Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Nicolás siente de nuevo el sabor a ceniza en la lengua y en el paladar. No le gusta esta confusión que siente. Desde que ella regresó.

Toma la pistola de encima de la mesa. El peso, la presencia física del arma, le confieren una extraña determinación.

Es una puerta. Una puerta, piensa Nicolás.

Se introduce el arma en la boca. Sus dientes rozan el metal, lo muerden. La grasa del arma, el metal, arrastran el sabor a cenizas.

Una ligera presión, es todo lo que hace falta. Y después sólo habrá paz.

Aprieta el gatillo, pero el arma sólo le devuelve el chasquido del seguro.

Eres un viejo inservible.

No me extraña que tu padre te pegara.

Suenan sus pasos, acercándose, y Nicolás deja el arma sobre la mesa a toda prisa.

La próxima vez. La próxima vez se atreverá.

—¿Está todo listo? —pregunta Sandra.

Nicolás asiente. Se ha esforzado mucho, pero ha cumplido con todo lo que le ha pedido.

Ella le sonríe.

3
Un rolls royce

Antonia Scott (metro sesenta, cincuenta kilos) calcula sus posibilidades de deshacerse del hombre que la arrastra hasta el coche que está en la puerta (metro noventa, ochenta y siete kilos). Son nulas. No hace falta ni siquiera incorporar el dato de que el hombre es, como todos los que prestan servicio de seguridad en la embajada, un oficial del SAS británico. Como los GEOS o los Marines, pero en fish and chips.

El SAS ha hecho su trabajo de reconocimiento. La lleva, a empellones y gruñidos, por los pasillos menos concurridos de la parte trasera. Sir Peter les sigue, tres pasos por detrás. Descienden las escaleras, atraviesan la zona de oncología —siempre en el lugar más escondido— y acaban en el exterior del recinto por una puerta lateral que ni siquiera Antonia había visto, y eso que prácticamente vive en el hospital de la Moncloa desde hace tres años. Todo estudiado para cruzarse con el mínimo número de personas.

El Rolls Royce Phantom que aguarda fuera —un segundo SAS sostiene la puerta del coche abierta— es el coche oficial del embajador del Reino Unido, lo cual no quita para que sir Peter se sienta más que orgulloso de él. En otras circunstancias, Antonia quizás apreciase que la estén metiendo a la fuerza en un coche de medio millón de euros, pero no es el caso. Ahora mismo sólo es capaz de pensar en que, si le suben a ese coche, todo habrá acabado para Jorge, para ella y para Carla Ortiz.

No puede permitirlo.

Y, sin embargo, no se le ocurre ninguna forma de evitarlo. Dejarse dominar por el pánico, arrojarse al suelo, gritar… todo eso sólo empeorará las cosas.

Cuando quiere darse cuenta, ya está sentada en el coche, en el asiento detrás del conductor.

—Estás cometiendo un error —le dice a su padre, que ocupa el asiento a su lado. Los dos SAS se colocan delante.

—Ojalá sea verdad, Antonia —dice él, pero no la cree. Él ya la ha juzgado culpable, porque cree que lleva tres años sin estar en sus cabales. Y esa segunda parte quizás fuera cierta hace unos días, pero ya no lo es.

Ya no quiero quitarme la vida, piensa, y se da cuenta de que es verdad. Después de años controlándose, permitiéndose sólo fantasear con acabar con todo durante tres únicos minutos cada noche, tan sólo cuatro jornadas han sido suficientes para cambiarlo todo.

No puede terminar así.

Las puertas del coche se cierran.

Antonia mira a su alrededor con desesperación, buscando una salida que no existe.

El conductor, el mismo SAS que la ha traído a remolque, pone el coche en marcha.

Entonces hay un cataclismo.

Treinta segundos antes

A Jon Gutiérrez no le gustan las injusticias.

Las palabras de Antonia le han herido, mucho más de lo que está dispuesto a admitir. Había puesto todas sus expectativas en ella, había supeditado todo a conseguir, como fuese, que encontraran juntos a Carla Ortiz. Por supuesto, la vida no es una línea recta ni un camino despejado, y la mochila que Jon se había traído de Bilbao

Y tus mentiras.

habían acabado con el sueño.

