Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Antonia se encoge de hombros.

—Por lo general suele ocurrir que cuando me llaman a mí es porque la cosa es tan difícil que los demás tienen muchas posibilidades de cagarla.

En algo tiene razón, piensa Jon. Si algo puede poner cachondo a Capitán Musculitos es una foto suya en primera plana de los periódicos, ayudando a la rica heredera de la fortuna más grande del mundo a salir de dondequiera que la tengan escondida. Una oportuna llamada en el momento adecuado. No es cuestión de si el secuestro de Carla Ortiz va a ser del dominio público o no, es cuestión de cuándo lo será. Y si encima le sumas el otro caso

—Vale, yo tampoco confío en Parra, pero eres tú la que ha dicho que su teoría sobre el chófer tenía visos de realidad. ¿De verdad crees que puede ser él quien ha secuestrado a Carla Ortiz?

—Tenemos que comprobarlo antes de decidir qué hacer. Pero si el chófer sigue vivo a estas horas, te invito a otro mixto con huevo —dice Antonia con una sonrisa lúgubre.

—Entonces ¿qué vamos a hacer? —dice Jon, poniendo el coche en marcha.

—Por ahora, comer algo. Estoy muerta de hambre.

—Son las cuatro de la mañana.

—Tú conduce, anda.

Carla

Cuando Ezequiel se marcha, cuando el silencio vuelve, el tiempo desaparece.

Estamos tan acostumbrados a él, tan inmersos en nuestra realidad cotidiana de trabajo, comida, conversación, sueño, que hemos dado el tiempo por sentado. El natural transcurrir de los días, los pequeños desafíos, las alegrías, las frustraciones, se convierten en todo nuestro horizonte. El tiempo mismo se vuelve un sedante que nos anestesia acerca de la única realidad indiscutible. Todo lo que somos, lo que tocamos, lo que masticamos, lo que poseemos y nos follamos, a lo que hacemos daño y lo que nos lo hace, existe en un aquí y ahora que comienza en nuestra piel y acaba en nuestros pensamientos. Cuando a Carla le retiran el tiempo, esa crudelísima realidad es todo lo que queda.

Esto es lo que eres, esto es lo que hay.

Es tan difícil de asimilar esa realidad que dedicamos toda la vida a evitarla. Nuestra sociedad, nuestra cultura, nuestro cerebro. Los tres pilares de una perfecta obra de ingeniería dedicada a un único fin: esquivar la insoslayable verdad de la carne. Que es una prisión que se desmorona.

Cuando te quitan el tiempo, te quitan el velo de delante de los ojos.

Es inaceptable.

Lo sería para cualquiera en su situación. Para Carla Ortiz, la niña que creció como princesa sabiendo —por más que sus padres quisieron protegerla, hay empeños imposibles— que sería reina, lo es aún más.

Así que Carla, aún en posición fetal, con las manos tapándose los oídos, se instala en el no.

Es una propiedad bastante confortable.

Ella es Carla Ortiz, la heredera del hombre más rico del mundo. Dentro de unos años —muchos, espera, no tiene prisa, ama tanto a su padre, pero es ley de vida— será, a su vez, la mujer más rica del mundo. La mujer más rica del mundo no puede haberse quedado sin tiempo, a sus treinta y cuatro años.

Ella, simplemente, no está allí. Esto no está sucediendo.

Está en una competición, a punto de salir a la pista. Comprueba las cinchas de Maggie, dos veces, como siempre. La brida, las botas. Golpea dos veces con el tacón en el suelo, antes de montar. Por la buena suerte.

No, no estás ahí. ¿Dónde están
tus botas, tu casco, tu fusta?

No, está en la oficina, preparando su informe. El informe importante. El informe que demuestra que lo ha hecho bien. Que un año más ha peleado por ganarse la aprobación de su padre, que nunca acaba de llegar.

No, no estás ahí. ¿Dónde está
el puntero láser, tu ordenador, la pantalla?

No, está en casa, con su hijo. Es de noche, y él quiere ver otro episodio de El Asombroso Mundo de Gumball, o de Bob Esponja, o de Rexcatadores. «Sólo uno más, y a la cama.» «Y luego un cuento, mami.» «Sí, y luego un cuento.»

