Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Aquellos sesenta millones de dólares serían hoy doscientos cincuenta millones de euros. Pero el padre de Carla Ortiz puede pagar eso y más. Puede pagar mil millones, dos mil millones. Lo que le pidan. Será el rapto más sonado de la historia, piensa Parra. Y será largo, porque los secuestradores pedirán mucho, y el padre puede pagarlo, pero hace falta tiempo para reunir todo ese dinero en efectivo.

Volverán a llamar. Y entonces les cogeremos.

Tengo los teléfonos de Ortiz pinchados. Sus comunicaciones están intervenidas. Antes o después

Satisfecho, Parra cierra los ojos. Sólo tiene que esperar a que llamen. Porque al final, todos llaman.

¿Quién desaprovecharía la oportunidad de trincar tanta pasta?

19
Una valla

Ninguno de los dos dice nada.

Cuando llegan al coche, Antonia se limita a programar una dirección en el GPS y luego mira por la ventana. Jon sabe que ella está a punto de echarse a llorar, porque él mismo lo está.

No pregunta dónde van. Se limita a conducir.

Están cerca. Ocho minutos más tarde, llegan a la puerta de un colegio. En la entrada, una bandera británica.

Antonia baja del coche. Luego golpea en la ventanilla.

—¿Vienes?

La puerta está cerrada, pero tan pronto se acercan, un zumbido les facilita la entrada. En recepción, una persona saluda a Antonia. La sonrisa es cauta.

—Están en el patio —le dice, en inglés—. Acaban de salir.

—Gracias, Megan —responde Antonia, en el mismo idioma—. Iré donde siempre.

Antonia guía a Jon por los pasillos hasta el segundo piso. Un ventanal se abre sobre el patio. Antonia abre ambas hojas y se acoda sobre el alféizar. A su lado hay un hueco que Jon no sabe si llenar. Al final decide aproximarse. Piensa, y con razón, que de lo contrario no le habría invitado a acompañarla.

Hay más o menos un millón de monstruos con jersey verde, polo blanco y pantalones grises.

—Es aquel de allí —dice ella, señalando a uno de los pequeños, que lleva una pelota en la mano. Debe de tener cuatro años. Pelo negro, sonrisa de diez mil vatios. Inconfundible.

—¿Cómo se llama?

—Jorge. Jorge Losada Scott —recita, orgullosa.

—Se parece a ti.

—Se parece más a su padre.

—La sonrisa es tuya.

—Eso dice mi abuela.

—Las abuelas suelen ser sabias.

—La mía lo es. Ojalá la conocieras. Le gustarías.

—Yo le gusto a todas las abuelas, bonita. La cuestión es si ella me gustaría a mí.

Antonia lo piensa un momento.

—Creo que sí. Ama la vida con pasión, y es muy cabezota. Como tú. Y a los dos os gustan el vino y la lana inglesa. Creo que os llevarías muy bien.

La siguiente pregunta es tan jodida que no hay manera de hacerla bien. Jon lo hace lo mejor que puede.

—Jorge no vive contigo, ¿no?

Los siguientes minutos van calzados con botas de metal. Jon no sabe si la ha ofendido, justo ahora que estaba empezando a abrirse. Sabe el privilegio que supone para él que alguien tan reservado como Antonia le haya mostrado a su hijo, aunque sea en la distancia. Siente ganas de abofetearse por su propia estupidez. Y luego ella responde.

—Cuando pasó lo de Marcos, Jorge tenía un año. Yo… no reaccioné bien. Sufrí un trastorno de ansiedad. Dejé el proyecto Reina Roja. No me apartaba de la cama de Marcos.

Una de las maestras toca la campana, el recreo se acaba. Los niños corren a ponerse en fila, cada uno a la suya. En el suelo hay rayas pintadas encabezadas por animales. Jorge se coloca sobre la que tiene dibujado un león.

—Mi abuela y mi padre intentaron hacerme reaccionar, pero yo me cerré en banda.

Los niños comienzan a desaparecer en el interior de la escuela. Fila a fila, el edificio los va absorbiendo. La de Jorge es la penúltima en ser tragada por las puertas de color rosa.