Así que Jon Gutiérrez está sentado en el Audi A8 sin trabajo, ni objetivo, ni esperanza. Campana herida en el campanario, mitad partida por la mitad. En su hotel le están esperando los amigos de Asuntos Internos, como hay Dios. Pero él no va a darles el gusto, no señor. Si quieren hablar con él, que vayan al Botxo, que en esta época del año está precioso, y la caseta del perro —así llaman los de Bilbao al Guggenheim— refulge al sol de junio, junto a la ría.

Aún está a tiempo de plantarse en Bilbao para una cena tardía si arranca ahora y pisa con garbo. Podrá abrazar a amatxo, contarle las penas, y dejar que el mañana traiga tiempos peores.

Pero claro, entonces ve a Antonia siendo arrastrada dentro del coche por un tipo grandote e indudablemente armado.

El inspector Gutiérrez nunca ha sido devoto de la doctrina de perdidos al río. La primera vez que se dejó llevar por las circunstancias fue hace cuatro días, y porque no le quedó otro remedio. De la iglesia de la que sí es devoto Jon Gutiérrez, donde pone velas, hace genuflexiones y recita plegarias es la de Nuestra Señora de Con Mi Compañera No se Juega. Así que, sin mediar más pensamientos, pone el coche en marcha, aprieta el acelerador, mete marcha —truquitos que uno aprende cuando se junta con psicópatas— y lanza el Audi disparado contra el costado del Rolls Royce.

Y van dos.

4
Una negativa

La fuerza del impacto hace trizas la ventanilla trasera izquierda, cubriendo a Antonia de cristales. Deforma el habitáculo del Rolls Royce y la arroja contra su padre, que aún no se había puesto el cinturón. Los airbags saltan en el asiento del conductor y del pasajero pero, por alguna razón, este coche de medio millón de euros decide que los pasajeros de atrás no los necesitan.

La frente de sir Peter ha golpeado contra la ventanilla de su lado, y ha dejado una telaraña en cuyo centro hay una araña carmesí. Su pelo blanco —Antonia está convencida de que se lo tiñe— está ahora empapado en sangre.

Antonia está sobre él, en una postura íntima, su cabeza sobre el pecho, que no se producía desde hacía ¿veintisiete?, ¿veintiocho años? Pero ella no busca el contacto —a pesar de que puede oír con nitidez el corazón de su padre, latiendo a menos de veinte centímetros de su oreja derecha—. Lo que busca es la manija de la puerta, con ambos brazos extendidos hacia delante por culpa de la brida que le une las muñecas.

—No… —susurra su padre, aturdido aún por el golpe.

Ella logra abrir la puerta e incorporarse, pasa por encima de su padre —es consciente de haberle dado un rodillazo en los riñones que no lamenta mucho—, pero cuando ya tiene medio cuerpo fuera, sir Peter le agarra de la pierna y tira hacia atrás.

—Sólo vas a empeorar las cosas —dice sir Peter.

Su hija patea, cocea con fuerza las piernas y el pecho y los brazos de su padre, hasta que logra librarse.

Las cosas no pueden estar peor.

Los dos SAS están empezando a deshacerse del amoroso abrazo del airbag. Al otro lado del coche, Jon Gutiérrez está en las mismas. Sólo que él tiene algo más de experiencia. Ha logrado incluso volver a encender el coche y le hace gestos con la mano para que suba.

Antonia le mira, niega con la cabeza.

Echa a correr en dirección contraria, alejándose de Jon, alejándose de su padre.

Corre, Antonia.

5
Una línea despejada

Tres horas más tarde, Antonia ha dejado de huir.

Aún no está a salvo, por supuesto.