No, no estás ahí tampoco.

Es entonces cuando llega la ira. Porque no lleva sus botas puestas, ni está frente a una presentación de Power Point en la larga mesa de caoba de la sala de juntas de la oficina, ni puede oler el pelo de su hijo recién bañado —el mejor aroma del mundo.

¡Soy Carla Ortiz! ¡Esto no puede estar pasándome!

Abre los ojos. Te está pasando.

No es justo. Soy una buena madre, cuido de mi hijo. Soy una buena hija, soy una buena profesional. Soy una buena amazona. Soy una buena persona. Desde que he nacido, toda mi vida he dado el máximo, me he portado bien con las personas que me rodeaban.

No es justo.

La vida no es justa.

Tengo muchas cosas que hacer. Tengo que dirigir una empresa, tengo que criar a un hijo. Tengo toda la vida por delante. Estas cosas le suceden a… otras personas.

¿A qué personas?

Carla quiere ignorar la voz que escucha —tan nítida, a su lado, tendida en la oscuridad—. La voz que rebate cada uno de sus pensamientos. Pero esa pregunta sí que la contesta.

—A otras personas que no son yo —susurra.

Y, sin embargo, aquí estás.

Esto debería estar pasándole a otro.

¿A alguien viejo?
¿A alguien pobre?
Alguien… ¿prescindible?

Carla está llorando, de rabia y de asco de sí misma. Porque la respuesta es sí. Ahora mismo cambiaría a cualquier persona por ella misma. A cualquier desconocido. El pensamiento es tan vívido, tan fuerte, que por un instante se ve de vuelta en La Coruña, caminando por el paseo Marítimo. Un río de gente camina hacia ella, y Carla se abre paso entre la multitud, eligiendo quién. A quién encerraría en la oscuridad, para poder seguir ella viva, libre, feliz. Intacta. Todas las personas con las que se cruza, vuelven la cabeza en su dirección. Una monja, una madre, un ciclista, un jubilado con su nieto de la mano. Todos la miran, con sus expresiones vacías y sus vidas vacías e insignificantes, y a todos y cada uno de ellos los cambiaría por ella, sin dudar ni un solo segundo. Intenta agarrar del brazo a uno de ellos, y luego a otro, para arrastrarlo, para empujarlo a la negrura que avanza, que viene hacia ella. Todos la esquivan, y ella sigue caminando, y todos desaparecen, y sólo queda Carla en la oscuridad.

Ella, y la voz.

No eres especial.
Sólo te crees especial.
Pero nadie lo es.

Sí, ella sí que es especial. Es Carla Ortiz. Es la jefa de miles de personas, y dentro de unos años —muchos, espera, no tiene prisa, ama tanto a su padre, pero es ley de vida— será la jefa de cientos de miles. Cuando sale a la calle, hay paparazzi esperando en la puerta. Cada gesto suyo, cada palabra, cada conjunto que viste genera noticias, fotografías, comentarios. Su padre es un hombre poderoso, con contactos importantes. Ahora mismo su desaparición es portada en todos los medios de comunicación del planeta, es trending topic mundial. #DóndeEstaCarla, o quizás #BringBackCarla. Toda España estará pendiente de encontrarla, atenta a la más mínima pista. Un país entero apoyando al ejército que su padre habrá reclutado para rescatarla.

En un instante, su fantasía es ya una verdad tangible. Es cuestión de horas, quizás de minutos, que un montón de hombres uniformados irrumpan en este lugar, arranquen esta puerta de metal, la lleven con su hijo. Su padre estará esperando afuera, y también los periodistas. Carla tendrá el gesto cansado, pero la mirada serena y la cabeza alta. Saludará con una sonrisa tímida, pero fuerte. Que quede muy claro que no la han quebrado. La foto dará la vuelta al mundo. Y dentro de unos meses, cuando sea prudente, ella dará su primera entrevista, una entrevista muy bien escogida con una periodista de confianza, a la que le contará su ordalía. Y eso será una excelente publicidad para sus marcas, que llevan las mujeres fuertes de todo el mundo, y las ventas subirán mucho, y su padre por fin la querrá más que a su hermanastra.

