Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

La última foto que había subido Carla Ortiz la muestra a ella junto a su hijo en la terraza de aquel piso, tras el que se veía perfectamente el edificio del Supremo. Cualquiera de sus 228.000 seguidores con dos dedos de frente y acceso a Google Maps tardaría menos de diez minutos en ubicar la dirección exacta.

Al menos el niño está de espaldas. Al menos eso lo ha hecho bien.

La puerta del portal se abre. Jon y Antonia suben al ático en ascensor, tras pasar junto a un guardaespaldas que les saluda con una seca inclinación de cabeza. Otro aguarda en la entrada del piso —el único de la planta— con la puerta abierta.

Un poco tarde para tanta seguridad.

En esta casa no hay un Rothko colgado de las paredes, pero la impresión que se lleva Jon al entrar es que podría haberlo. El suelo es de microcemento gris y los muebles de madera decapada, estilo industrial. En las paredes cuelgan fotografías de paisajes en blanco y negro, y algunas de Carla y su hijo. Sin hombres. El recibidor se abre a un salón inmenso y a una televisión de 82 pulgadas. Al otro lado, una chimenea.

De ésta a aquélla da zancadas inquietas un hombre bajo, fuerte —rechoncho es la primera palabra que le ha venido a Jon a la mente— y calvo. Vestido con su sempiterna camisa blanca remangada, ahora tan empapada de sudor en las axilas que las manchas húmedas casi se juntan en el pecho. No les saluda al entrar, apenas les mira, indiferente ya al desfile de desconocidos.

En el sofá, con los portátiles y las grabadoras en marcha, están los dos agentes de la USE que se identifican como capitán José Luis Parra y cabo Miguel Sanjuán. El tal Parra —cabeza afeitada, perilla, apretón de ciclado macho alfa— parece el jefe.

—Ustedes son los observadores de los que me han hablado mis superiores —dice. Su voz es profesional, pero su mirada trasluce lo poco que le gusta tener compañía.

—No les molestaremos —dice Jon, apoyándose en la pared—. Continúen, por favor.

—El señor Ortiz ya ha hecho su declaración y está exhausto —interviene un hombre canoso, trajeado y de voz meliflua, que está de pie y cruzado de brazos en mitad del salón. Se parece a Michael Caine, sólo que sin una pizca de humanidad. Jon no tiene que esforzarse mucho para deducir que es el abogado.

—Señor Torres, sé que es tarde y que están agotados después de un día lleno de ansiedad, pero créame, no tenemos gran cosa por dónde empezar. Si no nos ayuda a crear una lista de sospechosos, poco podremos hacer.

—No importa —dice Ortiz.

—Ramón —le advierte el abogado, bajando la voz—. Ya sabes lo que ha dicho el médico.

Baja la voz, pero lo suficiente para que nos enteremos todos. Mi cliente es un octogenario, no le aprieten muy fuerte o se romperá.

—Y yo he dicho que no importa. Ya has oído a estos señores. Las primeras horas son cruciales.

—Necesitamos una lista completa de personas con acceso a su hija, señor Ortiz —dice Parra—. Y, sobre todo, una lista de gente que quisiera hacerle daño.

—¿Qué hay de su ex marido? —pregunta Sanjuán. Es un tipo de barba espesa y gafas, que muerde con insistencia el extremo del boli Bic y que mira a su jefe antes de abrir la boca.

—¿Borja? No ha sido él —responde Ortiz.

El divorcio del tenista de medio pelo y la hija del multimillonario después de sólo tres años de matrimonio había sido sonado en las revistas del corazón, aunque Jon recordaba haber leído que había sido de buen rollo y mutuo acuerdo.

—¿Cómo está tan seguro?

—Porque es un monicaco sin pelotas. Si no tuvo agallas para pelear por mi hija durante el matrimonio, aún menos para hacer algo así.

—Tengo entendido que firmó un contrato prematrimonial.

—Le ha salido redondo. Cinco mil euros al mes, de por vida, por largarse y cerrar la boca.

¡Toma mutuo acuerdo!