Logró perder a los SAS metiéndose en la estrecha calle entre el hospital y la residencia de ancianos del edificio contiguo. Cuando dobló la esquina tenía pocas opciones. Por delante de ella sólo estaba el Manzanares. Al otro lado del río, un barrio de pequeñas casas unifamiliares donde Antonia sería un objetivo fácil. Así que decidió entrar en la residencia de ancianos. Iba a paso lento para no llamar la atención, a pesar de que sabía que le andaban a la zaga. Llevaba la mochila bandolera colgando delante de sus manos esposadas. Cuando alcanzó la escalera echó de nuevo a correr hasta el segundo subsótano, donde hay un túnel que conecta con el cercano hospital. Salió por la puerta principal —a menos de seis metros de su padre, que estaba de pie, de espaldas a ella, sujetándose la cabeza con las manos, y mirando en la dirección en la que ella había huido antes— y cruzó la calle, en dirección al parque de la Bombilla, donde usaría el borde de una papelera para deshacerse de las esposas de plástico.

Jon ya no estaba a la vista. El Audi había desaparecido. Aunque no cree que pudiera circular mucho con él, al menos no le cogerían tan pronto.

¿En qué momento dejamos de ser los cazadores para convertirnos en presas?, piensa Antonia.

Está en el McDonalds de Gran Vía. Probablemente el lugar más anónimo sobre la faz de la Tierra, con cientos de personas entrando y saliendo cada minuto, y más a esa hora. Las seis de la tarde, el momento en que se junta la merienda de los españoles con la cena temprana de los turistas extranjeros. Conseguir mesa ha sido imposible, así que Antonia se come su Cuarto de Libra con Queso, sus patatas extragrandes y su McFlurry —va a necesitar toda la energía que pueda— sentada en uno de los puf de la entrada, con la bandeja sobre las rodillas. No cree que la estén buscando por la calle, aún es muy pronto, pero está de espaldas a la cristalera. Por si han metido su fotografía en el sistema y por casualidad la reconoce un agente avispado.

No, su padre la habrá denunciado a la policía. Sin duda, la gente de Homicidios estará trabajando en el caso y querrá hablar con ella. Desde luego no pueden pedir ayuda a la Unidad de Secuestros y Extorsiones. Ezequiel se ha encargado de eso.

Estamos exactamente donde Ezequiel quería. Le hemos encontrado cuando ha querido que le encontremos. No antes.

La gente de Homicidios se toma las cosas con más calma que los de la USE. Sus clientes ya no protestan ni se les puede hacer más daño, así que lo de coger a un responsable que huye es una cuestión de tiempo. Que de hecho siempre corre a su favor. Cuando el fugitivo corre, se desgasta. No se puede huir eternamente, y menos hoy, cuando todo lo que un fugitivo necesita —comer, beber, dormir— deja una huella electrónica. A no ser que lleves un quintal de dinero en efectivo.

No es el caso de Antonia. Todo su capital era un billete de veinte euros que lleva siempre, doblado, entre el móvil y la funda, para una emergencia. Un Cuarto de Libra con Queso parece una emergencia muy necesaria, pero ahora sólo le quedan nueve euros y cuarenta y cinco céntimos.

Pensándolo bien, no tenía que haber pedido el helado.

No ha usado la tarjeta de crédito por un exceso de precaución. Es mucho más peligroso tener el móvil encendido. Si de verdad quieren atraparla, ese pequeño aparatito les llevará directamente hasta ella como un faro a un barco en mitad de la tormenta.

Pero tampoco puede apagarlo ni deshacerse de él. Porque está esperando una llamada que sabe que no tardará en producirse. Por ese mismo motivo ha colgado a Mentor, que ya la ha llamado tres veces, y a Jon, que ha llamado otras seis.

La que más le ha dolido ha sido la abuela, que ha llamado también. Una sola vez. Tampoco la ha cogido, por difícil que haya resultado.

La línea debe estar libre.

Guarda los últimos restos de la bebida para ingerir una de sus cápsulas rojas. La sobrecarga de estímulos —la gente, las luces, las conversaciones, los coches, sus propios pensamientos acelerados— a su alrededor está volviéndola loca, y necesita frenar su mente, recuperar el control, filtrar. Cada una de las cápsulas le concede escasos cuarenta minutos.