Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

El inspector Gutiérrez se queda pensativo un momento.

—Esa frase que dijo… los hijos no deben pagar los pecados de los padres. Búscala en tu iPad. Es de la Biblia.

Antonia teclea un momento y le muestra el resultado.

El que peque merece la muerte. Ningún hijo pagará por el pecado de su padre, ni tampoco ningún padre pagará por el pecado de su hijo. ¿Acaso me es placentero que el malvado muera? Quiero que se aparte de su maldad y que viva.

—Ezequiel, capítulo dieciocho —dice Antonia—. Tenías razón.

—Como diría el Capitán Musculitos, «vamos a presuponer que Ezequiel es un seudónimo». Nuestro asesino ha tomado el nombre de un profeta.

Antonia se pone en pie y se apoya en la pared.

—A ver, catequista, para que lo entienda una atea. ¿Quién era este señor con barba? Porque supongo que tenía barba.

—Todos tenían barba, bonita. Ezequiel era un sacerdote judío en la época en la que los judíos estaban cautivos en Babilonia. El pueblo era preso de un poder opresor y tiránico. Y Jeremías habló de la justicia en tiempos difíciles. Que cada uno pague sus propias culpas, es lo que significa.

—No soy teóloga, pero creo que nuestro hombre lo está entendiendo al revés.

—Tenemos un hijo secuestrado, una petición imposible, y la frase «que los hijos no paguen los pecados de los padres».

—Me pregunto qué clase de pecados puede haber cometido la presidenta de un banco —dice Antonia.

—Pues no se me ocurre ninguno.

Antonia le mira con extrañeza.

—Estaba utilizando el sarcasmo.

—Se te da igual de bien que la teología —dice Jon, conteniendo las ganas de reír.

—Entonces el secuestro está motivado por un chantaje —continúa Antonia—. Ezequiel secuestró a Álvaro Trueba, le dijo a su madre que para liberarlo tenía que hacer algo. Ella se negó. No hubo más negociaciones, ni presión, ni llamadas.

—Y ahora le ha pedido algo parecido a Ramón Ortiz. Algo que no apela a su condición de padre, sino de empresario.

—Y que Ortiz se ha negado a revelarnos. ¿Por qué?

—Quizás para que no le juzguemos.

—Ya has visto lo que le ha importado nuestro juicio a Laura Trueba. No. Si no hay un sitio de entrega, si no va a haber llamadas… ¿cómo va a recibir el pago del rescate?

—Tiene que ser algo que él sepa que Ortiz ha hecho. Una declaración pública.

Es lo único que cuadra, piensa Jon.

—Por eso Ortiz ha insistido tanto en el secreto absoluto. Y también Trueba. Porque si esto saliese a la luz…

Jon se rasca el pelo.

—Antonia, tenías razón. La noche en la que estuvimos con Ortiz. Dijiste que su comportamiento no era normal. Que tenía miedo, un miedo que no entendías, un miedo que no era por su hija. Ahora ya sabemos de qué tenía miedo.

Antonia asiente, despacio.

—Nos tenía miedo a nosotros.

Jon mira el reloj.

—A Carla Ortiz no le queda mucho.

—Cuarenta horas y media —responde Antonia.

Dos mil cuatrocientos treinta y seis minutos. Tiempo suficiente para que su corazón lata ciento setenta mil veces más antes de que Ezequiel lo haga detenerse, como castigo por los pecados de su padre.

—Pues pongámonos en marcha —dice Jon, poniéndose en pie.

No queda otra solución y los dos lo saben.

Sin pistas, con todos los caminos agotados, el único lugar del que pueden extraer alguna información es el único lugar al que les han prohibido ir.

23
Un padre

Hay dos guardaespaldas en el portal de Ramón Ortiz.

El multimillonario no había regresado a La Coruña, sino que había cancelado sus planes de trabajo y se había quedado en la capital, en su piso de la calle Serrano. No tenían la dirección, pero a Antonia le costó menos de dos minutos localizarla usando las fotos de los blogs y las revistas del corazón. La última planta de un edificio señorial, a menos de cincuenta metros de El Corte Inglés.

El inspector Gutiérrez deja el coche aparcado muy ilegalmente en la parada de taxis frente a la casa, sin darse cuenta de que una moto se sube a la acera un poco más atrás.

Jon espera un par de minutos y luego baja del Audi. Se dirige hacia un encuentro que pinta corto y desagradable. Jon supone que a los guardaespaldas les habrán avisado de que son personas non gratas cerca de Ortiz.