Es cuestión de horas. Quizás de minutos.

5
Una contraseña

Antonia guía a Jon hasta un bar cerca de la glorieta de Embajadores. Afuera, una convención de taxis. Dentro, un rebaño de taxistas hambrientos. El sitio es un chigre infecto, a una sola cucaracha de que lo cierre una inspección de Sanidad. Pesadilla en la Cocina se negaría a grabar aquí, piensa. Pero luego llega la comanda y oh, los prejuicios. Al inspector Gutiérrez le sirven un tercio y un entrecot con pimientos —tan grande que tiene su propio código postal— que le hacen reconciliarse con la humanidad. Antonia se conforma con un bocadillo de lomo con queso y un vetusto pincho de tortilla recalentado al microondas.

Por Dios, qué mal come esta chica. No sé cómo está tan delgada la cabeza. Debe consumirle mucha gasolina.

—Por cierto —dice Jon, cuando acaban de comer—. ¿Y esa placa que has sacado antes?

—Es de verdad. O todo lo de verdad que puede ser un trozo de plástico que no significa nada. Mentor me consiguió varias.

—Es una caja de sorpresas, tu amigo.

—Es un hijo de la gran puta.

Intuyo un pero, piensa Jon.

—… pero lo que hace, lo que hemos hecho… ha servido de algo. Siempre. Con sus costes —dice Antonia, y el rostro se le ensombrece.

El sonido de la tele —Canal 24 horas en bucle— ocupa el espacio entre ambos durante un rato.

—Nada que me quieras contar.

—Son mis cosas —esquiva Antonia. De pronto, se ríe.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Nada. Antes me has llamado tu compañera. ¿Ya no soy una carga de la que librarte cuanto antes?

Jon se cruza de brazos. Pregunta importante, que merece respuesta detenida. Sí, Antonia Scott es insoportable, reservada, mandona, tiene un mal gusto terrible a la hora de comer, es impredecible y lo más probable es que esté loca de atar, o a un empujoncito de estarlo.

Pero.

—Sí, eso creo. Nos hemos visto envueltos en esto, y lo suyo es que te ayude hasta el final. Tampoco es que haya nada esperándome en Bilbao. Sólo amatxo con el bingo y las cocochas.

—¿No tenías un compañero en la comisaría?

—Se jubiló hace tres meses. Buen tío. Muy gracioso. El Cristiano Ronaldo del Scrabble. Le echo de menos.

—¿Novio?

—Ahora mismo no. ¿Y tú?

—Marido. Ya sabes dónde está.

—¿Desde hace cuánto?

— Tres años.

—Ya. Y tú tienes treinta y ¿cuántos?

—Treinta y no te importa —dice Antonia, tirándole una servilleta arrugada y grasienta.

—Pues eso. Que el cuerpo te pedirá ritmo de la noche de vez en cuando.

Antonia se ruboriza de forma inmediata. El efecto es asombroso, sus mejillas se ponen de color grana en cuestión de un segundo. Jon no había visto algo así desde Heidi, y aquella niña era un dibujo animado.

—No me fastidies… vaya con la señorita Scott… Así que le has dado a los polvos de una noche. Bien por ti —dice Jon, levantando su cerveza y apuntando el cuello hacia ella.

Antonia abre la boca, va a tratar de negarlo, pero se da cuenta de la futilidad del gesto.

—No es para celebrarlo. No estoy orgullosa —dice, muy seca.

—Chica, el cuerpo quiere lo que quiere.

—El cuerpo lo que tiene que querer ahora es trabajar.

Jon la mira, mosqueado. Mira el reloj. La vuelve a mirar, aún más mosqueado.

—Pensaba que íbamos a descansar unas horas. Tu amigo Mentor me ha reservado una habitación en un hotel de cuatro estrellas. Será un cabrón, pero es un cabrón con estilo. Y yo estoy roto.

—Pensabas mal. Coge tu cerveza y vamos a la mesa del fondo.

Jon la sigue, lo más lejos posible de los demás clientes. Antonia se frota las manos en los fondillos de los pantalones para desechar cualquier rastro que le haya podido quedar de la grasa del bocadillo y saca el iPad de la bolsa bandolera.