilla. Tres pisos más abajo, en la penumbra, Antonia le saluda con la mano.

Esta mujer es sorgin, es bruja, o qué hostias, piensa Jon, que es bastante malhablado para sus adentros, y a veces para sus afueras.

Cuando la alcanza, ella está sonriendo.

—Tengo que hacerte dos preguntas. Si la respuesta es correcta, te acompañaré esta noche.

—¿Cómo…?

Antonia levanta un dedo. Apenas le llega al pecho a Jon, no medirá más de metro sesenta, zapatos incluidos. Y, sin embargo, impone. Ahora que está más cerca, Jon ve unas marcas en su cuello. Como gruesos raspones en la piel. Antiguos. Se pierden por debajo de la camiseta.

—Primera pregunta. ¿Qué has hecho? Sé que la has cagado mucho. Mentor escoge a gente a la que no le quedan opciones. Tiene la absurda teoría de que nadie elegiría trabajar conmigo.

—Una teoría absurda, en verdad —responde Jon.

El sarcasmo resbala sobre Antonia como la lluvia sobre un abrigo de GoreTex recién comprado. Se limita a mirarle, expectante, tironeándose de la correa del bolso bandolera que lleva cruzado sobre el pecho. A Jon no le queda otra que contestar.

—Yo… planté trescientos setenta y cinco gramos de heroína en el maletero de un proxeneta.

—Eso está mal.

—Escoria que zurra a una de sus chicas. Acabará matándola.

—Sigue estando mal.

—Lo sé. Pero no lo siento. Lo que siento es que me pillaran. Fui tan idiota que se lo conté a la prostituta, y ella me grabó en vídeo. Se ha montado una buena. Puedo acabar en la cárcel.

Antonia asiente.

—Sin duda, tienes problemas.

—Sin duda eres muy aguda. ¿Y tu segunda pregunta?

—¿Este tipo de irregularidades son habituales en tu comportamiento? ¿Obstruyen tu labor y afectan tu juicio?

—Claro, intento poner pruebas falsas siempre que puedo, mentir, apalear a los testigos, sobornar a los jueces para conseguir condenas. ¿Cómo te crees que he llegado a inspector?

Antonia ni siquiera parpadea. Pero algo en el tono de voz de Jon le hace pensar que el significado de sus palabras quizás no sea exactamente literal.

—Te replanteo la pregunta de forma más simple. ¿Eres un buen policía?

Jon ignora el insulto. Porque la pregunta es demasiado importante. Es, en realidad, todo.

—¿Que si soy un buen poli?

Él mismo lleva haciéndosela una y otra vez desde que empezó todo aquel lío. Y el error infantil que ha cometido no le ha permitido ver la verdad hasta ese instante.

—Sí, sí lo soy. Soy un poli de la hostia.

Antonia le estudia sin parpadear. Hay pesos y balanzas, cintas métricas, básculas en esos ojos. Jon se siente juzgado, y lo está siendo.

—Está bien —concluye ella—. Te acompañaré esta noche. Y luego me dejaréis en paz.

—Espera un momento. Ahora soy yo quien quiere hacerte una pregunta. ¿Cómo demonios has bajado sin que yo te vea?

Ella señala a su espalda.

—Detrás de esa puerta hay un ascensor.

Jon mira boquiabierto a la puerta, que no se le ocurrió abrir. Si casi no se ve. Y menos a la luz de esas bombillas tan cutres. Cuando se recompone tiene que trotar detrás de Antonia, que ya camina hacia la puerta de la calle.

—Espero que no sea una pérdida de tiempo. Ya que sólo voy a hacer esto una vez más, espero que valga la pena.

—¿Que valga la pena?

—Que sea interesante.

Jon se ríe para sus adentros, pensando en todo lo que Mentor le ha contado por teléfono. Interesante, dice.

—Ay, bonita. Vas a flipar.