Supone bien. Los guardaespaldas se envaran cuando le ven acercarse, los dos a la vez. Dos muñecos de resorte con traje negro, corbata y cara de haber pisado algo nauseabundo. Sólo que ese algo no lo llevan pegado a los zapatos, sino que camina hacia ellos con una sonrisa deslumbrante.

—Hola, buenas tardes —dice el inspector Gutiérrez.

Antonia también ha hecho suposiciones. Ha supuesto que la cafetería —de franquicia famosa, horrendo nombre en francés, con lo bonito que es el castellano— que hay junto al portal tendría una puerta trasera. Así que se ha bajado un poco antes del coche y ha dado la vuelta a la manzana. Entra en la cafetería y cruza al otro lado de la barra sin pedir permiso. Pasa casi rozando a la camarera que atiende a los clientes cargados de bolsas de papel de tiendas muy caras. La camarera se gira hacia ella, le dice algo, pero Antonia no se para a escucharla ni a discutir, sino que sigue andando hasta cruzar la puerta batiente —con el preceptivo ojo de buey— y entra en la cocina.

Huele a almendras tostadas y a pan recién hecho, aunque el olor procede de los bollos que una máquina fabricó en un polígono y empleados mal pagados recalientan en horno vertical, repleto de bandejas. Dos jóvenes miran a Antonia con extrañeza, pero ella no se para. Cruza una segunda puerta batiente, y pasa junto al encargado, que está inclinado sobre su ordenador, estudiando una hoja de cálculo, tan concentrado que al principio no percibe la presencia de Antonia. Al otro lado del despacho hay un pasillo.

Antonia aún no ha empezado a recorrerlo cuando el empleado se levanta y grita.

Ella le ignora, porque cuenta con un elemento a su favor. Casi nadie reacciona de forma instintiva a una invasión como aquélla de forma inmediata. Hace falta un período de reajuste, de reinterpretación de la realidad cotidiana para poder actuar acorde a lo que otra persona está haciendo que se supone que no debería estar haciendo.

—¿Oiga? ¡Oiga, señora!

Antonia enfila el pasillo con decisión. Hay varias puertas, y Antonia no tiene tiempo para abrirlas todas, así que traza en su cabeza un mapa mental —la posición de la calle, el primero giro en la barra de la cafetería, el segundo en la cocina— y el resultado le dice que elija la puerta del fondo. Cuando llega, se da cuenta de que ha elegido bien, es la única con cerrojo y resbalón. Trastea con el cerrojo, que va muy duro.

—No puede estar aquí. —Oye la voz del encargado a su espalda. Lo tiene casi encima.

—Llego tarde. Llego tarde —responde Antonia, sin darse la vuelta, en su mejor imitación del conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas—. Llego tarde al dentista.

La puerta se abre, justo a tiempo, cuando las manos del encargado ya le rozan el hombro. Antonia se desliza entre el marco y la puerta entreabierta, sale al portal y pega un tirón para cerrarla a su espalda.

—Loca del coño. —Oye, al otro lado de la puerta, amortiguado, inocuo. Se prepara para correr por si el encargado decide perseguirla por el portal, pero parece que su imitación del conejo ha surtido efecto. El sonido del cerrojo cerrándose de nuevo a su espalda le indica que el encargado ha dado el problema por resuelto.

A Antonia le quedan problemas por delante. Desde el portal se asoma y ve a Jon discutiendo con los dos guardaespaldas. No puede oír nada, pero el inspector Gutiérrez gesticula como un vendedor de mercadillo. Mala señal, si las cosas se calientan mucho, Parra o alguno de sus lacayos no tardará en aparecer. Corrección. No si se calientan. Cuando se calienten.

Antonia estima que tiene entre diez y quince minutos en el mejor de los casos.

Complicación: el ascensor se pone en marcha. Uno de esos ascensores descubiertos de hace cien años. Tipo Stiegler, Camerín de caoba que desciende medio metro por segundo. Instalado por el propio Schneider, lo pone en la verja de hierro forjado, junto a la fecha, 1919.

Otra complicación: Los guardaespaldas de la puerta han abierto el portal. Uno de ellos empuja a Jon Gutiérrez al interior.

Aún no han visto a Antonia, pero lo harán pronto. Sus posibilidades se reducen.

