Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Y con féretro abierto. Le sorprendería lo que es capaz de lograr un embalsamador motivado.

Jon hace un gesto en derredor, al salón inmenso y los cuadros millonarios.

—Todo este dinero, este poder, compra mucha motivación, ¿verdad? ¿Es eso a lo que se dedica usted, con sus coches caros, sus secretitos y sus frases cínicas? ¿A tapar la mierda de los ricos?

Mentor se vuelve hacia él, con los labios apretados y un nubarrón flotando en la mirada turbia.

—¿Eso es lo que cree que está pasando?

—No tengo ni idea de lo que ocurre, ya se ha encargado usted de ello. Lo que veo, lo que creo, es que a usted le importa una mierda el niño muerto del sofá. Están demasiado ocupados sirviendo a… —Jon vacila un instante, pero no puede evitar el tópico— otros intereses.

—¿Y va a decirme usted lo que está bien? ¿El poli gordo de segunda fila?

—Al menos no soy el lacayo de nadie.

Mentor observa a Jon con aire divertido, como el que mira a un animal del zoo que acaba de hacer algo inesperado.

—Le pido que me perdone, inspector. Mi trabajo no es sencillo y no siempre acierto en lo que pretendo.

Jon no se acaba de creer la disculpa. De hecho, no se la cree nada. Pero como la otra opción es cruzarle la cara, opta por fingir.

—Todos estamos cansados —dice Jon—. Y la situación no ayuda.

—Y es peor para usted, que está trabajando a oscuras —Mentor señala en dirección a Antonia, que apenas se ha movido desde que entró, y cambia una mirada extraña con la doctora Aguado—. Dejémosle espacio, inspector. Si me acompaña fuera, le contaré la verdad.

10
Una copa

Ajena al intercambio que se ha producido a su espalda, ajena a que Jon y Mentor han salido de la casa, Antonia Scott se deja llevar por su entrenamiento, absorbe cada detalle de la escena del crimen. Su mirada pasa de uno a otro elemento en un bucle incesante en el que las paradas son:

– La camisa blanca, abotonada hasta arriba.;

– La posición antinatural del cuerpo. ;

– La ausencia total de sangre en el suelo de roble, en el sofá, en la alfombra de hilo tejida a mano en la India.

Los ojos, la manosobrelarodillalaotrasostienelacopanoesdemasiado.

—Me estoy ahogando —dice, con voz ronca.

Sigue en cuclillas, los ojos cerrados tratando de que no le desborde la información, que no la devore. Intenta volver a visualizar Mångata, pero está muy lejos, al otro lado de un muro de ladrillos compuesto

[camisa, cuerpo, la copa sobre el brazo del sofá]

de imágenes.

Creía que podía sola.

Pero.

No puede, ella sola no. Los detalles la inundan, imponen sus propias, abrumadoras condiciones.

Al final, se rinde.

Sólo esta vez. Será la última.

Extiende la mano. Casi suplicando.

La doctora Aguado se acerca por detrás. Lleva un pequeño recipiente de metal del que extrae una cápsula roja que deposita en la palma de la mano de Antonia.

—¿Quiere un poco de agua?

Antonia ni siquiera contesta, se limita a cerrar el puño y meterse la cápsula en la boca. Rompe la gelatina con los incisivos, liberando el ansiado polvo amargo, y lo recibe debajo de la lengua, dejando que la mucosa absorba el cóctel químico y lo lleve a su torrente sanguíneo a toda velocidad.

Cuenta hasta diez, dejando una respiración entre cada número, descendiendo un peldaño cada vez, hacia el lugar donde necesita estar.

De pronto el mundo se vuelve más lento, más pequeño. La electricidad que le hormiguea en las manos, el pecho y la cara, se disuelve.

—Gracias —consigue decir. A la doctora, a la cápsula, al universo en general—. Gracias.

—Así que es usted —dice Aguado—. Estaba deseando conocerla. He leído mucho sobre su trabajo. Lo que hizo en Valencia…

—Soy yo —interrumpe Antonia. Y es verdad. Es ella, otra vez—. Y usted es la nueva forense.

