Ya no quedan becarios de ésos, claro. Hoy sólo sienten respeto por los youtubers, por el número de seguidores en Twitter y en Instagram, por el número de clics que ha conseguido un artículo. «Diez cosas que necesitas saber sobre [Inserte nombre de famoso recién muerto].» Con sus diez correspondientes páginas, para que vayas pinchando y pinchando y el periódico aumente el número de impresiones y pueda seguir vendiendo a los anunciantes la vieja mentira. Somos relevantes, la gente aún nos hace caso. ¡Denos una limosna!
No siempre fue así, recuerda, poniendo los pies sobre la mesa. Puede hacerlo porque no hay nadie en la redacción, ya nadie va tan temprano. Cuando van, que hoy están todos locos con lo del teletrabajo. Sólo está él, que no tiene otra cosa mejor que hacer, más que matar el tiempo. Las diez de la mañana. A esa hora, cuando él era joven, los redactores ya estaban tecleando como locos, los de archivos buscando fotos, los fotógrafos entrando y saliendo de la redacción y metiendo los carretes en los tubos neumáticos. La época del papel. Los ochenta, los noventa. La mejor época. La época de los mejores.
Entonces, ser periodista era la hostia. Te llamaban los policías, los políticos, te presentabas donde pasaban cosas. En los años duros del conflicto no daba abasto. Se imagina que ahora hubiera que cubrir esas noticias al estilo de los millenials. «¿Quieres saber a cuántos ha matado la última bomba de ETA? ¡La respuesta te sorprenderá!»
Hoy en día a nadie le importan los periódicos. Y dentro de los periódicos, a nadie le importan los sucesos, que es donde le han dejado aparcado, tan inútil como un jarrón chino o un ex presidente del Gobierno. No, a nadie le importan las noticias de sucesos. Lo único que importa es el último zasca de Pérez-Reverte a un político. Si acaso, cuando la víctima es una mujer asesinada por violencia de género, consiguen un poco de atención.
Pero sólo porque está de moda ofenderse por estos crímenes. Antes no le dábamos ni un suelto en la página veintisiete. Y había los mismos o más que ahora.
Al periódico le gustaría que Bruno Lejarreta se marchara del periódico. A Bruno Lejarreta no, y así se lo ha hecho saber al periódico.
«No tengo nada mejor que hacer», les dijo.
«Seguramente preferirías disfrutar de tu tiempo libre, de la jubilación», dijeron, con mucha educación (Bruno tiene un contrato de los tiempos anteriores a la esclavitud).
«Si me voy ahora, me queda una pensión de mierda —dijo él—. Así que, pagadme la indemnización.»
Y el periódico no pagó, porque acumula muchos trienios y son seis cifras. Así que él sigue cobrando su sueldo de tres mil euros al mes, el más alto del periódico después del director, por, hablando mal y pronto, tocarse los huevos. Esperando a ver cuál de los dos dinosaurios muere primero, si el periodismo impreso o Bruno Lejarreta. Bruno no bebe apenas, de fumar, nada, y malas mujeres, menos —a la suya la quiere y la respeta demasiado para eso—. Tampoco tiene hijos que le provoquen úlceras o infartos. Así que las apuestas están al cincuenta por ciento.
Bruno, sin embargo, suspira por encontrar algo que hacer. Una última gran cabalgada hacia el horizonte, diría, si le gustaran las películas de vaqueros, que no es el caso. Lo que a él le gusta es el olor de la tinta impresa del primer ejemplar que sale de la rotativa a la una de la mañana, ese periódico que te deja las manos negras y que en la portada, lleva una hostia en la cara para alguien. Alguien a quien no le va a gustar lo que has escrito. El resto, relaciones públicas.
Pero en sucesos no tendrá nunca ya esta última oportunidad.
O eso pensaba hasta hace treinta y cuatro segundos.
Hasta que fijó distraídamente la mirada en la tele, Bruno Lejarreta era un viejo acabado que afrontaba otro día de tedio. Y entonces vio la noticia en el informativo de la mañana.
