Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Hay algo más por lo que tenemos que tener cuidado, Jon. La charla con Ramón Ortiz no me ha gustado nada. He visto miedo en sus ojos.

—Tiene miedo por su hija. Es lógico —dice Jon, que quiere saber por dónde va.

—Es lógico —repite Antonia, y se queda callada.

—¿Qué es lo que has visto?

—No soy la mejor interpretando las emociones humanas.

—Eso por descontado. Pero…

—Pero el miedo en un caso así se manifiesta de tres formas: ansiedad, duda y trauma. La tercera es la que debería estar más presente. Y con ella, la necesidad de protección.

—No estamos hablando de alguien normal. Estamos hablando de un millonario que emplea a cientos de miles de personas.

—Lo sé. Sigue siendo el padre de esa mujer.

Jon le da un trago largo a la cerveza.

—Todo eso lo has sacado de un libro, ¿no?

Antonia asiente, despacio.

—Pues yo no he leído mucho y mi instinto me dice exactamente lo mismo. Que ese hombre nos ha mentido.

—Oculta algo. Y eso que se está callando es lo más importante.

—¿Y qué pretendes que hagamos?

—Tenemos que adelantarnos un poco a Parra y los demás, antes de sacar más conclusiones. Mi plan es usar el servicio de localización del móvil de Carla, y empezar por ahí.

—Ahí va esta —dice Jon, pronunciando áiba—. Para eso no hace falta un intelecto superdotado. Lo primero que habrá hecho Parra será llamar a Apple para que le den esa información.

—Y Apple tardará días en dársela. Ahora mismo Parra estará usando el ordenador del despacho de Carla para intentar entrar en su aplicación, pero necesitará su contraseña de la nube. Que no tiene.

—Claro, y tú vas a averiguarla, ¿no? —dice Jon, rematando la cerveza.

—Puedo intentarlo —dice Antonia.

Levanta la tapa de su iPad y se pone a teclear.

—Es absurdo, Antonia. Tiene que haber millones de combinaciones.

—Seiscientos cuarenta y cinco billones de posibilidades. Y pico.

—Bueno, como parece que te va a llevar un rato, me voy a por otra cerveza.

—Que sea sin alcohol, que vas a tener que conducir en un rato.

Claro, piensa Jon, levantándose y yendo a la barra. Lo único que voy a conducir es este cuerpo serrano a la cama. Que estoy molido.

Recoge su cerveza —y unas aceitunas resecas por arriba y empapadas en líquido por abajo, en este bar son muy dadivosos—, y regresa a la mesa. Antonia ha dejado de teclear, y le espera cruzada de brazos.

—¿Ya te has rendido?

—No. Ya lo he conseguido.

El asombro de Jon es tal que casi tira la cerveza. Casi, que para que uno de Bilbao tire la cerveza, mucho tiene que asombrarse.

—No es verdad.

Antonia le da la vuelta al iPad, mostrándole cómo ha conseguido entrar en la cuenta de Carla Ortiz.

—¿Cómo lo has hecho?

—Un poco de psicología básica —dice Antonia, muy seria—. Estudias a la persona cuya contraseña quieres averiguar, piensas en las palabras claves más fáciles que puede utilizar, las añades antes o después de su año de nacimiento, el cumpleaños de su hijo, de su padre, de su mascota, del año en que acabó la carrera… a partir de ahí era combinatoria básica. Unos cuantos intentos, y listo.

Jon, que ya estaba boquiabierto, tiene ahora la sensación de que tendrá que recoger su mandíbula del suelo con una grúa. Y así se habría quedado, de no ser porque Antonia le dice:

—La tenía pegada con un postit en el reverso del cajón de su escritorio. La encontré antes, cuando me excusé para ir al baño. Ven, vamos a ver si localizamos su móvil.

Carla

El caso es que no viene nadie.

Para Carla pasan horas, minutos, meses. Es imposible saberlo, porque el tiempo ha desaparecido.

Todo es ahora, y ahora es la oscuridad.

Y nadie viene.

No va a venir nadie.