—Robredo se marchó el año pasado, harto de esperar a que volviera. Un trabajo en Murcia. Me pregunto quién querría ir a Murcia —dice Aguado, tendiéndole la carpeta a Antonia— teniendo la oportunidad de trabajar con usted.

Alguien listo, piensa Antonia. Rechaza la carpeta con un gesto. Aún no está preparada. Antes necesita verlo todo por sí misma.

—Ni una gota de sangre en la escena del crimen —dice—. Si exceptuamos la copa, claro.

El líquido espeso ya ha empezado a solidificarse contra las paredes del cristal de Bohemia que el muchacho sostiene en la mano. Cuando el asesino colocó ahí la sangre, debía de remedar vino, servido hasta el borde.

—¿Es la de la víctima?

—He hecho la prueba del bromecresol. Por ahora sólo puedo decirle que la sangre de la copa y la de la víctima son del mismo grupo, B positivo. Sabremos más cuando tengamos la confirmación de ADN.

O sea, cinco días. Yo no estaré aquí para entonces.

—¿Qué es esta sustancia en el pelo? —pregunta Antonia, que se ha incorporado para examinarlo más de cerca.

La cabeza del chico brilla bajo los focos. Lleva el pelo rizado peinado hacia atrás, y a simple vista parece gomina, pero la apariencia es demasiado untuosa, apelmazada. Una gota minúscula desciende por la sien.

—Aceite de oliva al noventa y nueve por ciento. —Lee la doctora—. Canela y otro compuesto que aún no hemos identificado. He venido en el MobLab, está aparcado en la parte de atrás, pero no tengo suficientes herramientas aquí.

El MobLab es una furgoneta cargada hasta los topes de herramientas de análisis forense. Por fuera parece una Mercedes Sprinter negra, sin ventanas, normal y corriente. Por dentro es como visitar una nave espacial, llena de probetas, productos químicos y ordenadores. Pero tiene sus límites.

—¿Ha mandado muestras a la División?

—Sabremos algo en unas horas —dice Aguado.

Tener que esperar por una pieza del rompecabezas frustra a Antonia. Toda la escena que están viendo ha sido compuesta hasta el mínimo detalle con un propósito, y saber cuál es lo más importante. Señala la copa.

—¿Ha mirado en la cocina?

—Hay un hueco en el aparador. La marca y el modelo encajan.

El asesino ha usado los elementos que había en la casa para mandar un mensaje. Lo único que ha traído consigo es el aceite.

Vino y aceite. Antonia ha leído antes algo así. O escuchado. El recuerdo viene de pronto. Ella, de niña. Siete años, dos meses y ocho días. En la basílica de la Mercé. Todos vestidos de negro. El aroma de las anastasias, la flor favorita de su madre.

—Es un salmo —dice Antonia, señalando al cadáver—. El salmo veintitrés. No recuerdo qué versículo.

La doctora Aguado la mira, desconcertada.

—Creía que usted recordaba todo lo que leía.

Es que no lo he leído. Lo escuché en un funeral. Hace tres décadas. Desde ese día no tuvo mucho sentido leer la Biblia.

—No siempre —dice Antonia.

Aguado consulta en su móvil.

—Creo que lo tengo. «Preparas la mesa ante mí, en presencia de mis enemigos. Unges mi cabeza con aceite, y mi copa rebosa» —recita Aguado—. ¿Es a esto a lo que se refería?

Antonia suelta un gruñido ambiguo. La copa rebosante con la sangre, la cabeza aceitada. Mucha casualidad. Y ella no cree en casualidades.

—Ya estoy lista para su carpeta, doctora Aguado.

Antonia tarda quince minutos en leer las cien páginas de datos, esquemas e información que le ha preparado la forense. Es un trabajo magnífico, mucho más pulcro e incisivo que el de su predecesor. Antonia duda si felicitarla, porque se supone que debe mostrarse lo más distante posible con el equipo (Directriz número 11 del Reglamento) y no empatizar con ellos (Directriz número 3) para que la relación sea lo más unidireccional posible (Directriz número 17). En el pasado, hacía caso al reglamento.

Ya no.

—Enhorabuena por su informe, doctora. Me alegra que Robredo se haya ido a Murcia, hemos ganado con el cambio.

