Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Creo que acabo de encontrar el cuarto de baño.

Hace un millón de años, en su luna de miel con Borja, gritó la misma frase desde un extremo de un bungalow de mil quinientos metros cuadrados en las islas Fiji, mientras en el extremo contrario su flamante marido le daba una propina excesiva al botones para que se largara cuanto antes.

La discordancia entre el recuerdo y su realidad es tan grande que Carla suelta una carcajada. Histérica, irreprimible. Estruendosa. Ríe hasta las lágrimas.

Y es entonces cuando escucha a alguien llamándola desde el otro lado de la pared.

6
Una localización

El inspector Gutiérrez nunca ha sido de trasnochar.

Es más bien de quedarse dormido en pijama en el sofá delante de una serie a eso de medianoche. Tres ronquidos y luego al dormitorio arrastrando los pies cuando salta el siguiente episodio y el logo de Netflix da sus dos sonoros aldabonazos. Por desgracia, la gente mala elige la noche para hacer cosas malas. Así que trasnochar es una obligación en la profesión que ha escogido.

Que tampoco la elegí yo. Que me eligió ella a mí.

Cuando se acabó el instituto, cuando tenía que comenzar la vida, Jon tenía miedo. Esa parte que le contó a Mentor es verdad. Pero también había algo dentro de él, un fuego del que quedan más que brasas. Ponerle nombres a ese fuego sería empequeñecerlo. Y así se dejó 874 pesetas en una solicitud para la oposición. Se presentó, pasó las pruebas físicas —no es que esté gordo, pero esa parte le costó— y se encontró en la academia de Ávila, y luego con un arma en la mano, y con un uniforme, y después ayudando a gente en la calle. En Pamplona, un año, y también en La Rioja, otro par. Incluso se libró de hacer DNI, aunque le decía a amatxo que eso era lo que hacía, y ella fingía que se lo creía. Y acabó volviendo a Bilbao, y allí se hizo inspector, y ya tenía metida la profesión, tan dentro que no se la podría sacar nunca. Y el fuego, pese a toda la mierda que había visto, sigue ardiendo de manera razonable, a sus cuarenta y pocos tacos, y ya ves tú.

De ese fuego tira el inspector Gutiérrez, agotado tras tres días larguísimos, cuando vuelve al coche con Antonia y ponen el coche en marcha. La aplicación Buscar Mi iPhone de la cuenta de Carla Ortiz ha arrojado un punto en el mapa, y hacia ella se dirigen.

—El móvil está apagado —dice Antonia—. Y hay algo que me extraña. Alguien como Carla Ortiz debería tener un portátil.

—¿Qué ordenador tenía en su casa?

—Un iMac Pro. El más caro de Apple.

—Es una ejecutiva que se mueve mucho. Lo lógico sería que tuviese un portátil de la misma marca.

—Y que éste estuviese con el mismo servicio de localización en la nube que el resto de sus dispositivos.

Jon, que nunca ha sido de Apple, no acaba de entender muy bien cómo funciona el asunto.

—No acabo de entender muy bien cómo funciona el asunto —dice.

—Tú te compras el dispositivo, y lo asocias a tu cuenta. Si te lo roban o lo pierdes, te conectas a tu cuenta desde cualquier otro usando tu contraseña y puedes ver dónde está. O, como en este caso, cuál es la última localización. Si el dispositivo se vuelve a encender y se conecta a internet, actualiza esa información en la nube.

—¿Y el portátil no está?

—No. Así que, o no tiene, que no creo, o alguien lo ha borrado de la nube. Y para eso es necesaria la contraseña.

—Así que, o lo ha hecho Carla, o alguien le ha obligado a decírsela.

—Eso es. Así que es probable que siga viva.

Una buena noticia. Un poco de combustible para el fuego.

—Ya estamos llegando —dice Jon.

Les ha llevado menos de veinte minutos llegar. Aún no son las seis de la mañana y la M-30 está casi desierta, así que Jon le ha pisado un poco. No mucho, no le gusta correr. Pero el tiempo corre para Carla Ortiz y ésta es la primera pista sólida que tienen.