—Sólo es cuestión de tiempo. Me quedaré aquí quieta, sin moverme, cinco minutos más —susurra.

Carla deja pasar un siglo entero. O un minuto. Es imposible saberlo. Después se echa a llorar. La tristeza llega de pronto, tan poderosa, tan intensa, como la rabia y la negación. Carla siente una enorme pena por Carla, una pena inconsolable. Sea cual sea el error que ha cometido, la culpa que haya merecido este castigo, todo ha terminado. El cielo arde sin llamas, la luz se ha desplomado y roto. La música, las caricias, la justicia, la risa, todo ha sido devorado, y en su lugar quedan cenizas. No hay nada al otro lado de esa plancha de metal. El mundo ha desaparecido. No hay personas en otras ciudades, en otros países, trabajando, jugando, comiendo, riendo y haciendo el amor. Si los hubiera, Carla tendría que odiar a esas personas. Es preferible creer que todo se lo ha llevado la marea y dejarte ir con ella.

Ya basta, inútil, estúpida.

Déjame.

Levántate.

No puedo.

¿No puedes como no pudiste conseguir que Borja mantuviera la polla en los pantalones?
¿No puedes como no puedes estar a tiempo en casa para acostar a tu hijo?
¿No puedes como no puedes conseguir que tu padre te quiera más que a tu hermanastra?

¡Ya basta, mamá!

Carla llora. Pero ya no son lágrimas de pena, ni de rabia, ni de negación. No sabe de qué son esas lágrimas, que ni siquiera llegan a formarse en sus ojos secos y en su cuerpo deshidratado y sudoroso.

Levántate.

Carla obedece. Por primera vez desde que Ezequiel se marchó, intenta incorporarse. Los músculos de las piernas y de los brazos no responden, están agarrotados. Siente unos calambres muy fuertes, y el dolor de la nariz regresa como si no se hubiese marchado unas horas —o meses, o minutos—. Con el dolor llega de nuevo a Carla un rastro de conciencia y de voluntad. El suficiente para tratar de ponerse en pie. No llega a conseguirlo, sus hombros chocan contra el techo.

Es de piedra. Frío al tacto. Rugoso. Amenazador.

Carla vuelve a dejarse caer al suelo. Encontrar el techo tan sumamente cerca le ha generado otro ataque de pánico que le cuesta varios minutos superar. Cuando recobra el dominio de sí misma nota una humedad y un frío en las bragas y entre los muslos. Se ha orinado encima. Es el menor de sus problemas. El mayor:

No puede ver nada.

Si un amigo adulto de Carla le hubiese preguntado la semana pasada a qué tenía miedo, Carla hubiera hecho una lista adulta: a la vejez, al desamor, a la incompetencia de los gobiernos. Pero Carla nunca hubiera admitido delante de ellos lo que admitió —por puro terror— a Ezequiel hace días, horas o meses.

Carla tiene un miedo cerval a la oscuridad.

Desde que era una niña de tres años, si apagaba la lámpara de su habitación, chillaba y chillaba hasta que su madre volvía a encenderla. Tuvo que dormir con una luz de bebé hasta los trece años. Si se la quitaban, era completamente incapaz de dormir.

A los trece años, su hermanastra entró una noche en su habitación y arrancó la luz azul de la pared.

—Ya no eres un bebé —le dijo.

Rosa no es mala, nunca lo ha sido. Pero tampoco ha sentido un gran amor por Carla. La madre de Rosa murió cuando ella tenía ocho años. Su padre se volvió a casar, y enseguida tuvieron a Carla. Rosa vivió ambos eventos como una traición a la memoria de su madre. Quizás por eso haya habido siempre una sombra de crueldad en su trato con Carla. Quizás sea sólo la mutua antipatía, física, que han sentido siempre la una por la otra. Rosa, con su ojo bizco y su cuerpo grueso, con su pelo basto y pueblerino, con su amor por los libros y su andar extraño, pesado, que a Carla siempre le ha parecido el de un animal herido. Rosa, que miraba siempre como a una mosca en la sopa a esa niña de piernas ligeras y rizos rubios que a todos gustaba, a la que todos se esforzaban por complacer.