—Mi padre me quitó la custodia del niño. Yo ni siquiera me defendí. Creo que entonces me pareció un alivio. Sólo quería revolcarme en mi dolor y en mi sentimiento de culpa. Aún hoy, tres años después, me parece más fácil eso que cualquier otra cosa.

Antonia se queda mirando el patio vacío. Como todos los patios de colegio, tan pronto se marchan los niños se convierte en un lugar gris y deprimente.

—No puedo estar con él más que una vez al mes, y nunca a solas. Mi padre exige que me someta a tratamiento psicológico antes de confiar en mí. No le culpo. Por suerte en el colegio me dejan venir a verle jugar desde esta habitación, a condición de que mi padre no se entere.

—Pues sí que le tienen miedo. ¿Qué iba a hacer?

—Pues para empezar, quitarles la licencia.

Jon suelta una carcajada.

—¿Qué es, el ministro de Educación?

—Peor. Es el embajador del Reino Unido en Madrid. Y esto es un colegio británico…

—Joder. Bueno, al menos puedes verle.

—Durante un tiempo, eso fue suficiente.

—¿Qué es lo que ha cambiado? —pregunta Jon, aunque en realidad se refiere a:

Qué es lo que ha cambiado para que me cuentes esto.

Qué es lo que ha cambiado para que me traigas aquí.

Qué es lo que ha cambiado para que de pronto parezcas humana.

Antonia sacude la cabeza. Este lugar es sagrado.

—Aquí no quiero hablar de eso.

20
Una tortilla

A Jon Gutiérrez le gusta cocinar.

Los dos estaban muertos de hambre, y Antonia sugirió ir a un restaurante para un almuerzo temprano. Jon dijo que a esas horas dónde se iba a poder comer bien, que esto es Madrid; Antonia, que a ver qué te crees; Jon, que no tienes ni idea de cocinar; Antonia que, aquí se come mejor que en ningún sitio; Jon, que tú qué sabrás si a ti te sabe todo a cartón. Y acabaron en casa de Antonia tras un no hay huevos. Una parada previa en el súper de abajo: Una malla de patatas, una cebolla, una botella de aceite de oliva, media docena de huevos camperos (que no había).

Así que Jon se quita la chaqueta, se arremanga, se lava las manos. Pela las patatas y las corta en láminas muy finitas, chascándolas un poco. Pone el aceite a calentar, mucho, vigilando que no esté demasiado caliente. Echa las patatas, veinte minutos. Mientras, pica la cebolla y la pocha en sartén aparte hasta que está cristalina. Saca las patatas. Las escurre. Las deja reposar hasta que han enfriado un poco. Luego pone el aceite caliente como los pozos del infierno, y echa las patatas. La doble fritura es la clave. A partir de ahí, cuesta abajo. Bate los huevos, homogéneos pero sin pasarse. Saca las patatas, están crujientes y un punto tostadas. Las escurre, las seca un poco con papel de cocina. Las deja atemperar para que no cuajen el huevo al entrar en contacto con él. Las mezcla con el huevo, apretando un poco para que se empapen. Las echa en la sartén. Cuando los bordes están cuajados, le da la vuelta con un plato. Momento crítico. Sale bien. La sirve.

Antonia corta la tortilla, que se derrama un poco, oro líquido. La prueba.

—Me sabe a cartón —dice, con la boca llena.

—Me cago en tu padre, Scott.

Resulta que es la mejor tortilla de patatas que Antonia ha probado en su vida, claro. Aunque ella no lo sabe, por lo de su anosmia. Pero Jon sabe por los dos, por eso se come tres cuartas partes, mojando pan. De pie, en la cocina y pinchando por turnos en el plato, porque no hay otro sitio. Luego un par de cápsulas en la Nespresso.

Acaban sentados en el salón, en el suelo. Por el ventanuco se cuela la primera luz de la tarde. Un millón de motas de polvo bailan en el rayo que ha quedado entre los dos.

—Tienes una casa de lo más acogedora —dice Jon, señalando las paredes desnudas, la ausencia de muebles.

—Cuando pasó lo de Marcos, me deshice de todo —explica Antonia, con voz débil—. Nada que no fuera imprescindible.

Parece más frágil y vulnerable que de costumbre.

—Estabais muy unidos.

—Estamos. Marcos es especial. Es escultor, ¿sabes? Es dulce, es cariñoso…

—¿Cómo os conocisteis?