Antonia elige subir andando, por si los guardaespaldas de la puerta han pedido refuerzos al que, inevitablemente, aguarda en la puerta de arriba. Su intuición se prueba correcta cuando se cruza con el camarín a la altura del segundo piso. El hombre de traje negro y corbata completa su atuendo con un cable en espiral que termina en la oreja. Antonia se clava contra la pared, intentando hacerse invisible, pero Jacobo Schneider, legendario instalador, tuvo el mal gusto de forrar el interior del ascensor de espejos. Por los cuatro costados.

Las miradas de Guardaespaldas número 3 y Antonia se cruzan. Antonia echa a correr, escaleras arriba. Sus diez minutos de ventaja se han reducido considerablemente.

Llega al quinto piso sin resuello —Antonia no está en buena forma— y llama a la puerta. A veces sólo puedes esperar lo mejor.

El que abre es el propio Ramón Ortiz. En un día bueno, el octogenario aparenta setenta. Hoy no es uno de esos días. Tiene los ojos hundidos, la piel grisácea y apagada.

—¿Quién…? —Luego reconoce a Antonia.

Sostiene la puerta entreabierta como un escudo.

—No tengo mucho tiempo, señor Ortiz. Y su hija tampoco.

En las escaleras —todo mármol, frisos señoriales—, los pasos de Guardaespaldas número 3 resuenan cada vez más cerca.

—Se supone que no debo hablar con usted —dice Ortiz, dudando.

Si le cierra la puerta en las narices, que ahora es su opción favorita, el partido se habrá acabado. Antonia se la juega.

—Se supone que usted debería haberle dicho la verdad a la policía sobre lo que le pidió Ezequiel.

Ramón Ortiz se queda congelado. El único movimiento en su cuerpo es el de su piel, cambiando del gris ceniza a un blanco culpable.

—Por favor. Puede ser nuestra última oportunidad —suplica Antonia.

Seis segundos es lo que queda hasta que Guardaespaldas número 3 la alcance.

Para otras personas, seis segundos pueden ser una cantidad minúscula de tiempo.

No para Ramón Ortiz.

En seis segundos, Ramón Ortiz ve pasar ante sus ojos los resultados de ambas posibilidades: dejar entrar a Antonia, y admitir que mintió a la policía, convirtiéndose en culpable de obstrucción a la justicia, abriendo el camino para que toda la verdad salga a la luz; o mantenerla fuera, ateniéndose a su primera versión. En esos seis segundos el rostro de su hija Carla —de niña, dejando caer un helado en la alfombra persa; de adolescente, la primera vez que volvió a casa tarde, llorando porque su primer novio había roto con ella— aparece también.

Guardaespaldas número 3 alcanza a Antonia y la reduce. No le cuesta mucho ponerle el brazo a la espalda y retorcérselo. Antonia no opone resistencia —y aunque la opusiera, pesa treinta kilos menos que él—. Su mirada no se aparta de la de Ortiz en todo el proceso.

—Por favor —repite Antonia, con el cuello retorcido, para no interrumpir el contacto visual.

Con un solo gesto usted puede parar esta locura, dicen sus ojos. Con una sola palabra, puede cambiar las cosas.

El multimillonario aparta la mirada y cierra la puerta, despacio.

Ni Coppola la hubiera cerrado mejor.

Bruno

Así es como se hace buen periodismo, piensa Bruno Lejarreta. Nunca nadie se amó tanto ni tan intensamente como se ama Bruno ahora mismo.

Retrocedamos un poco.

La motocicleta que alquiló la tarde anterior le había salido por un ojo de la cara, 129 euros al día, pero resultó ser una inversión estupenda. Gris, discreta, con su baúl y todo. En cuanto se pone el casco, el periodista vasco se convierte en uno más de los miles de mensajeros que circulan por Madrid. Le hace invisible. Al menos al espejo retrovisor del inspector Gutiérrez, que no se ha dado cuenta de que lleva siguiéndole todo el día. Tan pronto como el muy bruto acabó precipitadamente de desayunar se había subido al coche, y ahí estaba Bruno esperando en la calle. El recorrido había sido de lo más interesante. Primero, a una casa particular en Lavapiés, un barrio que ahora los políticamente correctos llamarían multiétnico, y que Bruno apoda cariñosamente gueto de moros. Calles estrechas de sentido único en las que Bruno tuvo que esforzarse mucho para que no notasen que los seguía, cagüen. Ahí recogió a una moza que Bruno no vio bien, se metió muy rápido en el coche.