Aguado se vuelve —tarde— para que Antonia no vea el rubor en sus mejillas.

Antonia por su parte se centra en las páginas de nuevo. La peor parte llega cuando encuentra la foto del muchacho en la playa. Antonia sabe que no debe ver a las víctimas como personas. Todo su entrenamiento le ha llevado a construir una barrera emocional que les convierta en hechos, en partes de un jeroglífico que empieza con una imagen y concluye con un resultado. Antes era capaz de hacerlo, si bien con gran esfuerzo.

Ya no.

Todo cambió después de lo de Marcos. De lo que le hice. De lo que nos hice.

Se descubre haciéndole una promesa al chico de la foto. Una promesa que no puede cumplir, porque colisiona con la promesa que le ha hecho a Marcos. Que se ha hecho a sí misma. Que a su vez es lo contrario que espera la abuela Scott de ella.

Cogeré al que te ha hecho esto, le dice al chico de la foto.

Según se forman las palabras en su mente, se arrepiente. No tiene, tampoco, manera de desdecirse. Es lo malo de prometer cosas a los muertos.

Es más difícil pedirles disculpas cuando les fallas.

11
Una explicación

Mentor camina hasta el comedor exterior y se sienta en una de las sillas. Le Corbusier o similar. Cara e incómoda, concluye Jon, cuando hace lo propio y nota que el respaldo no se fabricó para alguien de su tamaño. A no ser que tuvieran la tortura en mente.

Sobre la mesa ha quedado olvidado el Marlboro Light de la doctora Aguado. En la foto disuasoria de rigor impresa en el paquete se ve el ataúd de un niño.

La macabra coincidencia encoge el corazón de Jon, que aparta la mirada.

Menos escrupuloso, Mentor alarga la mano al paquete de tabaco, le ofrece uno al inspector, que niega con la cabeza. Mentor se enciende uno, da tres caladas, tose como un endemoniado, lo apaga en la superficie de cristal, empapada de agua de los aspersores.

—¿No le preocupa contaminar la escena?

—Ojalá hubiera algo que contaminar. Aguado lleva veintiséis horas seguidas trabajando, ha revisado la casa entera y recogido las huellas.

Jon silba de admiración. Había que acotar y delimitar cada uno de los metros cuadrados con una cuadrícula, tomar fotografías, buscar anomalías. En una casa tan grande, era tarea para cuatro o cinco personas.

—Menuda fiera.

—La doctora Aguado es la mejor de España. Por suerte para mí, y por desgracia para ella, le toca trabajar conmigo.

—¿Algún resultado?

—Lo sabremos cuando tengamos las de la familia y el servicio, para descartar. No espero nada. Hay pelos y fibras, pero vete a saber. Ya sabe que nunca sirven para una mierda. Ojalá fuera como en la tele.

Jon lo sabe muy bien. Las series de televisión han ofrecido una imagen tan distorsionada del trabajo de la científica que a veces los propios policías caen en la misma trampa que el público, creer en los milagros.

Mentor vuelve a estrujar el cigarrillo ya apagado contra la mesa y aleja de sí el paquete de tabaco.

—Lo dejé hace meses. De vez en cuando me recuerdo a mí mismo por qué.

—Es más fácil no hacerse mucho daño haciéndose un poquito de daño.

—Exacto. ¿Por qué se hizo policía, inspector Gutiérrez?

Jon hace una mueca de desagrado.

—Hemos salido aquí para que hable usted.

—Deme el gusto, inspector.

Pausa. Jon no sabe qué respuesta darle. La oficial, la que cuenta a los amigos, la que se cuenta a sí mismo, o la auténtica. Sea por la hora, sea por las emociones, al final es esta última la que sale.

—Para que no me hicieran daño —admite.

Ahora es el turno de Mentor de mostrarse sorprendido ante la honestidad.

—Vaya…

—Lo sé, lo sé. Un hombre grande y fuerte como usted, y toda esa mierda. No me joda con el psicoanálisis. Mi padre nos abandonó, me gustan las pollas, vivo con mi madre. Me sé todos los chistes y las explicaciones baratas. Lo cierto es… que tengo miedo. He tenido miedo siempre.

—¿Miedo a qué?