Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

El inspector Gutiérrez no cambia el gesto. Ni un ápice.

—Creo que se confunde.

—No me confundo. Le vi por la tele, con su traje de lana gris. Estaba algo arrugado. No como este. Usted siempre va hecho un pincel.

El inspector Gutiérrez no contesta. Pero los puños los tiene apretados.

A Bruno le encantaría que se le escapase la mano, porque eso de por sí sería noticia. Es decir, le encantaría en el terreno de lo metafórico, porque como aquella mano del tamaño de una paellera te cruce la cara, te manda al jueves que viene. Y los brazos van a juego con las manos. Que el inspector levanta piedras tirando a bien. Y en Bilbao hay un dicho. De menor a mayor, brazos de Schwarzenegger, brazos de pelotari, brazos de harrijasotzaile.

Pensándolo bien, mejor que no se le escape la mano.

—Verá, inspector. Es que me llama la atención que su madre diga que está usted aquí en un caso importante, mientras que en la comisaría de Gordóniz me han dicho que está usted suspendido de empleo y sueldo. Con lo cual, según el Estatuto de… espere lo tengo por aquí —dice, consultando sus notas—, según el Estatuto Básico del Empleado Público, usted «queda privado del ejercicio de sus funciones y de todos los derechos inherentes a su condición».

—Pues menos mal que estoy de vacaciones.

—Sí, menos mal, porque al estar usted suspendido de empleo y sueldo, ejercer de inspector de policía sería un delito grave.

El inspector Gutiérrez es bueno. Muy bueno. Aguanta el empellón como un roble. O casi. Porque el rostro se le demuda un poco. Un par de tonos. Del saludable coloradote habitual, a un rosa tirando a chicle. Y Bruno sabe que miente. Y sabe también que ha hecho bien en venir a Madrid.

—Pues nada, inspector, le dejo disfrutar del desayuno. —Gutiérrez ya ha tirado la servilleta sobre la mesa, parece haber perdido el apetito—. Yo también estoy de vacaciones. Igual nos vemos por aquí.

—Espero que no.

Oh, sí. Y antes de lo que te imaginas, piensa Bruno.

17
Un bisonte

—No va a ser nada fácil —dice Jon.

—Nada lo es —responde Antonia.

Acaba de colgar. Convencer a Mentor de que les consiguiera aquella cita ha llevado a Antonia casi una hora, una hora al teléfono en la que ha habido gritos, susurros, veladas amenazas, recordatorio de pago de viejas deudas y mal rollo en general.

—No sabes lo que me estás pidiendo —le había dicho Mentor.

Acabó aceptando.

El inspector y su compañera están en el Audi, esperando en la puerta del edificio del banco a que Mentor les llame y les confirme que pueden subir. Antonia no duda de que lo conseguirá. Tiene las herramientas a su alcance. Lo que ocurra después, ahí arriba, eso será otra historia.

Antonia baja la ventanilla y se asoma. Ni siquiera torciendo el cuello puede abarcar la forma completa del edificio.

Cien mil toneladas de acero, cemento y cristal en mitad del paseo de la Castellana.

Cuesta creer que todo aquello empezara con un bisonte.

El tatara-tatarabuelo de Álvaro Trueba seguía una rutina escrupulosa. Se levantaba más bien tarde, se desayunaba un chocolate con picatostes en la veranda de su finca solariega en Puente de San Miguel y leía la prensa mientras fumaba. La Voz de Cantabria, un caliqueño. El Adelantado de Santander, un caliqueño. El Imparcial y La Correspondencia de España, medio caliqueño entre los dos, que los diarios liberales había que leerlos rápido y con la ceja arqueada, no fuera a ser que se pegue algo.

Por la tarde, tras la comida y la preceptiva siesta, don Marcelino Trueba ordenaba a los criados que engancharan el faetón y recorría, diligente, sus fincas. Había que asegurarse de que los campesinos cumpliesen con su jornada, y el recorrido de hora y media, aunque una obligación pesada, era algo que asumía como necesario. La silla del carruaje tenía un acolchado deficiente, y a veces el trasero de don Marcelino llegaba algo magullado, pero ¿cómo si no podría evitar que los jornaleros holgazaneasen?

