Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Velocidad máxima del Audi A8 (225 km/h).

La posición del cadáver.

Distancia entre los árboles.

Velocidad máxima del Porsche Cayenne Turbo (la desconoce, se maldice por no haberlo consultado).

La puñalada del cuellosinheridasdefensivasenlasmanosnopuedotodoalmismotiempo

De nuevo el ahogo. No es buena idea, conduciendo a esa velocidad. Cuando Antonia se dirige por fin a su compañero, es una rendición. Otra más.

Sólo esta vez. Será la última.

—¿Te dio Mentor algo para mí? —dice, tendiéndole la mano.

Jon no comprende al principio a qué se refiere, está demasiado pendiente de la trayectoria. Señala frente a ellos.

—¡Cuidado!

El camino se revira de nuevo, están a punto de salir a la carretera sin asfaltar que une el Centro Hípico con la autovía. Antonia pelea por controlar la parte trasera del coche en el terreno pedregoso, girando el volante en dirección contraria. El Audi logra salir a la carretera sin más que una puerta trasera abollada por un árbol que les ayuda a terminar de frenar.

Del Porsche no hay ni rastro. Es un cuatro por cuatro, aunque sea de los de pintar la mona. Y en ese terreno lleva ventaja.

—¿Te dio Mentor algo para mí? —insiste, golpeando a Jon en el hombro.

Jon comprende por fin qué es lo que le está pidiendo. Se registra los bolsillos, rogando para no haber perdido la cajita metálica. Por fin la encuentra en el bolsillo del chaleco, en lugar del reloj que debería ir en esa zona y que su padre nunca le regaló.

Abre la cajita. Está dividida en dos zonas.

—¿Cuál?

—La roja —dice, extendiendo la palma—. Ya.

Jon le da la cápsula.

Ella se la pone en la boca. Oye cómo la muerde, y ve la lengua moverse, con la precisa maestría de la experiencia. Jon ha visto también esa maestría gestual antes, en gentes delgadas de dientes marrones y venas finas.

—Sujeta el volante —le ordena.

Y cierra los ojos. Cierra los ojos, sin soltar el pie del acelerador.

—¡Nos vas a matar! —dice Jon, desenganchando el cinturón de seguridad y agarrando el volante. Al menos la carretera es recta, pero a esa velocidad y en ese terreno podría pasar cualquier cosa.

Su asistencia en la conducción dura diez segundos exactos. Jon lo sabe porque Antonia los ha contado en voz baja, casi susurrándoselos al oído, inclinado como está sobre ella. No llega al cero (eso serían once). Sólo dice:

—Ya. —Y agarra el volante de nuevo.

Jon vuelve a su asiento y busca como un desesperado el cinturón. Sólo cuando se lo abrocha se atreve a abroncarla. Pero no llega a hacerlo, porque ve que algo ha cambiado en ella. Parece sentarse más recta, con los hombros más altos. Y sus ojos ya no están vidriosos, sino que se han convertido en dos rayos láser.

Zoroputoa. Estás como una puta cabra —dice Jon.

—Espero que no te moleste si lo pongo a doscientos —le remeda ella, golpeando la palanca para poner el coche en modo secuencial y tocando ligeramente las levas para meter una marcha más. Por ahora sólo va a cien, el doble de lo permitido. Las ruedas del Audi no se hicieron para la tierra.

Joder, cuando le pregunté si le gustaban los coches no me imaginaba esto.

El trecho sin asfaltar se acaba doscientos metros más adelante. E incorporándose a la autovía, qué te parece, está el sospechoso. Eso, o alguien más huye a gran velocidad en un Porsche Cayenne Turbo de color negro por esta carretera solitaria.

Antonia pisa el acelerador a fondo, ahora que su objetivo está a la vista.

—Necesito —le dice a Jon, con la voz muy tranquila— que mires en internet a qué velocidad máxima puede ir ese coche.

—¿Ahora quieres que me ponga a escribir en el móvil? —dice Jon, que se ha agarrado con ambas manos a la manija del techo.

—¿Y tú qué quieres, vivir cien años?

—Pues sí, tenía pensado.