—Quizás esa cantidad le parezca poca. Al fin y al cabo su hija es…

—Lo único que tiene que hacer es estar cada dos fines de semana disponible para ver a mi nieto —interrumpe Ortiz, al que incomoda que le recuerden que su hija va a heredar ochenta mil millones de euros—. Con el que se porta muy bien, por cierto. Además ayer tenía un torneo en Ibiza. No ha sido él.

Parra y Sanjuán se miran de reojo. Jon se da cuenta de que están pescando. Sabían perfectamente que no había sido el ex marido, pero ahora están agitando a Ramón Ortiz a ver qué pasa.

—Quizás haya podido contar con la colaboración de alguien —sondea Parra.

—Oh, por el amor de Dios —dice Ortiz, apoyándose en la silla. Parece faltarle el aliento durante un instante.

—Señores… —dice el abogado Torres, acudiendo para coger del hombro a su cliente.

Ortiz se lo quita de encima, con suavidad pero con firmeza. Su rostro está congestionado, pero no piensa detenerse.

—¡No es él! El hombre que me llamó era otra persona, y desde luego no sonaba como alguien que pudiera ser amigo de Borja.

—Quizás sería bueno que nos relatara la conversación completa —dice Antonia, hablando por primera vez.

Todos se vuelven hacia ella.

—Ya hemos pasado por ahí. Mañana les daremos un resumen de la declaración del señor Ortiz —dice Parra, señalando su ordenador—. Volviendo a la lista de sospechosos…

—Será bueno que lo escuchen un par de oídos nuevos —interviene Antonia de nuevo.

—Señora… como se llame —protesta Parra—, tenemos mucho terreno que cubrir, y ya ha visto que el señor Ortiz está agotado.

—Entendemos que es un esfuerzo excesivo para el señor Ortiz repetir la conversación —dice Jon, con su tono de voz más inocente y considerado.

Parra le fulmina con la mirada, pero ya es tarde.

—No es ningún esfuerzo. Sólo estoy cansado —dice, por supuesto, Ortiz—. Recibí la llamada en el móvil a las 6.47 de la mañana de hoy.

—¿Por teléfono?

—Por FaceTime de audio. Carla suele usarlo mucho, dice que es más seguro. Yo no entiendo de estas cosas.

—¿Que le dijo el secuestrador?

—Era un hombre con voz grave, que me dijo que tenía a mi hija Carla en su poder. Le dije que no le hiciera daño, y me dijo que ya se lo había hecho. Y que le haría más y que no podría impedirlo.

—¿Dijo algo más?

—Me dijo su nombre. Me dijo que se llamaba Ezequiel.

Carla

Lo primero que llega es el dolor.

Una punzada aguda, insufrible, que lo llena todo. Que le hace gritar.

Chilla durante lo que se le antoja una eternidad, con toda la fuerza de sus pulmones. Es un sonido desgarrador, primario. Aún no hay miedo —eso vendrá después—. Sólo la necesidad imperiosa de que el dolor cese cuanto antes.

No cesa.

Amaina cuando logra incorporarse un poco. Estaba tendida sobre la nariz rota, con los brazos extendidos, desmadejada. Cuando se mueve, los huesos nasal y frontal se rozan y ella lo siente en el interior de su cara, casi oye, el chasquido rasposo, antinatural.

No puede ver nada. La oscuridad es sólida.

El miedo no llega aún. El dolor punzante se ha retirado, pero ha dejado a su hermano pequeño, el martilleo. Ahora su rostro es como el parche de un tambor que recibe una percusión constante, inclemente, y que irradia ese dolor hacia los ojos, el nacimiento del pelo, las orejas, la mandíbula, en oleadas regulares.

Carla solloza ahora, bajito, mientras su cerebro intenta asimilar de dónde procede ese dolor y cómo gestionarlo. Intenta sentarse, pero la afluencia repentina de sangre a la cabeza incrementa la agonía.

Cálmate. Cálmate.

Vuelve a tenderse, esta vez boca arriba, y con eso parece que el tamborileo se suaviza. No mucho, pero deja hueco al resto de sensaciones.

Carla nota la boca árida y amarga. La sangre, ahora seca, le ha pegado los labios entre sí y a la cara externa de los dientes.

Duele cuando los despega.

