Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Espero que te encuentren aquí, para que tu padre vea cómo tenía razón. Cómo no merecía la pena destruirlo todo para salvarte.

No. No.

—Porque nunca has estado a la altura.

Carla, humillada, enfurecida, empuja por última vez, tensa todo su cuerpo, logra mover la puerta y sostenerla lo suficiente. La séptima baldosa entra. Apenas un tercio de su longitud.

Agotada, respirando con dificultad, Carla se desinfla. El dolor le inunda las extremidades, rígidas.

—No te pares —susurra la Otra Carla—. Ahora es cuando empieza lo más importante.

Carla obedece, se gira para introducir la mano por la abertura en la oscuridad. Antes de hacerlo, un fugaz pensamiento cruza por su mente. El de que al otro lado, en la oscuridad, las formas escurridizas de su infancia han vuelto a adoptar la silueta del hombre del cuchillo, acechando en las tinieblas, con el filo dispuesto, esperando a que ella extienda el brazo para clavárselo en la palma de la mano.

Que se atreva, piensa.

Saca la mano.

El brazo se le queda atascado a mitad del antebrazo, pero llega a rozar la cuerda con la punta de los dedos.

Sólo tiene que tirar de ella. Pero está demasiado lejos.

—Para acercarla, tendrás que cortarla.

Carla vuelve a introducir el brazo. Cuando asoma de nuevo la mano, esta vez lleva la media baldosa sujeta firmemente entre los dedos.

14
Un túnel

A Jon Gutiérrez no le gustan los túneles abandonados.

No es una cuestión de estética, porque apenas puede ver nada. No hay luz, así no tiene que ver sus propios pantalones del traje, que se ha manchado y desgarrado al saltar desde el andén.

Lo que a Jon Gutiérrez le jode de los túneles abandonados es que estén cargados de explosivos.

Malditas bombas trampa, piensa Jon. Esto en Bilbao ya no pasa.

—Tienes que entrar a las seis de la mañana en punto, tan pronto abra el metro —le había dicho Antonia Scott, cuando le llamó hace cinco horas—. Tendrás muy poco tiempo para llegar.

—Déjame que avise a alguien. Tú y yo solos…

—No, Jon. Es mi hijo. No quiero a nadie más en esto.

Jon intentó memorizar las indicaciones de Antonia.

—Una cosa más —dijo ella—. Cuanto más te acerques, más probabilidades hay de que te encuentres con una bomba. El túnel es muy amplio, así que seguramente el disparador esté en el suelo, o a muy poca distancia por encima. Ve con cuidado. No pises en ningún sitio que no puedas ver.

Tan pronto como pasa el primer tren por el andén desierto de la estación de Goya, Jon salta a las vías. El desvío está oculto tras una puerta metálica, trabada con un grueso y viejo candado. Salvo que el candado aparentemente intacto, no sujeta nada. Tan pronto Jon gira el pomo, el candado se mueve con la puerta.

Aquí vamos.

El aire dentro del túnel es antiguo, amargo. Las paredes rezuman, y la pintura es apenas un vestigio, blancuzco, entre manchas de humedades. El silencio sólo se ve interrumpido por el sonido de los trenes de la línea 2.

—Serán ciento setenta metros —había dicho Antonia—. El túnel está prácticamente entero en curva salvo una recta al final, pero tendrás que tener cuidado. Si te ven acercarte, serás un pato de feria.

Lo cual quiere decir que tendrá que apagar la luz de la linterna e ir a ciegas los últimos treinta metros.

Jon camina muy despacio, atento al suelo. Hay un limo verdoso y maloliente acumulándose en el fondo, cubriendo los agujeros donde antiguamente habían ido fijadas las vías.

No pises en ningún sitio que no puedas ver.

Jon escoge con mucho cuidado dónde pone los pies. El limo no cubre del todo el cemento, y Jon sólo apoya su peso en los lugares secos. En ocasiones tiene que dar pasos en diagonal, otros enormes, de noventa centímetros de largo.

Avanza muy despacio. Y menos mal.

La primera de las trampas es un hilo casi invisible. Cruza el túnel, de un lado a otro, sujeto con una hembrilla a la pared. El otro extremo se hunde bajo el limo.

