Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Un ficus

A Jon Gutiérrez no le gustan las despedidas.

No es una cuestión de pereza. Sus despedidas suelen ser breves y concisas, nada de largos y emotivos discursos, ni cenas hasta la madrugada con borrachera y exaltación de la amistad. Un par de palmadas en el hombro, tanta paz lleves como descanso dejas. Sin miradas tristes, sin ojalás que esconden nuncas, sin nostalgia por anticipado.

Nada de todo esto molesta a Jon de las despedidas, porque Jon no tiene demasiadas relaciones (es monógamo), ni sufre en exceso cuando la gente sale de su vida (es monógamo en serie).

Lo que a Jon le jode es despedirse de Antonia Scott.

Quizás por eso ha subido por las escaleras. Para retrasar el momento.

—No aprendes, ¿eh?

Jon asoma desde detrás de una enorme planta. Ha venido cargando con ella los seis pisos, y no está para hostias.

—No cabía en el ascensor —miente.

—¿Qué es eso?

Antonia señala el enorme ficus como si en su casa acabara de aparecer un mono de tres cabezas.

—Es un ficus.

—Eso ya lo veo. ¿Por qué me traes un ficus?

Jon deposita la gigantesca y pesada maceta en la esquina del salón, donde a Antonia no le va a quedar más remedio que convivir con ella. Eso, o llamar a un camión de mudanzas para que se la lleve.

—He pensado que quizás sea el momento de que vuelvas a amueblar la casa. Así, de a pocos —dice Jon, limpiándose un poco de tierra que ha quedado en la manga de su chaqueta.

—Soy malísima con las plantas. Las mato todas. En serio, es un superpoder. Estará muerta antes de que salgas por la puerta.

Jon sonríe para sus adentros. Tanta inteligencia y aún no se ha dado cuenta de que la planta es de plástico.

Probablemente tardará.

—Tendremos que correr el riesgo —dice.

Antonia mira el ficus con perplejidad.

Al igual que el sarcasmo, figuras de pensamiento como la metáfora o la analogía no han formado nunca el grueso de su repertorio, pero la gente cambia.

Incluso ella es capaz de hacerlo.

—Hay una familia ahí abajo, en el tercero izquierda que quiere mudarse. Han encontrado un buen trabajo en otra ciudad.

—Me alegro por ellos.

—He pensado… He pensado que quizás podría interesarte. Es decir, si no tienes mucha prisa por volver a Bilbao.

Jon lo piensa un rato. No mucho rato.

—¿Y qué hacemos con amatxo?

—Aquí también hay bingos.

—¿Me vas a cobrar en tuppers, como al resto?

—¿Tu madre cocina bien?

Jon se ríe para sus adentros, pensando en las cocochas de su madre. Bien, dice.

—Ay, bonita. Fliparías.

Ambos se quedan en silencio, mirando el ficus.

—Así que estamos juntos —dice Jon.

—Eso parece.

—¿Y qué es lo que viene ahora?

Eso mismo lleva Antonia preguntándose un tiempo.

Han pasado ocho días desde el rescate in extremis de Carla Ortiz, y el polvo ha comenzado a asentarse. Los medios ya han olvidado a los policías por cuyas muertes se escandalizaban, y la falta de información pública sobre la vida de Nicolás Fajardo y su hija ha secado el grifo. Ahora la atención vuelve, gradualmente, a las victorias de los equipos de fútbol y los deslices de los famosos.

El problema es que la Policía Científica fue al cementerio de la Almudena con sus tubitos de ensayo a comprobar quién demonios estaba enterrado en el nicho marcado como SAN-

DRA FAJARDO.

Y, cinco días después, lo que sucedió te sorprenderá.

—El análisis de ADN es concluyente —le dice Mentor a Antonia por teléfono—. La mujer de la tumba es la hija de Nicolás Fajardo.

—¿Cómo de concluyente?

—99,8% de concluyente.

—Es bastante concluyente, sí —admite Antonia.

—No van a hacerlo público. Oficialmente, el caso está cerrado.

Qué sorpresa.

Antonia Scott tiene un problema.

Le falta un cadáver y le sobra otro.

Porque si la mujer de la tumba es la hija de Nicolás, ¿quién es entonces la mujer a la que ella disparó en el túnel? ¿Quién es la mujer que huyó, que activó la bomba trampa y sobre la que se derrumbó media tonelada de cascotes?

Cuyo cadáver —ése es el que le falta— aún no se ha encontrado.

Antonia no para de darle vueltas al misterio.

No puede dejar de pensar en cómo le hablaba, cómo se dirigía a ella. Como si la conociera. Con una familiaridad inexplicable, que Antonia achacaba a la locura.

Ahora ya no lo tiene tan claro.

Las últimas frases de Sandra —por llamarla de alguna forma— siguen resonando en su memoria.

