Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—¿Recuerda ese taxi, Tomás?

El vigilante les mira, confuso.

—No… No recuerdo nada. Probablemente me agaché para hablar con él y preguntarle dónde iba, me daría una dirección y un nombre y eso fue todo. Es lo que hacemos siempre con los taxis. Y más en hora punta.

Es cierto. Las imágenes muestran como el taxi es sólo uno de una docena de coches que aguardan para entrar en La Finca, mientras unos agobiados Gabriel y Tomás van haciendo lo que pueden. Los ricos nunca han destacado por su paciencia.

Lo que no muestran las imágenes que tienen es ni al conductor ni al pasajero.

—Hay otra cuestión importante. ¿Quién conducía el taxi? —le dice Jon a Antonia—. ¿Tiene un cómplice, o sólo alguien que pasaba por ahí?

Ni Tomás ni Gabriel recuerdan nada del conductor. Sólo otro taxi anónimo, inadvertido. Pasando impunemente por la barrera, como tantos cada día. Puede que hayan encontrado el modo en el que Ezequiel ha entrado. O puede que sea sólo una coincidencia.

En otras palabras, que no tienen nada.

Y el tiempo sigue corriendo para Carla Ortiz.

16
Una mala noche

Jon deja a Antonia en el hospital.

El resto de la noche transcurre muy despacio.

Es tarde para llamar a la abuela Scott, y está demasiado excitada para dormir. No es capaz de desconectar del caso de Ezequiel, ni quiere hacerlo. Repasa una y otra vez todos los ángulos, todas las informaciones. No hay nada que pueda hacer. Han pasado a Mentor lo de la matrícula del taxi para que le haga llegar la información a Parra —usará, como siempre, el truco de que parezca que la envía un tercero, como la UCO o el CNI—, pero Antonia sabe que será un callejón sin salida. Así que aproxima el sillón a la cama y se agarra a la mano derecha de Marcos, como en las peores noches, y se limita a contemplar la pared y concentrarse en el sonido del electrocardiograma.

A las tres de la mañana entra un email de la doctora Aguado.

Para: [email protected]

De: [email protected]

Scott:

Por la distancia entre el codo y la muñeca, y la proporción respecto a la altura del habitáculo del Porsche Cayenne, calculo que Ezequiel es un hombre de entre 1,75 y 1,85. Ojos marrones, edad indeterminada. Llámeme cuando pueda, me gustaría hablar de esto.

También he conseguido realzar lo suficiente la fotografía que tomó el inspector Gutiérrez, y he logrado aislar el tatuaje. Lo tiene en el archivo adjunto. Es parte de una especie de escudo o icono que no consigo identificar.

Saludos,

Dra. Aguado.

Antonia llama inmediatamente a la doctora.

—No la esperaba a esta hora.

—No tenía nada mejor que hacer.

Aguado le explica que ha enviado la fotografía del tatuaje a un centenar de establecimientos de España que se dedican a este negocio.

—Es una posibilidad muy remota. Les he pedido que me ayuden a identificarlo, con la excusa de que se trata de un caso de violación. Eso echará atrás a muchos, pero hay un buen número de artistas que son mujeres. Quizás alguna pueda ayudarnos.

La maniobra es tan desesperada que no llega ni a clavo ardiendo. Pero tampoco tienen para escoger.

—Hay otra cosa que le quería comentar —dice Aguado—. No me he atrevido a ponerla por escrito, no me parecía profesional. Basándonos en la evidencia, no he conseguido gran cosa de la fotografía, por eso he escrito edad indeterminada. Pero cuanto más miro la imagen, más convencida estoy de que ese hombre ronda los cincuenta años.

—¿En qué se basa?

—En nada científico. La postura, la complexión física… Por eso quería explicárselo. La intuición nunca ha servido como prueba. Pero hay cosas que una simplemente sabe. Y si no me equivoco y es alguien de esa edad, sería muy extraño.

Antonia medita durante un instante sobre la intuición de la doctora Aguado.