Jon se agacha y usa uno de sus pañuelos para retirar parte del barro verdoso que hay en los agujeros donde antes se anclaban las vías.

Debajo asoma un plástico azul eléctrico, que envuelve algo. Jon no sabe lo que es, pero está seguro de lo que sucedería si el hilo se rompiera.

Se pone de nuevo en pie, y pasa con cuidado sobre el hilo.

Jon no se relaja. Y menos mal.

La segunda trampa está casi inmediatamente después. Pero esta vez no es un hilo. Jon la ve casi por casualidad, ya que la linterna refleja en la lente del emisor de rayos infrarrojos colocado en la pared. Diez euros en cualquier tienda de electrónica. Igualito que los de los ascensores.

Pegado a la pared empapada, el inspector Gutiérrez tiene que hacer acrobacias para pasar por encima del sensor, situado a medio metro del suelo. Cuando consigue alejarse un poco, suelta un suspiro de alivio.

Jon sospecha que si hubiera interrumpido la comunicación entre los dos sensores, el mundo a su alrededor hubiera hecho bum.

Hay una tercera trampa ochenta metros más adelante. Es idéntica a la primera, salvo que esta vez el hilo está colocado tan pegado al suelo que es prácticamente invisible. De hecho, Jon no lo ve cuando pasa por encima de él. Si no lo pisa, es por pura y simple casualidad. Sólo se da cuenta de su existencia, con un sudor frío, cuando ve un segundo y tercer sensor infrarrojo por delante de él. Situados a distintas alturas. Medio metro y un metro por encima del suelo.

Me cago en Dios, piensa Jon.

Porque a ver cómo pasa por ahí.

No queda sino arrastrarse, y confiar en que no haya ningún hilo más por el suelo.

El inspector Gutiérrez se arroja al barro, con el cuerpo paralelo al hilo, y después repta por debajo de los sensores. Emerge al otro lado. El traje, las manos y la cara llenos de limo hediondo, unas náuseas terribles. El olor que le invade las fosas nasales es absolutamente repugnante.

No puede contenerse y vomita, aún a gatas. El asco se adueña de su cuerpo, lo posee y lo mueve de forma involuntaria, como un músculo bajo una corriente eléctrica. Escupe saliva, traga, vuelve a escupir más saliva. Cuando abre los ojos

(aún vivo, joder, aún vivo) le lleva un momento recuperar el control.

Se siente sucio.

Sin pañuelo para limpiarse, Jon se arranca la chaqueta, e intenta quitarse de la barba el cieno pegajoso, y limpiarse las manos lo mejor posible, usando el forro interior de seda. Deja atrás la prenda, inútil ya.

Esto no hay tintorería que lo arregle, piensa.

Se queda en mangas de camisa. Bajo ella se transparenta la palabra POLICÍA de su chaleco antibalas. No mucho, no obstante. La camisa es de algodón egipcio, y ha costado una cifra.

Ha llegado la hora de tomar una decisión. Porque un poco más adelante, presiente cómo el túnel se acaba. Ahora que los LED de la linterna están cubiertos de barro, puede ver una luz tenue filtrándose tras las paredes curvas.

—Habrá una recta al final. Cuando llegues allí apaga la linterna —había insistido Antonia—. O te verán.

—Y si hay alguna trampa en los últimos metros, ¿qué pasa?

Antonia no había respondido a eso.

Jon apaga la linterna. Ahora ha llegado el momento de caminar a ciegas, guiado sólo por el tenue resplandor que tiene delante.

Mientras avanza en la oscuridad, sin otra referencia que la de la pared a la que ha pegado los brazos y la espalda, Jon es extraordinariamente consciente de su cuerpo. Sus músculos agarrotados por la tensión. El estómago que ahora es un nudo vacío, empujando contra el diafragma. El corazón que late desbocado. La sangre golpeando en los oídos. La mandíbula dolorida de tanto apretar los dientes. Los ojos, sedientos de información. Las yemas de los dedos extendidos, que perciben cada mancha de humedad. El mundo es un abismo, y la oscuridad no ofrece cobijo, sólo amenazas.

Piensa en su muerte, que se le antoja inevitable. En todo lo que alguna vez quiso hacer y desechó, porque mañana será otro día. En amatxo, a la que no ha dicho agur.