—«… una carrera ilegal que ha terminado afortunadamente sin daños personales. En el espectacular accidente a las afueras de Madrid…»
A Bruno le trae sin cuidado lo que la presentadora está diciendo. Lo que le importa es lo que está viendo. Ni más ni menos que al inspector Gutiérrez junto al coche. El cámara ha tomado las imágenes desde muy lejos, y el zoom extremo hace que la imagen tiemble como un constructor en una comisión de investigación. Pero es él. Con su traje elegante y su silueta robusta. No es que esté gordo.
El olfato de Bruno Lejarreta se agudiza, su expresión se afila.
La última noticia que teníamos del inspector Jon Gutiérrez era que estaba siendo investigado por conducta impropia. El vídeo en el que salía colocando la heroína en el maletero del chulo se había hecho viral —Dios, como odia esa palabreja— de la noche a la mañana y luego puf, el asunto se había esfumado. Como por arte de magia.
Bruno conoce a Gutiérrez, para desgracia de ambos. No se soportan desde que tuvieron unas palabras acerca de una noticia que uno quería dar y el otro no. Txakurra faxista, pero no sólo eso. Hay algo, mucho, de piel. Se la tiene un poquito jurada. Así que se alegró, y mucho, cuando el inspector Gutiérrez la cagó a lo grande. El propio Bruno había redactado la noticia de lo del maletero, con la alegría insana que produce siempre clavar clavos en ataúd ajeno. Derivada de la inconveniencia de clavarlos en el propio.
Lo máximo a lo que debería poder aspirar Gutiérrez era a pilotar un escritorio durante el resto de su vida laboral. Como él.
Aquí pasa algo.
Hace treinta y cuatro segundos, Bruno Lejarreta era un viejo cansado y aburrido. Pero ahora ha olido algo en el aire. No sabe qué hace el inspector Gutiérrez en Madrid en un accidente de coche, pero tiene curiosidad por averiguarlo.
Llama a su mujer —nada de esa cursilería del WhatsApp, los hombres de verdad llaman— para decir que va a ausentarse, se palpa el bolsillo de la cazadora para asegurarse de que lleva las llaves del coche, y mira el reloj. Con buen ritmo, a la hora de comer se planta en Madrid.
Con una parada antes en Santutxu, claro. Una parada importante, piensa. Y sonríe. Sonrisa lobuna.
No se despide de nadie al salir, porque aún no ha llegado nadie. Tampoco pide permiso. Duda mucho de que noten su ausencia.
12
Un subterfugio
Bien entrada la tarde, después de haber dormido —por fin— unas horas, Jon y Antonia se encuentran en Gran Clavel, la cafetería del Hotel de las Letras, donde Mentor ha alojado al inspector Gutiérrez. Un lugar curioso, esquina a Gran Vía, todo cristaleras. Repleto de libros por todas partes. La gente ni los toca, pero hacen bonito.
—Estamos fuera de lo de Ortiz —dice Jon. Y luego le cuenta.
Antonia no se lo toma bien.
—Hay una mujer en algún agujero de mierda ahora mismo. Estará en un sótano, o en un almacén, o en una habitación forrada de cartones de huevo.
—Creía que los cartones de huevo no servían.
—Pero los locos lo han visto en las pelis. Y estará sola. Sin su familia, sin sus amigos. Sin poder abrazar a su hijo por última vez. Probablemente la hayan atado y le hayan hecho daño, o algo peor. Y ese… ese hombre… ese Parra…
Luego se detiene, pues vuelve a descubrir una verdad universal que olvida cada día cuando se acuesta. El mundo está manejado por los mediocres, los egoístas y los idiotas. Muy especialmente estos últimos. Y el capitán Parra parece una interesante combinación de los tres.
Jon se descubre defendiéndolo.
—Sólo está haciendo su trabajo.
Y se odia, pero Antonia tiene que comprender que el juego ha cambiado.
—Su trabajo lo hemos hecho nosotros. Ellos son ocho policías en la unidad. Ocho. Tienen bases de datos, tienen coches con sirenas, tienen armas, tienen equipo de apoyo. Pero no saben pensar.