Tras el paseo y el baño caliente, el mayordomo le ayudaba a vestirse para la cena. Siempre formal, como correspondía a un caballero. Él a la cabeza de la mesa, su esposa a la contraria, seis metros más lejos. La niña en el centro, que ya tenía edad para manejar correctamente los cubiertos sin confundir la cucharilla de las ostras con el tenedor de los caracoles. Tras la cena, don Marcelino se retiraba a su despacho, donde se entregaba a sus estudios de botánica y geología, materias ambas en las que poseía ciertos conocimientos. Un caballero ha de ser ilustrado, decía siempre su padre. Pero sin exagerar.

La rutina escrupulosa conformaba también al hidalgo, lo distinguía del bruto sudoroso. Por lo tanto, cuando una mañana entró Modesto Cubillas, aparcero de sus fincas, en la veranda, don Marcelino se sintió incómodo. No eran horas.

Modesto haciendo honor a su nombre se quitó el sombrero, retorciéndolo entre ambos puños, morenos y ásperos.

—He encontrado algo que podría interesarle, patrón.

Marcelino dudó. La intromisión era inaceptable, pero la prensa venía hoy aburrida, y decidió vivir una aventura junto a su aparcero, à la manière de esas novelas francesas que su esposa siempre andaba leyendo —y que Marcelino devoraba en secreto—. La última, recién publicada, Le Tour du monde en quatre-vingts jours, contaba las hazañas de un caballero y su criado. Sintiéndose un poco Phileas Fogg, se lanzó a los campos en pos de Modesto Cubillas.

El aparcero le condujo hasta una cueva a una hora de caminata, y el resto es historia. Marcelino quedó fascinado por las bellísimas pinturas polícromas que halló en las paredes, y publicó sus conclusiones al año siguiente. Don Marcelino recibió muy pocos apoyos, por desgracia. Casi nadie de la comunidad científica creyó que las pinturas de Altamira fueran restos prehistóricos, incluso alguno le acusó de haberlas pintado él mismo.

El revuelo fue tan grande que la propia Isabel II, durante un viaje para tomar las aguas en Puente Viesgo, manifestó su interés por la susodicha cueva. Así que un grupo de hidalgos santanderinos se presentó en la finca solariega e interrumpió el desayuno de don Marcelino. Éste ni se inmutó, porque eran hidalgos, y porque andaba en negocios con ellos.

—La reina desea ver la cueva de tus tierras, Marce —dijo uno.

—Estaré muy honrado de recibir a su majestad —respondió Marcelino, envarándose.

—El caso es —dijo otro— que ya que viene, podrías hablarle del tema del banco.

El banco. Asunto menor, insignificante. Palidecía en comparación con la posibilidad de verse reivindicado. Don Marcelino accedió a toda prisa.

La reina llegaría un par de semanas más tarde. Ahí fue cuando las malas lenguas se pusieron a trabajar. De Isabel II no se pudieron nunca admirar muchas virtudes salvo la castidad, que tampoco. El caso es que cuentan que al ver a don Marcelino, con sus patillas unidas por el bigote y su planta de buen mozo, la reina exigió una visita privada de las cuevas. Al parecer la visita duró lo suyo, y durante ella la reina exigió a voces desde la entrada a sus doncellas que le subieran vino y pastas, para recobrar las fuerzas.

Don Marcelino salió horas más tarde, con el cuello algo menos almidonado y la promesa —arrancada a última hora, casi de pasada— de que el ministro de Economía daría preceptiva licencia a los comerciantes santanderinos para constituirse en entidad bancaria.

La reina, desde el coche, le tiró dos besos —uno por mejilla— y se perdió en el polvo del camino. Un mes más tarde se constituía el banco, con cinco millones de reales de vellón por capital y las exportaciones de trigo a través del puerto de Santander como objetivo principal.

Con respecto a su descubrimiento arqueológico don Marcelino murió en el descrédito —qué ironía—, pero aún más rico. Y desde entonces la familia Trueba fue haciendo crecer el banco. Sólo tenía dos consignas. Primera, con el gobernante de turno —rey, presidente o generalísimo— no se discute nunca. Total, si está de interino. Segunda, el banco tiene que crecer poco a poco.