—Pregúntaselo a Siri —dice Antonia, reduciendo una marcha para poder tomar la curva de la autovía sin volcar.

No del todo convencido, Jon suelta una mano y aprieta el botón lateral de su teléfono.

—Siri, cuánto corre un Porsche Cayenne.

Tras pensarlo un instante, Siri responde solícita.

Esto es lo que he encontrado en internet sobre «Cuando corres, me pones a cien».

Jon decide que Siri no entiende el acento de Bilbao y se limita a buscarlo a mano.

—Sobre 286 kilómetros por hora —dice Jon.

Antonia aprieta los labios. A medias jodida por la noticia de que el otro coche es capaz de sacarles sesenta kilómetros de velocidad punta, a medias concentrada en la conducción. Ahora todos sus sentidos y sus capacidades están puestos al servicio de mover esa enorme máquina. Cuando los neumáticos pisan asfalto, abandona las precauciones. Si es que hasta ahora ha tenido alguna.

—Agárrate fuerte —le dice a Jon.

—¿Más? —dice Jon, que ya tiene los nudillos blancos por el esfuerzo.

Suerte que las manijas están soldadas al chasis.

—Llama a Mentor —dice Antonia—. Dile que el sospechoso está en la A-6 en dirección norte.

El tráfico en la carretera es aún intermitente. No son ni las siete de la mañana, y ya ha amanecido. Por eso Antonia puede poner el coche a ciento sesenta, y comienza a adelantar coches, a izquierda y derecha, como si las leyes de la Física y del sentido común no fueran con ella. Dos minutos después, Antonia puede ver el Porsche, a lo lejos. Ni un segundo demasiado tarde.

—¡Se está desviando! —grita Jon.

—La salida de la M-50.

Un segundo más y lo hubieran perdido de vista. Antonia aprieta aún más el acelerador. Conoce esa carretera. Tiene mucho menos tráfico y está repleta de desvíos. Si no es capaz de acortar la distancia, el sospechoso desaparecerá.

Durante unos interminables cinco segundos tiene que dejar paso a los coches que han tomado el desvío antes que ella. No hay sitio para que pase el enorme Audi. Sólo cuando el último se incorpora al carril —a paso de tortuga—, Antonia le adelanta por la derecha. El sonido del claxon se queda atrás, las maldiciones se las imagina y las ignora.

—Vamos. Vamos.

Frente a ellos hay una recta enorme. Toma el carril de la izquierda, y pone el coche a doscientos kilómetros por hora. El acelerador lo lleva pegado al suelo, y el motor va al máximo de su capacidad. Poco a poco consigue sacarle un poco más de velocidad, y el Porsche va quedando cada vez más cerca. Cien metros, ochenta. Sesenta metros.

—¡Ten cuidado!

Otro coche, un Volkswagen Passat está adelantando a un Fiat. Antonia le deja completar la maniobra y después introduce el coche en el espacio que ha quedado entre el Passat y el Fiat. El parachoques trasero del Audi queda a menos de treinta centímetros del Fiat, que se bandea llevado por el aire que desplaza el coche de Antonia y pega un frenazo. Sin dudar un segundo, Antonia cruza el coche delante del Passat, que también frena.

Jon masculla algo entre dientes.

—¿Qué dices?

—A ti nada. Le rezo a san Cristóbal, patrón de los conductores, que me deje volver al Bingo Arizona.

—Bueno, toda ayuda es poca.

Un nuevo adelantamiento. El último.

El Porsche está delante, a menos de cuarenta metros, y la carretera despejada.

—Tiene que habernos visto.

—Joder, claro que nos ha visto. Vamos a doscientos y pico, y no reduce.

El motor del Audi apenas puede dar de sí, pero el rebufo del gigantesco todoterreno ayuda a que Antonia casi pueda alcanzarle. Ambos coches casi están pegados.

Si frena ahora nos matamos, piensa Jon. El corazón le zapatea en el pecho como un bailaor en el cumpleaños de un narco.

—Dime que no hay nadie por tu lado —pide Antonia.

—¡Despejado!

Con un volantazo seco y preciso, Antonia sale del rebufo del Porsche y comienza a ponerse a su altura. El bofetón del viento es ahora brutal, vuelve más lento al Audi, y Antonia lucha por alinear ambos vehículos ante la superior potencia del todoterreno.

