Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Accidente mortal en la M-30. Un coche impacta contra los pilotes del puente de la M-30. No hay marcas de frenos. La policía cree que se trata de un suicidio. La víctima es una mujer de veinte años que responde a las iniciales S. F.

Amplía las fotos. Los bomberos se afanan en torno al vehículo siniestrado. No hay mucho que hacer. La mitad del coche ha desaparecido, comprimida y aplastada como una botella vacía. Hay que ir muy deprisa para golpearse tan fuerte.

Suena el teléfono.

—Diga.

—Señora, soy Tomás.

Antonia parpadea, está tan dentro de su cerebro en este momento que tiene que vadear con fuerza para ajustarse a la realidad del mundo exterior. Entonces recuerda. Tomás. El vigilante de seguridad de La Finca.

—Nos dejaron sus teléfonos el otro día por si recordábamos algo. He estado llamando antes a su compañero pero comunicaba, así que he decidido probar con usted.

Ella hace un ruido de aquiescencia, un ajá o un ujúm, porque sigue concentrada en la fotografía del accidente. En algo que no termina de encajar del todo. Algo que debería estar viendo y no es capaz de ver.

—El caso es que hoy cuando ha empezado el turno —continúa Tomás— estábamos hablando Gabriel y yo, y de pronto ha venido un taxi a recoger a alguien. Esta vez nos hemos fijado más, ya sabe, desde lo que pasó miramos muy bien dentro de los taxis, no les dejamos pasar sin más.

Otro ajá.

—Y verá, lo que son las cosas, la taxista era una mujer, que hoy en día es muy normal, es algo en lo que ya te fijas menos, hace cinco años era impensable, parece sólo un trabajo de hombres, porque hay que ir a sitios y recoger a desconocidos en plena noche… el caso es que Gabriel y yo nos fijamos y de pronto nos acordamos, los dos a la vez. ¿No le parece maravilloso cómo funciona el coco? No te acuerdas de nada, tu compañero tampoco, y de pronto pum, ahí lo tienes, los dos a la vez, recordando lo mismo. Debe de ser una de esas asociaciones de ideas. Rojo es sangre. Morado es fruta. Justamente le estaba diciendo a Gabriel que…

Antonia consigue interrumpirle.

—¿Qué es lo que recordaron, Tomás?

El vigilante se aclara la garganta.

—Verá, es que el taxista era una mujer.

Carla

De nuevo intenta dormir. Pero cada vez se encuentra más débil y más agotada. Tiene un sueño, un sueño en el que la oscuridad se desvanece, sustituida por una enorme pared de luz, blanca y hermosa, que lo llena todo.

Entonces escucha fuera el ruido y las voces.

Voces de hombres adultos que gritan: «¡Policía!».

Que gritan su nombre.

Sabía que vendrían. Sabía que era cuestión de horas. Quizás de minutos. Y ya están aquí. Por fin la han encontrado.

El corazón le brinca en el pecho, intenta incorporarse, olvidándose de la altura del techo, se golpea en la cabeza, provocándose una herida que sangra profusamente, pero la ignora. Ni siquiera siente el dolor. Logra gatear hasta la puerta de metal, da golpes, intenta gritar a través del respiradero.

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Estoy aquí!

29
Una palabra aborigen

Antonia se detiene.

El mundo también.

—¿Cómo ha dicho?

—Era una mujer —repite Tomás—. Ahora que lo pienso es raro que una mujer haga servicios tan tarde, o tan temprano, como yo digo siempre, uno nunca…

Antonia ya no escucha nada más.

Murr-ma.

Una expresión en wagiman, un idioma aborigen australiano que sólo hablan ya diez personas en todo el mundo, que indica lo que han estado haciendo hasta ahora.

Murr-ma.

Caminar dentro del agua buscando algo con los pies.

Lo cual es muy difícil, ya que tus otros sentidos se empeñan en colaborar, cuando sólo entorpecen.

—¿Oiga?

Antonia cuelga. Necesita las dos manos.

Amplía al máximo una de las fotos del accidente.

Es un Megane amarillo.