Ciento y pico años más tarde, bajo la astuta dirección de los Trueba y un montón de pocos, se construyó ese edificio de cien mil toneladas y con activos de un billón y medio de euros. El banco más grande de Europa, entre los veinte primeros del mundo.

Suena el teléfono a través del manos libres del Audi.

—Pueden subir —dice Mentor—. Sólo quiero recordarles una cosa. A ti, Scott, que he tenido que pedir muchos favores para esto. Y a usted, inspector Gutiérrez, que le hago responsable.

Cuelga.

Claro. Porque es muy fácil controlar a Antonia Scott, piensa Jon, mientras echa el cierre al coche con el mando a distancia y se arranca a trotar por enésima vez detrás de su compañera, que ya se dirige a la puerta acristalada.

Ninguno de los dos repara en la figura —chaqueta de cuero y vaqueros, cabeza enfundada en un casco— que les hace fotos desde la acera de enfrente.

Carla

La voz de Sandra la arranca del sueño.

Repite su nombre.

—Estoy aquí —dice Carla—. ¿Estás bien?

—Tengo mucho sueño.

—¿Te ha hecho daño?

Esta vez Sandra no solloza. Esta vez responde a la primera.

—No quiero hablar de ello.

—Lo escuché, Sandra.

—No escuchaste nada.

Carla no contesta. Ella ha vivido hace poco —meses, quizás horas— su propio episodio de negación.

—No escuchaste nada, porque no ha pasado nada. Y si escuchaste algo, ¿porqué no hablaste? ¿Por qué no gritaste, para ayudarme?

Porque tenía miedo.

Porque no quería compartir tu suerte.

Porque me limité a taparme los oídos y recitar nombres de pelajes de caballos, tal y como hacía cuando mi hermana me quitaba la luz de mi cuarto, y yo me quedaba sola en la oscuridad.

—Tienes razón —admite Carla—. No ha pasado nada.

Sandra se encierra en un largo mutismo. Carla quiere preguntarle por el agujero, el agujero por el que espía a Ezequiel, por el que quizás pueda hacer algo más útil. Como hacer alguna señal a la calle, o quizás conseguir información. Pero ahora no se atreve a tomar la iniciativa.

—Había un chico —dice Sandra al cabo de un rato.

Carla se incorpora un poco.

—¿Qué chico?

—Un chico. Donde tú estás ahora.

Carla siente un vacío en el estómago y en el pecho, como si su cuerpo se hubiera dividido en dos mitades. La primera, sus piernas y su cabeza siguen teniendo una consistencia física, más pesada de la habitual. La segunda mitad, el espacio que hay entre sus piernas inútiles y su cabeza aturdida pertenece a otro territorio, al territorio de la pesadilla. Con esa segunda mitad, Carla comprende, Carla sabe lo que le está diciendo Sandra.

Pregunta, de todas formas.

—¿Qué pasó con él?

—Chillaba mucho. Tenía miedo. Y luego dejó de chillar.

La celda, con sus paredes próximas, con sus confines impracticables, se había convertido para Carla en algo, si no familiar, sí comprensible. Estaba allí. Había sido capturada. No podía escapar, no podía comunicarse con nadie. Sólo podía esperar, esperar, esperar. Y por lo tanto había establecido las fronteras de su celda como los nuevos límites de su universo. Su cuerpo había aprendido, en las horas —meses, quizás— que llevaba allí dentro, a vivir en esa nueva y minúscula comarca. Sus ojos se habían acostumbrado a no ver, y ya no le sugerían imágenes fantasmagóricas. Sus dedos eran capaces de encontrar diferencias imperceptibles en el suelo que le indicaban dónde estaba. Sus oídos se habían acostumbrado a que cada roce de la piel, de la tela, cada sonido que producía su cuerpo, se magnificaba, se multiplicaba. Ahora la celda era un castillo donde había establecido su feudo, la frontera en la que organizar la defensa última de su vida y de su dignidad. La esperanza, si es que existía, se ceñía a esto. Mientras Ezequiel la dejase sola, mientras no traspasase esas fronteras, la espera se convertía en asumible, en el precio que pagar hasta ser rescatada y liberada.