Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Sanjuán acaba destrozado. A esa velocidad, ni chaleco antibalas ni la madre que lo hizo. Sus órganos internos son mermelada antes de tocar el suelo.

Los que aún no habían entrado en el pasillo son arrojados al suelo por la onda expansiva, aunque el escudo de Cleo desvía parte de la fuerza de la explosión. Y mucha de la metralla que, tras rebotar en el acero, se incrusta, inofensiva, en el techo.

Los seis hombres que quedan en el salón no llegan a escuchar la segunda bomba.

La primera era un único bidón de cuarenta litros.

Debajo de los sofás y los muebles apilados a un lado del salón hay otros doscientos. Claro que es un espacio más grande.

Los hombres siguen aún levantándose, en distintos estados de aturdimiento, cuando el temporizador —puesto en marcha tras la primera explosión— hace estallar la segunda bomba. Eso hace que los cuerpos ofrezcan mucha menos resistencia a la onda expansiva y a los materiales que manda la explosión hacia ellos.

En esta segunda bomba, Fajardo no ha puesto metralla, pero no hace falta. La mesita baja de café es propulsada a cuatro mil metros por segundo contra la cabeza de Cervera —que es decapitado en el acto por el borde de melamina—, antes de girar sobre sí misma y golpear el costado de Pozuelo como una pala golpearía una pelota de ping pong. El costillar del novato se hunde como si estuviera hecho de azúcar, y los huesos le laceran el pulmón. El sofá, partido en tres pedazos por la fuerza de la explosión, vuela por todo el salón, en distintas direcciones. El trozo más grande, el lugar donde Fajardo se sentaba a ver la tele junto a su hija, vuela derecho a Giráldez, que ya se había incorporado, y le alcanza en la espalda, partiéndole la columna vertebral mientras arrastra su cuerpo contra la pared contraria, donde acaba aplastado, con el cráneo roto.

La lámpara de pie Hektar, comprada en Ikea un sábado, sale disparada hacia delante. La pesada base de hierro, girando sin control, alcanza a Ocaña en la pierna derecha cuando se apoyaba en ella para levantarse. No sólo se la parte a la altura de la rodilla, se la arranca, dejando el hueso al descubierto, de un blanco perfecto, donde antes había carne, piel, y una pierna que llegaba hasta el suelo.

A Parra le va más o menos bien. El cuerpo de Cervera le ha protegido de la primera explosión y el de Pozuelo de la segunda. Tiene astillas clavadas en el cuello, una de ellas especialmente larga, que ha atravesado la piel hundiéndose en la carne y saliendo por el otro lado, pero vivirá.

Al menos un rato.

El capitán grita. De dolor, de pánico, de furia. No puede oír sus propios gritos pues tiene los tímpanos destrozados. Tampoco los de sus hombres. Ve a Ocaña agarrándose la pierna —ahora un cincuenta por ciento más corta— con incredulidad, y va hacia él para intentar ayudarle. Cleo también chilla, se acuerda de todos los santos del santoral y no para de maldecir, pero Parra tampoco puede oírla. Los demás están más o menos callados, Sanjuán porque no tiene pulmones, Cervera porque no tiene cabeza, y el resto porque está inconsciente.

El problema de las bombas de cloro es que no es sólo la explosión lo que te mata. También el gas de color amarillo anaranjado y extremadamente venenoso que viene después, producido por la combustión.

El gas, espeso, alcanza primero a Cleo. Intenta contener la respiración, pero el pánico la alcanza y no puede evitar tragar. Es como absorber fuego líquido, que baja por su tráquea y se asienta en los pulmones, incendiando su interior.

Parra, de espaldas a ella y completamente sordo, no ve ahogarse a su compañera, no la ve quedarse sin aire, luchando por respirar, intentando salir del pasillo lleno de humo, no ve cómo logra darse la vuelta a pesar de estar herida, no ve cómo se engancha a la puerta con los dedos, intentando sacar la cara del humo, intentando respirar. No ve cómo sus dedos se agitan, se crispan, hasta perder la fuerza.