Desde luego, había frialdad en sus ojos cuando le quitó la luz.

Odio, quizás.

De nada sirvieron las protestas de Carla, sus súplicas. Su madre se mostró comprensiva. Su padre no. Estaba criando a Carla para ser su heredera, la que Rosa no quería ser. Ella estudiaba para médico. Del textil, nada. Así que todo lo que endureciera a Carla le parecía bien a Ramón.

Carla no se endureció, al menos por ese lado. Tiraba cosas por el suelo de su cuarto para justificarse si su padre entraba y encontraba las luces encendidas. Así, si me levanto, no me tropiezo, decía. Aunque pronto aprendió a poner una toalla bajo la puerta para que el resplandor no se colara por debajo.

En la oscuridad acechaban monstruos. Formas escurridizas, hambrientas de tu carne, de la sustancia gelatinosa del interior de tus huesos, que se morían por triturar entre sus dientes afilados. Puede que no puedas ver a los monstruos, pero ellos desde luego sí pueden verte.

Carla siempre lo había sabido.

Y resulta que tenía razón.

Ahora tiene que afrontar la oscuridad que tanto teme. Tiene que encontrar un modo de navegarla, de hacerse con su entorno. Pero su mente no parece querer colaborar. Las formas escurridizas han vuelto, salvo que esta vez tienen un nuevo aspecto. El hombre del chaleco reflectante, el hombre del cuchillo. Lo imagina de este lado de la puerta metálica, acechando en las tinieblas, con el filo dispuesto, esperando a que ella extienda el brazo para clavárselo en la palma de la mano.

Empieza por algo sencillo.
Ponte de rodillas.

Carla intenta hacer caso a la voz, porque ¿qué otra cosa puede hacer?

Está temblando, pero consigue girar el cuerpo desde la posición fetal en la que se encuentra, hasta colocar las dos rodillas en el suelo. Luego las palmas. Finalmente se incorpora.

Primero, arriba.

Levanta el brazo, tan despacio que apenas lo siente moverse. Cuando las puntas de sus dedos alcanzan el techo —apenas un leve roce con las uñas— retira la mano a toda prisa, como si se hubiera quemado con una sartén. Vuelve a intentarlo, y esta vez llega a tocar el techo con las yemas de los dedos. Una tercera vez. Lo palpa. Más o menos a un palmo por encima de su cabeza estando de rodillas. ¿Un metro veinte, quizás?

Ahora viene lo más difícil.

Ahora tiene que moverse.

No espera a que la voz se lo diga. Ya lo sabe. Necesita saber dónde está, saber si hay alguna herramienta a su disposición. Tarda un buen rato en decidir cómo hacerlo. Finalmente opta por gatear. Primero localiza la plancha de metal que sirve de puerta de su prisión. Pega a ella las caderas y la pierna, posa una mano en el suelo —intentando no pensar qué puede corretear, arrastrarse por el suelo, con sus patas queratinosas— y la otra la mueve delante de ella. Los dedos extendidos. Buscando. Palpando.

Así logra encontrar los bordes de la puerta. En la parte superior hay una especie de respiradero, un millar de pequeños agujeros. Intenta pegar el ojo a alguno, pero no logra ver nada. Sin embargo, una corriente de aire fresco, pequeña pero perceptible, se filtra a través de ellos.

Carla calcula que la puerta debe medir unos dos metros de longitud.

Hay que explorar el resto. Carla es consciente, pero apartarse de la puerta de metal no es fácil. Apartarse de la dirección que, de alguna manera, ha identificado como la de escape. Tarda mucho en decidirse.

Tienes que seguir. Tienes que
saber dónde estás.

Cuando lo hace, sigue el mismo método. Se pega a la pared contraria con el hombro, y comienza a gatear con el brazo extendido. No le lleva mucho. La pared contraria a la plancha de metal está a sólo metro y medio de distancia. Todo su mundo se reduce ahora a un área de tres metros cuadrados.

En una esquina, Carla localiza en el suelo una especie de sumidero.