Antonia vuelve a pararse. Sin lograr el desahogo, porque no hay desahogo ante la estupidez. Para lidiar con la estupidez sólo vale la aceptación o el suicidio. En el que últimamente no ha tenido tiempo para pensar. Por lo de estar persiguiendo a un sospechoso.
—No importa —dice, y su voz regresa a la gélida serenidad habitual—. Vamos a encontrar a Carla Ortiz. No porque sea millonaria. Sino porque es una mujer que quiere abrazar a su hijo y no puede.
Jon sonríe ante la inocente e incontestable afirmación. No por ser naif es menos verdad, y viceversa. La resolución irradia de Antonia como el calor de un horno.
Ah, el fuego.
—Vamos a hacerlo. Pero lo haremos de forma inteligente. No cargando como un caballo en una cacharrería.
Y, aunque no es lo que quiere responder, lo que responde resignada ella es:
—Está bien.
Porque al fin y al cabo la naturaleza de su trabajo es el subterfugio. No puedes ir diciéndoles a los demás que eres más inteligente que ellos.
—Por cierto, ¿qué llevan esas cápsulas que te tomas? —pregunta Jon, como quien no quiere la cosa. Porque es un tema que le preocupa mucho.
—Lo que llevan, no lo sé —miente Antonia.
—Bueno, pues ¿qué hacen?
—Me ayudan a filtrar el exceso de estímulos en los momentos clave. Me hacen más lenta, en realidad.
—¿Las necesitas? ¿Estás enganchada?
Antonia ignora el insulto. Porque la pregunta es demasiado importante. Es, en realidad, todo.
—Quiero pensar que no. No siempre acierto.
Jon no hace ningún comentario. No es quién para juzgar a nadie. Que también tiene sus propias adicciones a las que promete asiduamente renunciar. Como enamorarse, por ejemplo. Cada cual tira adelante como puede. Le basta con saber que no va a ser un problema.
—Me basta con saber que no va a ser un problema —dice—. Que no va a obstruir tu labor y afectar tu juicio.
—Rencoroso de mierda —dice ella, al reconocer sus propias palabras.
—Lo he preguntado en serio.
—Ya lo veremos.
Tendrá que bastar.
—El otro día, en La Finca, cuando bajaste de la furgoneta…
No añade: llorando y hecha un manojo de nervios.
—Sí. Las había tomado. Y no, no quiero hablar de ello.
—No es eso. Dijiste que el asesino no había pensado en todo.
Jon está intentando establecer un punto de partida. Lo cual no es fácil. Una investigación suele llevar semanas y una docena de personas. Carla Ortiz puede que tenga la docena de personas, pero no tiene el tiempo. Y Álvaro Trueba ya sólo les tiene a ellos.
—Creo que tenemos dos hilos de los que tirar. Un cómo y un porqué.
—Explícate.
Antonia se pide otro té con pastas (costumbre de su mitad inglesa que no piensa abandonar nunca), y se explica.
—Nada en este caso es normal.
—Me he dado cuenta.
—Vamos a imaginar. Imagina que eres un secuestrador que logra hacerse con el hijo de la presidenta del banco europeo más grande. ¿Qué haces?
—Pido dinero. Ingentes cantidades de dinero. Todo el que pueda.
—Exacto. Has secuestrado al familiar de un industrial famoso, como lo de Revilla hace tantos años. Mil millones de pesetas. ¿Cómo los cobras?
—Tanta pasta tiene que pesar mucho —piensa Jon, que recuerda el caso, aunque en el 88 era un niño de doce años. Pero es de los que acabó estudiando en la Academia de la Policía en Ávila.
—Una tonelada larga. Por eso se le llamaba un kilo a un millón de pesetas, aunque en realidad eran más bien mil cien gramos por millón.
Jon, que ya lo sabía, asiente con educación para no interrumpirla. A veces con Antonia hay que hacerse el tonto y dejar que siga fluyendo.
—Si eres una organización terrorista y le estás pidiendo el rescate a un fabricante de salchichas, cobrar es complicado —continúa ella—. Hay dos puntos críticos siempre en un secuestro: la comunicación con la familia y el cobro del rescate. Hoy en día el primero está casi resuelto.
—Cualquier idiota puede usar internet para ocultar quién es.