No ve el humo que se dirige hacia él desde dos direcciones distintas, que estará con él dentro de un segundo, porque está ocupado tratando de salvarle la vida a Ocaña. Su mejor negociador, su pico de oro, que estará muerto en menos de un minuto por la pérdida de sangre si no consigue hacerle un torniquete. Si consigue llegar a sacarse el cinturón.

Tampoco puede exigírsele mucho al capitán Parra, dadas las circunstancias. Su oído interno, hogar de los órganos sensoriales que nos ayudan a mantener el equilibrio y la estabilidad, ha sido vapuleado por la explosión. Por eso sólo descubre que está a punto de morir envenenado cuando la nube le envuelve e inspira la primera bocanada de gas.

El gas reacciona con la humedad de su tracto respiratorio, convirtiéndose instantáneamente en ácido. Parra comprende lo que está pasando, pero no sólo es un hombre fuerte, es un hombre valiente. No cede a sus pulmones, que le piden aire, aire limpio, porque no lo hay. Resistiendo a un dolor insoportable, trastabillando, a trompicones, comienza a arrastrarse hacia el lugar donde cree que está la puerta, tirando del brazo de Ocaña, arrastrándole. Siente dos necesidades imperiosas antagónicas. Vomitar, respirar. El enorme esfuerzo de arrastrar los ochenta kilos de Ocaña (menos lo que pesara la pierna) hace a sus músculos consumir un oxígeno que ya no están recibiendo.

Con la vista nublada por el gas —que también ha reaccionado con la humedad de sus ojos, convirtiéndose en un millar de alfileres—, es un milagro que encuentre la puerta. Pero los milagros ocurren. Quizás haya sido la medalla.

En el rellano, Parra obtiene un segundo, sólo un instante de aire limpio. El humo le ha seguido, resistiéndose a abandonar su presa. Pero la bocanada que logra absorber e introducir en los pulmones proporciona escasa ayuda o alivio. Sus bronquios inflamados e irritados protestan, los espasmos en el vientre se agudizan. El capitán cae de rodillas —por un instante piensa en su hijo pequeño, Lucas, subido a horcajadas sobre su espalda, hace menos de una semana—, cediendo a las arcadas, sujetándose el estómago con las manos. Logra vomitar unas gotas de baba amarillenta, pero el proceso le ha costado caro. El humo venenoso le rodea ahora, no sabe dónde está la escalera y, lo que es peor, ha perdido a Ocaña.

No voy a dejarte aquí. No voy a dejarte aquí.

A tientas, busca a su compañero en el suelo. Su mano izquierda encuentra su cara, la derecha le agarra por la hombrera del chaleco antibalas y empieza a tirar. ¿Hacia dónde? No lo sabe. Busca, de rodillas y ciego, alguna referencia.

No encuentra nada.

De pronto, la mano derecha logra asir el pasamanos de la escalera. Se aferra a él como un náufrago a la línea salvavidas. Tira de su cuerpo hacia arriba, escala con las rodillas, tira del cuerpo de Ocaña, que se traba con los escalones, que no quiere ascender. Cada peldaño, cada veinte centímetros, es un Everest.

Parra salva once, antes de alcanzar el punto en el que el gas, más pesado que el aire, tiene que abandonar la persecución.

Sigue tirando, con sus últimas fuerzas, hasta colocar la cara de Ocaña junto a la suya. El capitán está a punto de desmayarse.

Aún aferra con una mano el pasamanos de la escalera y con la otra a su compañero cuando escucha acercarse las sirenas.

Su último pensamiento consciente es para la frase que no ha dicho antes de bajar de la furgoneta.

A mi señal, ira y fuego.

Las mejores frases se te ocurren siempre después.

Ezequiel

Nicolás se aparta de la pantalla, con gesto convulso. No quiere seguir mirando. Todo ha terminado.

Frente a él, el ordenador portátil sigue abierto, pero las cámaras web están apagadas. Los altavoces por los que llegaban los gritos, ya sólo emiten estática. La explosión ha cortado la comunicación entre su antiguo piso y el refugio. Pero ha durado lo suficiente para que pueda acabar con los intrusos.