Tú, que lo recuerdas todo, ¿no te acuerdas de a quién has hecho daño? ¿Qué secuelas dejó tu batalla contra el mal?

Él me recogió, y me hizo mejor.

Él.

No elegimos el nombre de un profeta por casualidad.

Un profeta habla por un poder mayor.

Un profeta anuncia al que vendrá.

—¿Y qué es lo que viene ahora? —ha preguntado Jon.

Antonia duda de si debe involucrarle en esto —o cuánto puede contarle—, pero al final va al armario de su dormitorio. Cuando regresa, trae una abultada carpeta marrón. Vieja, manoseada.

Se sienta en el suelo —de espaldas al ficus, las cosas llevan su tiempo— y comienza a expandir el contenido de la carpeta sobre el suelo.

Jon, resignado ya a la incomodidad, se sienta a su lado.

—He pensado que, mientras Mentor no encuentra otro trabajo para nosotros, quizás podrías ayudarme con un pequeño proyecto personal. El único caso que aún no he logrado resolver.

—Mentor me habló de ello. Pero no me dijo de qué se trataba. ¿Cuál es el caso que el ser humano más inteligente del planeta no es capaz de resolver?

Antonia no lo dice, pero piensa en cómo los sistemas complejos se reajustan. La escalada. La policía compra semiautomáticas, los criminales compran automáticas. Se ponen chalecos antibalas, ellos usan balas perforadoras. Pones a una mente especial a trabajar por su cuenta y ellos…

—Siempre hay alguien más inteligente que tú.

De la carpeta extrae una pequeña bolsa de plástico zip y se la tiende a Jon. Contiene una cartulina. Cuando Jon le da la vuelta, ve una fotografía.

Está realizada desde lejos, y muestra a un hombre elegante de unos treinta y cinco años. Pelo rubio y ondulado. A punto de subirse a un coche. Jon piensa que tiene cierto parecido con el actor escocés que protagonizaba Trainspotting. Pero es difícil decirlo. La imagen es borrosa.

—Es la única foto que existe de él. De hecho, él no sabe que existe. De lo contrario, no hubiera parado hasta destruirla y matar a todos los que la han visto. Tiene un cierto gusto por lo teatral.

—¿Quién es?

—Un asesino a sueldo. Quizás el más caro del mundo, no lo sé. Sin duda, el mejor. Puede hacer pasar cualquier asesinato por una muerte accidental. Incluso los más complicados. Ha trabajado en América, en Oriente Medio, en Asia… Desde hace tres años se ha instalado en Europa.

Jon se sorprende. Hay unos cuantos asesinos a sueldo en activo en Europa, y todos ellos tienen cierto predicamento entre las fuerzas del orden. Al fin y al cabo, que se sepa de ti es buena publicidad.

—¿Por qué no he oído hablar de él?

—Porque éste no es el típico pistolero, Jon. Este hombre es diabólico. Casi nunca se acerca a la víctima personalmente. Su método favorito es obligar a alguien para que mate por él.

El inspector Gutiérrez se rasca el pelo.

—Parece un tipo serio.

—Es el hombre más peligroso que existe, Jon. Diabólico —insiste ella—. Y quiero que me ayudes a cazarlo.

—¿Cómo se llama?

—Su nombre real no lo sé. Nadie lo sabe.

Antonia duda un momento. Y finalmente dice el nombre, el nombre que no ha vuelto a pronunciar en voz alta desde hace tres años. Desde que entró en su casa, desde que le disparó a ella, desde que dejó a Marcos en coma. Desde que se lo robó todo.

—Se hace llamar señor White.

Madrid, junio de 2015 – mayo de 2018

Nota del autor

Me gusta incluir algunos detalles sobre los sucesos reales que han inspirado o servido de documentación para mis novelas, y por alguna razón hay lectores que los aprecian.

Comencemos por la inteligencia de Antonia: no está tan lejos de la realidad. Para la creación de sus procesos mentales me he basado en el modo en el que descubrieron la grandeza de su propia mente y las capacidades de dos mujeres: Marilyn Vos Savant, con un cociente intelectual de 228 (si bien los números son discutidos) y Edith Stern, que a los dieciséis años ya era profesora de Matemáticas Abstractas en la Universidad de Michigan. En el caso de Edith, con un cociente de 205, la naturaleza no obró sola. Dos días después de su nacimiento su padre, Aaron Stern, dio una rueda de prensa para comunicar que iba a convertir a su hija en un genio. Dedicó su vida entera y todo el tiempo de la niña (a la que apartó de su madre) a esa tarea, trabajando con tarjetas en las que le mostraba animales, edificios famosos y conceptos desde que tenía semanas de edad. A los dos años la niña conocía el alfabeto completo. Hoy Edith tiene 128 patentes a su nombre y es una de las personas cuyo trabajo más ha influido en la computación en tiempo real. El método, aunque inhumano y absolutamente desaconsejable, no es la primera vez que se usa. Teón ya lo empleó en el siglo IV con su hija Hipatia, la primera mujer reconocida como un genio universal. Hipatia destacó en los campos de las matemáticas, la filosofía y la astronomía. Fue asesinada por una turba de fanáticos religiosos. Los motivos han dado para muchos libros apasionantes, no dejes de buscar alguno, lector.