La matrícula no se distingue bien. Antonia hace captura de la foto, la transfiere a la app de Photoshop Express, aplica el filtro de enfoque.

Entonces aparece.

9344 FSY

Murr-ma. Una búsqueda a ciegas. Pero cuando rozas algo con el dedo gordo —y no antes—, puedes zambullirte a por ello. Juntas las piezas del puzzle, haces la suma.

En décimas de segundo Antonia pone frente a sí todos los elementos de los que dispone.

– La hija de Fajardo se mató en un accidente de coche en la M-30.

– Su matrícula resurge dos años después en el taxi que usa Ezequiel para dejar el cadáver de Álvaro Trueba.

– El taxi aparece quemado y empapado en desinfectante en un descampado a un kilómetro de una comisaría.

– Una llamada anónima avisa de su localización.

– El hombre que nunca ha dejado ninguna huella, deja dos:

a) una en el zapato de Carla Ortiz,

b) otra en el volante.

– El volante que Ezequiel no tocó. Porque la que conducía era una mujer.

La conclusión llega, nítida, un instante después.

Antonia agarra la manga de la chaqueta de Jon, tirando de él para que se levante.

—¿Qué pasa? —dice Jon, regresando de donde fuera que estuviera.

—Tenemos que avisarles. Tenemos que avisarles YA.

—¿Avisarles de qué?

—¿Dónde están, Jon?

No lo saben.

Antonia marca el número de Parra.

Un tono.

Dos tonos.

Buzón de voz. «Ha llamado al…»

Antonia no deja el mensaje. Lo grita.

—Parra, escúcheme. No entre, repito, no entre. ¡Es una trampa!

Parra

Han tomado posiciones frente a la puerta del piso. La entrada está en la planta inferior al portal, bajando un nivel. Es el único semisótano del edificio.

Los hombres de la Unidad de Secuestros y Extorsiones ocupan el rellano y la escalera, armados con subfusiles MP-5. Las ventanas del semisótano dan a la calle San Canuto, pero están enrejadas y son pequeñas. Nadie puede salir por ahí. Por si acaso, han dejado a Sixto en la furgoneta, junto al periodista.

Hará falta alguien que cuente el heroico rescate. Y el tipo se ha ganado la exclusiva.

Esto está hecho, piensa Parra, tras repasar mentalmente el plan. Su principal angustia es que Fajardo haga daño a la rehén cuando se sienta acorralado, pero para eso está aquí Ocaña, el pico de oro. Capaz de venderle arena a los beduinos.

También le preocupa que al tipo le dé por disparar. Es un policía, al fin y al cabo, aunque haya perdido la cabeza. Parra no piensa subestimarlo, y ha venido preparado. Todos ellos van armados con subfusiles MP-5 y protegidos con chalecos antibalas. Cleo, que es la que va en cabeza, lleva un escudo balístico detrás del que se pueden parapetar si las cosas vienen mal dadas. Un metro de acero y kevlar, impenetrable.

Algo le vibra a Parra en la pierna. Se da cuenta de que no ha apagado el móvil. Un olvido que no perdonaría en ninguno de sus hombres. Aprieta el botón de colgar a través de la tela del pantalón —confiando en que no se den cuenta— hasta que el teléfono se apaga.

Vamos, que nos vamos.

Va a dar la orden, pero falta un detalle importante. Se hurga en el cuello para sacar, a tirones, la cadena. De ella cuelga una medalla. Un ángel extiende sus alas sobre una niña que va a adentrarse en el bosque. Es el Custodio, el santo patrón de los policías. Le da un beso. No siente pudor alguno al hacerlo. Pozuelo, que está a su lado, se santigua. Y eso que es millenial y la única referencia que tiene de Dios es el Morgan Freeman de aquella película. El movimiento se contagia por la fila.

Ahora sí.

El capitán le hace un gesto a Sanjuán, que está manejando el ariete. Catorce kilos de una mezcla densa de plomo y hierro, que incluso en manos de un tirillas como Sanjuán son capaces de echar abajo una puerta de un golpe.

¡BLAM!

Bueno, tal vez dos.

¡BLAM!