—No te asustes si lo pongo a ciento cuarenta —le ha dicho a Antonia. Y Antonia no se ha inmutado, y han llegado enseguida.

Lo que no saben muy bien es a dónde han llegado. Jon detiene el coche cuando el GPS le indica que «ha llegado a su destino». Están en una carretera solitaria.

—¿Y ahora qué?

—Estos sistemas no siempre son precisos, sobre todo en zonas despobladas —dice Antonia—. Si en una ciudad tiene una precisión de cincuenta metros, aquí en el campo el radio puede ser de doscientos, o más.

—¿Y si el tal Ezequiel tiró el teléfono por la ventana del coche? Eso quiere decir que tenemos que buscar un cacharro de diez centímetros en un área de ¿cuánto? Soy malísimo en matemáticas.

—Alrededor de 125.664 metros cuadrados —dice Antonia, tras un parpadeo—. Redondeando.

—Redondeando… Tendremos que venir de día. Y con mucha gente.

—No desesperes tan rápido. Mira, allí hay algo.

No es un edificio, más bien parece un conjunto de ellos, rodeados por un muro. A la entrada hay una luz encendida. Es un portón de entrada de color verde botella, con una garita de seguridad.

Jon para junto a ella, se baja del coche y da dos golpes en la ventanilla.

—No parece haber nadie —dice Antonia.

—Menos mal que la puerta está abierta —se alegra Jon, agachándose junto a la entrada de la garita y sacando algo del bolsillo.

Hace siete u ocho años, una tarde

Jon perseguía a la carrera a un ladrón que ya le tenía hasta las narices. Era la cuarta vez que Luis Miguel Heredia escapaba por piernas. Las suyas, ligeras, de adolescente. Las de Jon, más débiles y más lentas —no es que esté gordo—. El chaval cada vez se crecía más, y ya se tomaba a choteo lo de escapar del, entonces, subinspector Gutiérrez. Tan felices se las veía que se dio la vuelta, en plena carrera, para hacer una doble peineta en dirección a Jon. Con tan mala suerte —o buena, según a quién preguntes— que al volverse se comió una señal de ceda el paso con los morros. El clon sonó hasta la otra orilla.

Jon le alcanzó unos, bastantes, segundos después. Luismi el Rata, que así se llamaba en la calle, estaba empezando a volver en sí. Tenía los labios empapados en sangre.

—Ya no corres tanto, ¿eh, Luismi? —dijo Jon, apoyando las manos en las rodillas. Aún no había recuperado del todo el aliento. Se sintió tentado de darle un par de patadas en los huevos para asegurarse de que no se levantaba y seguía corriendo. Muy tentado, notaba el hormigueo de anticipación en la punta del pie derecho.

En lugar de eso, se agachó y le ayudó a apoyarse en la señal que había interrumpido su carrera.

Al incorporarle Jon, la sangre tiñó de rojo la pechera de la camiseta blanca de publicidad, casi tapando el teléfono de Andamios Atxukarro, S.L.

—Joder, es la única que tengo limpia —dijo, espurreando más hemoglobina sobre sus propios pantalones y los del policía.

—Ya no —dijo Jon, sacándose un pañuelo del bolsillo y comprimiéndole la nariz para restañar la hemorragia—. No se te ocurra correr otra vez, que te rompo el alma.

—Para correr estoy yo —quiso decir, aunque debajo del pañuelo y con la nariz apretada, sonó más bien bacorreftoio.

—Si es que eres gilipollas. ¿Y cómo te pones a reventar puertas en Otxarkoaga? ¿No sabes que aquí sólo hay pobres?

Claro, que el chaval vive en San Francisco, que es todavía peor.

—¿Y dónde quieres que robe?

—Vete a Abandoibarra, y así me libro de ti. Además allí igual no te revientan la cabeza si te pillan. Como mucho te detienen.

Luismi negó con la cabeza todo lo que le permitió la manaza de Jon.

—Sale muy cara la Barik. —La tarjeta de transporte público—. Y las puertas son más duras.

—Pues aquí poco hay que rascar. —Jon retira el pañuelo, la hemorragia ha remitido—. Anda, tira para la comisaría.