—En la universidad. Yo acababa Filología. Él Bellas Artes. Nos encontramos en un cumpleaños de una amiga. Nos pusimos a hablar y ya no dejamos de hacerlo. Me vine a vivir con él una semana después.

—Me habías dicho que el edificio era suyo, ¿no?

—Una herencia familiar. Le permitía centrarse en su carrera como escultor. Había conseguido ya un par de exposiciones en galerías de arte. Estaba empezando a despegar cuando pasó…

No termina. Jon señala alrededor.

—¿Por qué la redecoración?

Antonia se encoge de hombros.

—Mi cerebro… no es normal. Puedo hacer cosas que los demás no pueden.

—De eso ya me había dado cuenta —dice Jon, dándole un sorbo al café—. ¿Como por ejemplo?

—Puedo decirte qué día de la semana naciste…

—Catorce de abril de 1974.

—Domingo. Si leo algo, no lo olvido nunca.

—A ver —desafía Jon, sacándose un paquete de chicles del bolsillo y arrojándoselos en el regazo.

Ella lo mira, enarcando una ceja.

—No soy un mono de feria.

—Venga, dame el gusto. Total, estamos solos.

Antonia le da la vuelta al paquete, lee los ingredientes, se lo lanza de vuelta. Recita de memoria:

— Edulcorantes (sorbitol, isomalt, jarabe de maltitol, maltitol, aspartamo, acesulfamo K), goma base, agente de carga (E170), aromas, humectante (E422), espesante (E414), emulgentes (E472a, lecitina de girasol), colorantes (E171, E133), agente de recubrimiento (E903), antioxidante (E321).

—Gu-a-u. Haces una gira por Soria y te forras.

—Ah, y no te olvides que un consumo excesivo puede producir efectos laxantes.

—Qué más quisiera.

—Comes demasiada carne roja.

—Como si hubiera otra. Pero no entiendo qué tiene que ver tu memoria con que no tengas muebles.

—A la mayoría de las personas todo se les acaba olvidando, o el tiempo matiza sus emociones. Mi memoria es casi perfecta. Si un recuerdo me afecta, puede hacerme mucho daño. Por eso no tengo nada que me recuerde a Marcos.

—Excepto Marcos —dice Jon, como quien no quiere la cosa.

—Paso todas las noches en su habitación. Eso las hace un poco más llevaderas. Pero durante el día intento alejarme. Vengo aquí, trabajo en… un proyecto personal. Y aguanto como puedo.

—¿Siempre ha sido así? ¿Lo de tus recuerdos?

—No —dice Antonia, tras una pausa—. Siempre, no.

En esa pausa de tres segundos hay océanos de tiempo. Repletos de tifones y oleaje, de remolinos profundos y agitados.

—¿Qué te hicieron, niña?

Antonia suspira. Niña. No le dice que así la llama la abuela Scott. No le dice cuántas veces ella le ha hecho la misma pregunta que Jon acaba de hacer. Aparta la mirada.

—No puedo contártelo.

Lo que hicieron primero

La sala es negra y está llena de luz. Paredes y techo están alfombradas de material aislante, tan grueso que no deja pasar el sonido. Cuando Mentor habla por los altavoces, su voz parece venir de todas partes al mismo tiempo.

Antonia está sentada en el centro, en la posición del loto, vestida sólo con camiseta blanca y pantalones negros. Está descalza. El aire de la habitación es frío, aunque eso puede cambiar en cualquier momento. Mentor controla la temperatura a su antojo, para poner las cosas más complicadas.

—1997. Un serbio llamado Dejan Milkiavich secuestra un avión con destino a Barcelona. Exige a las autoridades una mochila con un millón de dólares para liberar a los ciento catorce pasajeros, y dos paracaídas. El avión aterriza y el hombre deja libres a todos los pasajeros. Después ordena al piloto que despegue y ponga rumbo al desierto de los Monegros. Cuando sobrevuelan el desierto, el hombre salta del avión con un solo paracaídas. ¿Por qué?

—Si hubiera pedido uno solo las autoridades sabrían que era sólo para él y podrían habérselo dado dañado. Al pedir dos no podían jugársela a que el piloto muriese —dice Antonia, al momento.

—Fácil. Mira la pantalla.