Treinta metros. Treinta metros más, sin saber si el siguiente paso va soltar un hilo o cortar el circuito de dos sensores de infrarrojos. Sin saber si el siguiente paso será el último. Sin tener realmente claro por qué sigue adelante. Las certezas se han disuelto en el barreño ácido del miedo. Deber, honor, bondad, no son ahora más que palabras, letras amontonadas sin significado alguno. Que su cuerpo aborrece, ávido de supervivencia.

Si lo que quieres es vivir cien años, piensa Jon, no vivas como vivo yo.

15
Un secreto

Al otro lado del qanat y de la puerta trampa, una galería de servicio.

Pero ésta es décadas más antigua que aquella que Antonia encontró al principio de su viaje, hace horas que parecen ya días. Ahora está abandonada. De las personas que lo recorrieron sólo quedan vestigios. Un anuncio de cerámica en la pared nos ofrece «Válvulas Castilla, sólo lo mejor para su radio, apartado 242 de Madrid». Otro más adelante está convencido de que «¡Fumar Ideales te mantiene delgado! a la venta en las expendedurías de la Compañía Arrendataria de Tabacos».

Años treinta, calcula Antonia mentalmente. Antes de ser una galería de servicio, fue un túnel de paso del público. Cegado hace muchos años, deduce, al ver cómo se detiene abruptamente. La pared de ladrillo sin revestir probablemente tapa un acceso a la calle.

El extremo contrario del túnel, conduce a un lugar que lleva cerrado desde hace casi medio siglo.

Un lugar que ahora es la madriguera de Ezequiel.

El metro de Madrid guarda en su interior muchos secretos.

Uno de ellos es una estación fantasma, abandonada hace décadas. En su día formaba parte de un ramal único de la línea 2, que conectaba Goya con Diego de León. Inaugurada en 1932, cayó en desuso veintiséis años después, cuando el trazado cambió y se inauguró la línea 4. La enorme infraestructura se clausuró al público, pero los empleados del suburbano le dieron una utilidad diferente. Por la noche, cuando ya había concluido el servicio, los conductores hacían un último viaje.

Era conocido como el tren del dinero.

Sesenta hombres corpulentos recogían los miles de monedas que habían recaudado las taquilleras durante el día y los reunían en grandes sacos que cargaban en el tren del dinero. Después los acarreaban hasta la estación fantasma de Goya bis, donde volcaban los sacos en grandes mesas alargadas en el andén. Allí contaban la montaña de calderilla hasta la madrugada. Lo que no eran capaces de contar durante la jornada se acumulaba en dos enormes cajas fuertes creadas a medida por la prestigiosa casa Fichet. Tan sólo dos de los empleados más veteranos y de confianza conocían la combinación de las cajas.

A principios de los setenta, el lugar fue abandonado. Los empleados fueron reubicados, y los trenes del dinero, cancelados. Modernos métodos se emplearon para recoger la recaudación.

Goya bis se convirtió realmente en una estación fantasma. Sin electricidad, con la vía que conducía hasta ella retirada para ser usada en otros puntos de la red. Y el túnel de casi doscientos metros que llevaba hasta ella, bloqueado con una puerta que ya nadie cruza.

Un sitio que todo el mundo ha olvidado.

El escondrijo perfecto.

Antonia estudia el pasillo frente a ella. Al final, hay dos escaleras que descienden hacia el andén. Calcula el número de pasos que serán necesarios.

Apaga la linterna.

Las paredes están cubiertas de azulejos blancos, que reflejan la luz a pesar de estar cubiertos de polvo. No quiere alertar a sus enemigos de su presencia.

El resto del camino tendrá que hacerlo a oscuras.

El tiempo ya no es una línea recta, se ha desvanecido en la hoguera de la urgencia. Su vida —quién es, por qué lo es— carece de significado alguno. Todo lo que importa es el incierto y peligroso presente. Ahora el destino de Jorge, de Carla Ortiz, el suyo propio, no descansa enteramente en sus manos.

Todo este enorme esfuerzo no servirá de nada si cuando ponga en práctica su plan, Jon no cumple con su parte.

Ahora debe hacer aquello a lo que se ha resistido con uñas y dientes toda su vida: confiar en otra persona.