Me he tomado algunas libertades con la geografía de Las Rozas y el barranco de Majalacabra, el lugar donde he situado el Centro Hípico, que espero que los vecinos de Las Rozas sepan perdonarme.

El poema que inicia el amor entre sir Peter Scott y Paula Garrido, causa última de la existencia de Antonia Scott, es Tigre, Tigre. Es, efectivamente, el poema más hermoso jamás escrito. Una lectura reposada, incluso en su traducción al español, llena el alma de belleza, de miedo y de desconcierto. Blake dialoga con el Mal, encarnado en el tigre, y se pregunta:

¡Tigre! ¡Tigre!, fuego que ardes
en los bosques de la noche,
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?

Blake interroga al tigre y a los cielos distantes sobre ese Dios, ignorante a las plegarias, capaz de crear al cordero y a una pesadilla de tres metros. Todo el poema es magnífico, pero el verso que la madre de Antonia le recita a su futuro marido me parece el más significativo. Al fin y al cabo, ella es el horno que forjará un cerebro cuyo único propósito es vencer al Mal.

La frase «¿Cómo era tu rostro antes de nacer?» es un koan, al igual que podría serlo la paradoja de la fuerza irresistible. Los ejercicios de lógica que plantean argumentos irresolubles siempre me han apasionado. De hecho, la palabra china máodùn, «paradoja», es una de esas palabras especiales que Antonia podría incluir en su vocabulario. Literalmente significa «lanza-escudo». La historia del origen etimológico la recoge un tratado filosófico del siglo III, Han Feizi.

El cuento narra cómo un hombre intentaba vender una lanza y un escudo. Los potenciales compradores preguntaban:

—¿Cómo de buena es la lanza?

—¡Puede perforar cualquier escudo!

—¿Y tu escudo?

—¡Podría parar cualquier lanza!

—¿Y qué ocurriría si tu escudo intentase parar tu lanza?

Y entonces el hombre no supo qué contestar.

Una aclaración final, aunque supongo que no hace falta, pero tengo la sensación de que con ella me voy a ahorrar muchas cartas.

Sí.

Antonia y Jon regresarán.

Agradecimientos

Quiero dar las gracias.

A Antonia Kerrigan y todo su equipo: Hilde Gersen, Claudia Calva, Tonya Gates y los demás, sois los mejores.

A Carmen Romero, que creyó en este libro por encima de todo y de todos, que tuvo más paciencia conmigo de la que merecía. A todo el equipo de Penguin Random House y muy especialmente a los comerciales, que se dejan la piel y el aliento en la carretera para hacer apostolado de nuestros libros. A Raffaella Coia, Eva Armengol y Juan Díaz.

A Rodrigo Cortés, que restó horas —ya de por sí escasas— al sueño durante el montaje de su genial largometraje Blackwood para leer el manuscrito y hacer imprescindibles aportaciones.

A Arturo González-Campos, mi amigo, mi socio en tantas locuras, que leyó, aportó y me tranquilizó.

A Javier Cansado, que no se lo ha leído, pero ha visto el tráiler.

A Joaquín Sabina y Pancho Varona, que me arrullan desde el altavoz.

A Manuel Soutiño, otra vez has vuelto a estar, con tus ánimos, con tu amistad. Gracias. Te debo mucho.

A Bárbara Montes, siempre. Incluso cuando mientras escribías tu propia novela, El Pintor de Tiovivos (¡pronto en librerías!), te preocupaste por echarme una mano con ésta. Tú eres mi Guantelete de Infinito con todas las gemas dentro. Te quiero.

Y a ti, lector, por haber convertido mis obras en un éxito en cuarenta países, gracias y un abrazo enorme. Un último favor. O mejor dicho, dos favores.

El primero: no hables a nadie del final, ni me hagas comentarios en redes sociales acerca del final. Si escribes una reseña en una librería online o en Goodreads (gracias, por cierto, eso ayuda mucho), no comentes nada, ni siquiera bajo la etiqueta SPOILER, pues todo el mundo podría verlos y se arruinaría la sorpresa. Si quieres comentarme o preguntarme algo sobre ESE TEMA, puedes hacerlo por email, y te responderé con mucho gusto personalmente.

El segundo favor: Si has pasado un buen rato, escríbeme y cuéntamelo (pero insisto: ¡pero no hables del final en redes!).