La mayoría de los asesinos en serie comienzan su macabra carrera antes de los treinta años. Es una consecuencia natural de la secreta escalada de violencia que va desarrollándose en sus vidas. Se han escrito incontables páginas sobre ellos, se han rodado decenas de películas y series de televisión, hasta convertirlos en villanos característicos, confiriéndoles una mística particular que el público ha llegado a considerar manejable: la infancia rota, la tortura de animales, la fascinación por los incendios, la necesidad de satisfacción sexual. Todos esos detalles se dan a veces en los asesinos en serie, y muchas otras no. La simplificación es fruto de la sociedad reaccionando a algo que no comprende, dibujando una caricatura encima de una realidad cotidiana. Sólo en España hay más de un millón de psicópatas. Muy pocos de ellos llegarán a matar, muchos llevarán unas vidas aparentemente normales. Felices en su puesto de director de recursos humanos, de ministro, de propietario de un bar. Si llegan a causar mal será a pequeña escala, no será nunca llevado a una película.

De muchos otros nunca sabremos nada. O sabremos cuando sea muy tarde. Luis Alfredo Garavito tenía cuarenta y dos años cuando le detuvieron. Un mendigo le apartó a pedradas de un menor al que estaba agarrando. Ya había matado a otros ciento setenta niños en sólo seis años.

La triste realidad es que la ciencia está aún empezando a poner el pie en el umbral de la mente humana. Una cueva de kilómetros de profundidad.

La triste realidad es que no les entendemos.

—¿Sigue ahí, Scott?

—Sigo aquí. Estaba pensando que es una edad muy tardía para iniciar este comportamiento.

—Lo sé. Eso lo hace todo más extraño. A no ser que haya sufrido una ascensión muy lenta, u oculta a la vista de la gente, llegado a esta edad tendría que haber dado manifestaciones anteriores de violencia extrema.

—No es la primera vez que una persona aparentemente modélica comete un crimen inimaginable. Piense en los padres de aquella niña de Santiago de Compostela.

—Es cierto. Pero sospecho que Ezequiel no entra dentro de ninguna tipología descrita.

—¿Cree que hay rasgos psicopáticos en su manera de actuar?

—Sin duda hay indicativos de sociopatía. Narcisismo. Sadismo. Pero aún sigo intentando entender por qué todos los medios no están hablando de Ezequiel.

Ésa es la parte que más desconcierta a Antonia. Que Ezequiel no haya hecho públicos sus actos. Eso sería lo que querría un secuestrador. Un asesino en serie, narcisista por definición, disfrutaría escuchando su nombre en todas las radios y las televisiones. Teniendo el acceso a la atención del país y del mundo entero a un clic de distancia, a un tuit de distancia, ¿por qué no reclamaba su premio?

—Hay algo en todo esto que se nos escapa. Una pieza clave.

—Quizás el tatuaje pueda ayudarnos —dice Aguado—. Lamento no haber encontrado nada más aún. Le prometo que sigo trabajando sin descanso.

—Gracias, doctora.

Suena el teléfono casi en cuanto cuelgan. Es Mentor.

He comprobado la matrícula 9344 FSY. No existe ningún taxi con esa placa. Pertenece a un Renault Megane de hace un par de años. Según el registro de tráfico la dueña tiene veintitrés años.

—Matrículas dobladas.

Un coche que no se usa mucho. Un destornillador de cabeza plana. Un remache blanco (3 euros la caja de cincuenta). Un martillo. Cinco minutos para cambiar las matrículas. Y la víctima puede tardar días en darse cuenta, porque ¿quién mira la matrícula de su coche antes de subirse?

—Eso parece. Buscaremos el coche, a ver si encontramos así el taxi.

—Lo cual quiere decir que el que conducía el taxi sabía lo que estaba ocurriendo. Lo cual quiere decir que Ezequiel no trabaja solo.

En un asesino psicópata, es una característica aún más extraña.

Antonia cuelga. Vuelve a mirar la pared fijamente. Repasa en su memoria inabarcable decenas de casos que conoce de asesinos en serie, sus motivaciones, su modus operandi, buscando un paralelismo que no encuentra.

Dentro de ella hay de todo menos silencio.

Bruno

A Jon Gutiérrez no le gustan los periodistas.