El Luismi se pone tenso y está a punto de echar a correr, pero cada brazo de Jon pesa aproximadamente lo mismo que él, y tiene ambos encima.

—No puedo ir a la comisaría. Mañana tengo examen y no he estudiao.

—¿Examen? ¿De qué vas a tener tú examen?

—Me estoy sacando la FP.

—Anda ya.

—Te lo juro.

Se sacó de la mochila una libreta de apuntes. Estaba debajo de media docena de móviles que no tenía pinta de haber comprado.

—Déjame ir, anda. Si total el juez me iba a soltar mañana, que soy menor.

Jon se rascó la cabeza durante un rato, y acabó soltando al Luismi. Éste le prometió que a cambio le enseñaría a reventar puertas.

—Es muy fácil, hasta un txakurra viejo como tú puede aprender.

Jon no esperaba nada, ni siquiera que lo del examen del chaval fuera en serio —igual hasta había robado la libreta, vete a saber—. Pero Luismi se presentó dos meses después en la comisaría de Gordóniz, preguntando por él. Traía un título de FP de Grado Medio bajo el brazo, y un neceser pequeño para él.

—Ya no robo —le dijo—. Anda, vamos para tu casa.

—A mi casa no vienes tú, que está mi madre.

Se lo llevó a un edificio abandonado en Artxanda, y allí Luismi le enseñó a usar las herramientas del minúsculo neceser en todas las cerraduras que encontraron.

—Todo está en el tacto, en la punta de los dedos. Tienes que sentir las pequeñas vibraciones, y luego, zas.

—Ay, ladrón, algún día harás muy feliz a una mujer —dijo Jon, sin dejar de hurgar con la ganzúa.

—Toma, claro. ¿Tú sabes lo que gana un cerrajero?

7
Un centro hípico

—Ya está —dice Jon, cuando logra alinear las piezas del bombillo y éste gira con un chasquido. No puede evitar una punzada de amargura al recordar la edad que tenía Luismi cuando se estampó contra la señal. No debía de ser mucho mayor que el chaval al que habían hallado desangrado en La Finca. Vidas muy distintas.

Se pone en pie y le abre paso a Antonia para que entre.

Desde la garita al interior de la propiedad hay una puerta que no tiene más que un pestillo interior. Al otro lado, un enorme patio, y mucho silencio. Frente a ellos, un edificio de una sola planta. A la derecha, pegado al muro, otro. Por delante, oscuridad.

—Aquí guardan caballos —dice Jon.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Es que no lo hueles?

—No.

—Ah. Cierto. Perdona —se disculpa Jon, recordando el problema de Antonia.

De pronto, una linterna les alumbra a la cara. Jon se pone delante de su compañera de forma instintiva.

—¡Quietos! ¡Manos arriba!

—Venga, no te flipes —dice Jon, levantando las manos de todas formas—. Somos la policía.

El guardia de seguridad baja la linterna y la apunta al suelo. No debe tener ni veinte años. Ni tampoco una pistola. Les ha mandado levantar las manos armado sólo con una potente luz y mucha fuerza de voluntad.

—¿Cómo han entrado?

—La puerta de la garita estaba abierta. ¿A quién se le ocurre?

—Es mi primera semana. No deberían haber entrado.

—Hemos llamado y no había nadie.

—Había ido al baño.

—Tienes paja en el hombro —interviene Antonia, señalando la camisa del guardia.

—Bueno, está bien, me he echado un sueño en la parte de atrás de la cuadra, en las balas de heno. Esta hora es muy mala, al final del turno. Cuesta aguantar.

—Pues así no vas a conservar el trabajo otra semana. ¿Y como sabes que somos de la policía, si no nos has pedido ni la identificación?

El joven lo piensa un momento.

—¿Por qué iban a decirme que son la policía si no lo son?

Un argumento inatacable.

—Supuse que se habrían olvidado algo —continúa el guardia—. Sus compañeros han estado aquí toda la tarde. Se fueron cuando yo llegué. Venían buscando a una yegua robada, o algo así. Mi jefe les enseñó todo el recinto, pero no encontraron nada.