Al segundo embate, la cerradura se parte y Cleo entra la primera, escudo en alto, gritando a pleno pulmón.

—¡Policía! ¡Salgan con las manos en alto! ¡Venimos a por Carla Ortiz!

Los demás le siguen, en tromba.

Hay un salón, lleno de suciedad, nada más entrar. Los muebles están apilados contra la pared. Sofá, mesas. En el suelo hay resto de papeles, hierros y cables. Las luces del techo están encendidas, aunque sólo uno de los halógenos funciona.

—Capitán —dice Cleo, dándole con el pie a algo que hay en el suelo.

Es un zapato de mujer. La pareja del izquierdo que han encontrado en el descampado de Hortaleza.

Parra le hace a Cleo un gesto para que avance hacia el pasillo oscuro que hay al fondo. El resto la sigue, en fila de a dos. Cubren los unos las espaldas de los otros. Como debe ser.

La policía entra en el pasillo, escudo en mano.

El bidón del pasillo, astutamente camuflado dentro de la cómoda, es el primero. Contiene cuarenta litros de una mezcla de hipoclorito de sodio, ácido clorhídrico y acetona. Lejía, limpiador de tuberías y quitaesmalte. En la proporción correcta, estos tres elementos sólo necesitan un empujoncito. La señal, transmitida por internet a través de una tarjeta SIM, activa el detonador eléctrico, que a su vez hace explotar un cartucho de plástico relleno con pólvora —de la que puedes encontrar en cualquier petardo—, pero mezclada con magnesio —que puedes encontrar en cualquier bengala de Navidad— para desencadenar correctamente la explosión.

La bomba que ha preparado Fajardo no es como la dinamita o el explosivo plástico. Los gases que genera una explosión de estos elementos pueden expandirse a más de diez mil metros por segundo. La bomba de cloro se fabrica con ingredientes que valen menos de treinta euros en cualquier Leroy Merlín, pero tiene que conformarse con una velocidad de detonación de unos humildes cuatro mil quinientos metros por segundo. Son suficientes, no obstante, para convertir el aire que desplazan en fuego, aunque éste va por detrás de la onda expansiva, siguiéndola como una cola a su perro.

La onda expansiva, sin más salida en el minúsculo pasillo que la dirección en la que se encuentran los policías, golpea primero a Cleo. Empuja el borde de acero del escudo balístico contra su cara, hundiéndole el pómulo y una ceja, partiéndole la nariz y arrojándola al suelo como quien sopla una carta. Sanjuán, que iba a su lado, no tiene tanta suerte. Su cuerpo se alza en el aire más de un metro, su cabeza se estrella contra el techo, su espalda se parte contra la jamba de la puerta del pasillo. La presión del aire es tan fuerte que compite con la gravedad y con la corriente secundaria de convección por el cuerpo del cabo Sanjuán. Las tres fuerzas se encargan de romper su clavícula, separar entre sí las vértebras del cuello y partir su brazo izquierdo en dos a la altura del codo como si fuera una rama seca, puesto que los tendones no están diseñados para soportar semejante esfuerzo.

Junto al oxígeno ardiendo llega la metralla.

Fajardo ha pegado una capa gruesa de tornillos en el interior del bidón. De acero zincado y cabeza de mariposa, de forma que a esa distancia tan corta, la aerodinámica del tornillo haga que todavía esté girando cuando alcance los cuerpos que encuentre en su camino. Cleo, que aún está viajando hacia el suelo arrojada por la explosión —contar esto lleva tiempo—, se salva de la mayor parte de la metralla, que impacta en el escudo. Uno de los tornillos le atraviesa la tela del pantalón táctico y la piel suave de la pantorrilla y acaba alojado en el interior del fémur, dejando atrás una herida de entrada del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos. Otro pasa rozando el dedo índice de su mano derecha y se limita, caprichoso, a saltarle un poco el esmalte de la uña izquierda. Un tercero se hunde en la cuenca del ojo izquierdo, reventando el globo ocular, aunque por suerte una de las aletas de la mariposa se atasca en la apófisis frontal antes de alcanzar el cerebro.