Ella tenía razón. Acabarían encontrando su rastro, pero hemos sido más listos que ellos.

No debo jactarme, piensa. Han muerto policías.

Echa mano de su cuaderno, e inicia una nueva hoja de confesión.

He pecado contra el quinto mandamiento, escribe. No quería hacerlo, pero me he visto obligado. La misión es demasiado importante. Humillar a los poderosos, enseñarles que su fuerza no es nada al lado del poder de la justicia. A todos alcanza el poder de Dios, y yo estoy haciendo Su voluntad.

Arranca la hoja, y le prende fuego. El papel arde, pero Nicolás no siente que sus pecados se desvanezcan en el humo, como en otras ocasiones. Esta vez sólo es capaz de pensar en los hombres que han muerto. Que no eran poderosos, ni ricos. Eran sus iguales.

Pero servían al Maligno. Servían a Mammón, el demonio de las riquezas y de la avaricia. Nadie puede servir a dos señores, se dice Nicolás, que no comprende que su alma siga sucia y pesada, como una manta llena de barro.

Cuando estalló la primera bomba, que había preparado con tanto esmero, con atención al detalle, se sintió orgulloso. Eran muchos los elementos que podían fallar, pero él los había resuelto todos.

El vídeo se perdió tras la primera explosión. Pero siguieron llegando los gritos a través de los altavoces. Gritos de dolor, gritos de desesperación, de incredulidad. Gritos de muerte. Y Nicolás comprendió que había sido el que había causado de toda esa destrucción. Cuando se volvió, confuso, hacia Sandra, en busca de aprobación, lo que vio en su rostro le heló la sangre en las venas. No había rastro de humanidad en él, ni de dudas, ni de remordimientos. Sólo una sonrisa de reptil, que mantuvo hasta que la segunda explosión les privó también del sonido.

Entonces ella se dignó a mirarle. Detectó en sus ojos la culpa. Hizo patente su asco.

Nicolás se giró y mantuvo la cabeza gacha. No quería encontrarse de nuevo con esa mirada hueca. Ella le dio la espalda y se marchó, pasillo abajo. Y él se quedó a solas, con las pantallas negras, con la estática, y con un alma contaminada que el fuego no consigue limpiar.

Al fondo, Carla Ortiz sigue gritando y golpeando la puerta, pero Sandra le ha avisado de que la deje desgañitarse. Nicolás aborrece el ruido, que aumenta su padecimiento y le recuerda su iniquidad, pero no quiere contrariarla.

Toma una nueva hoja de su cuaderno.

Soy, esencialmente, una buena persona, escribe.

Se detiene, lee las palabras con detenimiento. Las letras se confunden en el cuaderno, bailan en la línea, cambian de orden, pierden el significado.

Arranca la hoja, la arroja al suelo, vuelve a empezar.

No soy una buena persona, escribe.

Esta vez las letras se quedan en su sitio.

30
Siete instantáneas

Ni Jon ni Antonia recordarán con claridad las siguientes horas de su vida, más allá de una colección de instantáneas, momentos congelados en el tiempo, sin solución de continuidad entre ellos.

1. Antonia le grita a Mentor a través del teléfono del coche. Jon está saltándose un semáforo en rojo en la cuesta de San Vicente, esquina Arriaza. Esquiva a un hombre de unos treinta años, vestido con un traje barato. Lleva una botella en la mano izquierda. Un poco de sidra está cayendo sobre el parabrisas. La luz del semáforo transforma las gotas ambarinas en sangre iridiscente.

2. Jon muestra su placa a un agente de la municipal que está cortando el tráfico a la entrada de la calle San Canuto. El municipal dice algo y señala con una mano hacia fuera mientras con la otra intenta agarrar a Antonia, que se desliza por debajo de la cinta. Su espalda toca el plástico en el punto exacto entre las palabras NO y PASAR, convirtiendo la recta en un triángulo escaleno. Es el tipo de cosas en las que se fijaría Antonia, pero esta vez no lo hace.