Unos centímetros más. Pisa hasta dejarse el calcáneo contra el acelerador. La pierna está tan tensa que se le está agarrotando el gemelo de mantenerla apretada.

—¡El móvil, Jon! ¡Hazle una foto cuando lleguemos a su altura!

Jon pelea con el desbloqueo del teléfono y con la aplicación de la cámara.

Un esfuerzo más.

Las ventanillas se alinean. Y allí está Ezequiel. Alto, o quizás sea el vehículo. Brazos fuertes. Ojos intensos, que refulgen con odio desde detrás de un pasamontañas negro. Un tercer ojo, el de una pistola, mirando de frente a Antonia, a punto de disparar.

El grito de Jon es lo primero que les salva la vida.

—¡Frena! ¡Frena!

El disparo hace trizas la ventanilla del Porsche, pero la bala se pierde en la distancia. Porque en el mismo carril que el Audi hay un camión de cuatro ejes, a menos de doscientos metros. Antonia levanta el pie del acelerador justo a tiempo, y cambia el peso al del freno, muy despacio, lo justo para volver a colocarse detrás del Porsche. Pero Ezequiel no va a dejar esta vez que use su rebufo para avanzar, y pega un volantazo. Bloquea el paso de Antonia, y ésta se ve a su vez obligada a reducir mucho la marcha para no chocar con el Porsche. Cuando quiere darse cuenta, el camión está casi encima.

Antonia tiene que decidir si chocar con el quitamiedos o estamparse contra treinta toneladas.

Elige bien.

A esa velocidad, el Audi atraviesa la aleación de acero y zinc como si fuera de papel. Lo segundo que les salva la vida es que el terreno en ese punto hace un desnivel suave que —caprichos de un diosecillo benévolo— coincide casi con la trayectoria que hace el vehículo en el aire. Las ruedas no estallan al tocar el suelo, y la inercia les respeta unos buenos cincuenta metros antes de acordarse de su existencia y apercibirse de que tendrían que haber dado varias vueltas de campana. Para cuando el neumático delantero izquierdo revienta, la fricción y la gravedad ya se han encargado de ralentizar el impulso para que el coche se limite a volcar sobre la puerta del conductor y recorrer los últimos metros de lado hasta detenerse por completo en mitad de un campo yermo.

Jon —en ángulo de 90º con respecto al suelo— se palparía todo el cuerpo para comprobar que está bien si no estuviera aprisionado por un montón de airbags. El delantero, el central, los de cortina y los de las piernas. Medio minuto después, cuando se desinflan lo suficiente, consigue liberarse de ellos y luego del cinturón de seguridad. Llama a Antonia, pero no le contesta. Manotea con el airbag central que los separa —el coche vale cada uno de los cien mil euros que cuesta— hasta conseguir ver su cara. Su compañera tiene los ojos cerrados y un hilo de sangre le escapa de la nariz y le desciende por la mejilla.

No. No.

Jon se apresura a comprobar el pulso en su cuello. Con los nervios, tarda en encontrarlo. Pero cuando lo localiza, respira tranquilo. Es fuerte y regular. Quizás sólo está atontada por el bofetón del airbag en la cara.

—Te he dicho que no me toques —murmura.

Pulso normal, modo bitch on. Vale, sí que está bien.

—Y yo que no nos mates al volante.

—No, nunca me lo has dicho —se extraña ella, siempre tan literal.

—Es una norma básica de convivencia.

Jon trepa para salir del coche —el mundo parece tan lento ahora, tan inmóvil, el terreno del secarral tan estable y seguro— y ayuda a Antonia a bajar también.

—Pues lo hemos perdido.

—Pues eso parece —dice Antonia, lanzando una patada a la piedra más cercana.

Aún algo mareada, falla.

Ezequiel

Cuando regresa al refugio, lleva fuego en los pulmones y ácido de batería en el estómago.

Estúpido, estúpido, estúpido.

Es el segundo error que comete en muy corto espacio de tiempo. Todo podría haberse arruinado en un segundo. Todo. Y por culpa de un descuido.