Un dolor pequeño, manejable, que le hace olvidarse durante un dulce momento del otro dolor. Como cuando uno deja de mirar al tigre en la habitación porque un ratoncillo se ha cruzado correteando entre ambos, y, tan pronto el roedor desaparece por un agujero en el rodapié, el tigre demanda su alimento, con una sonrisa afilada y un por dónde íbamos.

No es la sangre, sin embargo, lo que amarga la boca de Carla. El sabor a hierro y a pila de petaca está ahí, en la punta de una lengua hinchada, algodonosa y seca. El resto de ella, el paladar, los carrillos, están colonizados por un sabor químico y desagradable, ajeno.

Tengo algo dentro.

Sus brazos y sus piernas no parecen pertenecerle, se han convertido en provincias independientes y adormiladas a las que envía órdenes que son respondidas a regañadientes. Su estómago es una minúscula y apretada bola de ácido, en la que algo pugna por salir. Carla deja escapar un eructo, sonoro y seco como un disparo, repleto de los mismos efluvios extraños que pueblan su boca. Tras el aire, abiertas las compuertas, sigue el contenido del estómago, que no es gran cosa. Carla vomita saliva y bilis, sin poder contenerse, dos, tres veces, hasta que los retortijones se detienen.

Entonces el recuerdo la alcanza. El desvío. El hombre del cuchillo. La persecución en el bosque. El pinchazo en el cuello, cuando ella se rindió.

No.

No.

La realidad de su situación se abre ante ella con una espantosa claridad. La peor situación.

Es entonces cuando llega el miedo.

2
Una evidencia

—¿Eso fue todo?

Ortiz no contesta enseguida. Busca la ayuda de su abogado con la mirada durante una fracción de segundo, aunque se contiene. El gesto no pasa inadvertido a Jon, que sabe reconocer a un mentiroso cuando lo ve.

—Sí. Luego colgó.

—¿No planteó exigencias, no dijo que volvería a llamar?

—No —dice Ortiz, tajante.

Demasiado tajante.

—Volverá a llamar. Siempre llaman —dice Sanjuán.

—Ha dicho que no sonaba como alguien que pudiera conocer al ex marido de su hija —interviene Parra, decidido a volver a llevar la conversación a su terreno—. ¿A qué se refería?

—Era un hombre con una voz dura. Parecía… implacable. Lo contrario de Borja, vamos.

He aquí a un hombre encariñado con el ex de su hija. Pero por otro lado, ¿quién lo está?

—Su hija no conoce a nadie llamado Ezequiel, ¿verdad?

—No, que yo sepa. Ni yo tampoco.

—Trabajaremos con la presunción de que es un seudónimo, no un nombre real.

Se nota que son un cuerpo de élite, piensa Jon.

—¿Alguna pregunta más que quiera hacer sobre la llamada de teléfono, o podemos seguir por dónde íbamos? —pregunta Parra, volviéndose hacia Antonia.

Ésta murmura una disculpa y algo sobre tener que ir al cuarto de baño. Nadie le presta atención.

—Sigamos, entonces. Su hija desapareció ayer entre las diez de la noche y esta madrugada. La última constancia que tenemos de ella es el momento en el que su chófer…

—Carmelo —dice Ortiz, reanudando su paseo nervioso por el salón—. Es como de la familia.

—En que su chófer, Carmelo Novoa Iglesias, para a repostar en una gasolinera en Villanueva de los Caballeros, en Valladolid. Hay un registro en la tarjeta de crédito de Carmelo de setenta y ocho euros. Gasolina, dos botellas de agua y un paquete de regaliz. Hemos pedido a la gasolinera las imágenes de seguridad, para comprobar si en ese momento Carla iba con él a bordo del coche.

—¿A qué se refiere?

—¿Desde cuándo conoce a Carmelo Novoa, señor Ortiz? —dice Parra, inclinándose hacia delante en el asiento.

—Ahora entiendo —responde el empresario—. Como no pueden echarle mano a mi ex yerno, ahora van a por Carmelo. ¿Cuántas veces tengo que decirle que el secuestrador es un desconocido?

—Señor Ortiz… entenderá que tenemos que buscar dentro del entorno. Cuando hay un caso de desaparición, el setenta y ocho por ciento de las veces el responsable pertenece al ámbito familiar. Por eso siempre empezamos por los más allegados y vamos ampliando el círculo.