Eso intuye Bruno Lejarreta tan pronto se aproxima a él en la cafetería del Hotel de las Letras. Son las siete menos cuarto de la mañana, pero el inspector Gutiérrez ya está hecho un pincel, duchado, perfumado y desayunando. Huevos fritos con bacon, zumo de naranja, seis tostadas y lo que parece una piscina de café.

El muy bruto se ha llenado de café el bol de los cereales.

Que al inspector Gutiérrez no le gustan los periodistas en general y Bruno Lejarreta en particular queda claro: en cuanto Bruno aparece, pone cara de que le va a dar una hostia. Hasta cierra el puño, y todo. Bruno Lejarreta, autodenominada leyenda del periodismo vasco, disfruta de aquella cara de repulsa que provoca su presencia como otros apreciarían la Gioconda o la Capilla Sixtina.

—¿Qué coño estás haciendo aquí?

—Buenos días a usted también, inspector.

Lejarreta se sienta frente al inspector Gutiérrez. Tiene que apartar uno de los platos rebosantes para hacer hueco para su libreta, su boli y la grabadora. Jon mira los útiles de la profesión como si hubiera puesto sobre la mesa una jeringuilla usada y seis gramos de heroína.

—Guárdate eso.

—Estoy trabajando.

—Y yo también.

Bruno hace un gesto hacia el plato de huevos fritos al que, de repente, el inspector ya no le hace honores.

—¿Desayuno a cuenta de los contribuyentes, inspector?

—Desayuno a cuenta de tu puta madre.

Las dietas han mejorado mucho en la Policía Nacional. Antes eran de cien euros al día. Y la habitación más barata de este hotel cuesta trescientos, piensa Bruno.

—Hablando de madres, inspector. La suya le manda saludos.

En realidad, encontrarle fue pan comido.

Begoña Iriondo, la madre del inspector Gutiérrez, es una mujer tranquila. Confiada. Es lo bueno de ser la madre de un inspector de policía. Ahora. En su día, cuando el conflicto, en los años del plomo, había que ir con pies de ídem. Una palabra de más en la carnicería, y la tenías liada. Había salatoris, chivatos, por todas partes. Ahora es al revés. Ahora es intocable. A las once de la noche, Begoña sale del metro en Santutxu y camina tranquila a casa. Una cuadrilla la ve, uno se aparta, la mirada fija en el bolso de ella, y otro enseguida le agarra del codo y le devuelve a su sitio con una colleja. Es la madre de un txakurra, idiota. Tú jódela, verás qué risa te entra cuando lleguen entre cuatro y te hagan una endodoncia a patadas detrás de un contenedor. Y merecido lo tendrías.

Sí, todo el mundo sabe ahora dónde vive Begoña Iriondo, y a nadie se le ocurren cosas raras. Ésa es la parte buena. La parte mala es que todo el mundo sabe dónde vive Begoña Iriondo, con lo cual a Bruno Lejarreta le lleva sólo media hora, diez euros y un paquete de LM —casi entero, coño— localizarla y llamar al telefonillo.

Begoña es una mujer cándida y confiada, y le dice que no, que no está el hijo, que anda por Madrid en no sé qué caso importante; no me diga, señora; como le cuento, y yo aquí sola, ya ve, estos jóvenes, no tienen respeto por nada; y no sabrá por casualidad dónde se aloja; para qué quiere saberlo; para hacerle un reportaje, señora; pues eso le viene bien que últimamente ha tenido muy mala prensa y usted parece de confianza.

Y así Bruno Lejarreta se planta en el Hotel de las Letras, se gana la confianza del botones, le da su número de teléfono —mándame un WhatsApp a cualquier hora—, suelta cincuenta euros —en la capital, ya se sabe, los precios— y ya tiene controlado al inspector Gutiérrez.

Al que no le hace ninguna gracia la referencia a su madre.

—Como te hayas acercado a mi madre te inflo a hostias.

Cómo son los homosexuales con su amatxo.

—Es usted un desconsiderado. Mire que dejarla sola allá en casa. Pero bueno, dice que anda en un caso importante.

—Estoy en Madrid de vacaciones.

—Diga que sí, todo el mundo tiene que descansar de vez en cuando. Oiga, ¿y cómo es que estaba usted ayer en la M-50, en el accidente aquel?