Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Leo mejor que hablo —responde Antonia, humilde.

Ladybug regresa junto a ellos.

—Han venido muy deprisa.

—Estábamos cerca —explica Jon—. ¿Le dijo a nuestra compañera que tenía información sobre el tatuaje que estamos buscando?

—Así es. Esperen un momento.

Desaparece tras la cortina de bolas que lleva a la trastienda, y vuelve con una abultada carpeta de anillas de tapas negras. En el lomo lleva marcado un número con Dymo autoadhesivo de color amarillo: 1997-1998.

Ladybug lo coloca sobre la mesa y la abre. Está llena de fotografías Polaroid, fijadas sobre cartulina y cubiertas con film transparente.

—Está por aquí… —dice, pasando las hojas, de atrás hacia adelante.

Se detiene a tres cuartas partes del final, y le da la vuelta al cuaderno. La página sólo contiene una foto.

Cuatro brazos derechos, iluminados por el flash. Sus dueños desaparecen en la penumbra borrosa que ha creado el relámpago. Los cuatro brazos lucen idénticos tatuajes. La piel alrededor, carmesí, con puntos sangrantes, envuelve músculos grandes y fibrosos.

El diseño del tatuaje es elegante, con un estilo más cercano al cómic que al realismo. Una rata de dientes afilados sostiene un escudo con el que se cubre el cuerpo. El escudo lleva grabada una inscripción en caracteres germánicos ilegibles. La foto es de mala calidad, y apenas se aprecian las letras.

El pulso de Jon se pone a echar una carrera, y el inspector intenta calmarlo. Uno de aquellos hombres puede ser Ezequiel. Uno de aquellos brazos es el que mató a Álvaro Trueba, el que retiene a Carla Ortiz, el que disparó contra ellos desde el Porsche Cayenne.

—Necesitaríamos facturas. Libros de cuentas. Algo. Tenemos que identificar a estas personas, señorita —dice Jon.

—Señora, inspector. Lo de señorita es machista. Y me temo que no puedo ayudarles con eso. No nos queda nada de aquella época. Yo no había nacido, y mi padre siempre fue un desastre.

Joder con los millennials, piensa Jon. Como alguien le llame señora a mi madre, y va para los setenta

—¿Fue su padre quien hizo estos tatuajes? —interviene Antonia.

—Sí. Estaba empezando pero ya era bastante bueno entonces.

—Nos gustaría hablar con él.

Ladybug suspira con cierto abandono gótico. Ella cree que clava a la Mina Harker de Wynona, pero es mas bien como el aire que escapa al sentarse sobre un cojín grueso.

—A mí también, no se crea. Síganme, por favor.

Les guía a través de la cortina de bolas y de un pasillo hasta una habitación trasera con olor a sudor y a naftalina. Contiene: Un hombre pálido y contrahecho. Una silla de ruedas. Una tele de 30 pulgadas. Una película de vaqueros. La única luz procede de la pantalla, y el tiroteo en el OK Corral recorta sombras pronunciadas en el rostro del hombre.

—Papá. Han venido a verte.

El hombre de la silla no aparta la mirada de la televisión, donde Kirk Douglas le está explicando a Burt Lancaster que él no va a bodas, sólo a funerales.

—Papá —insiste Ladybug. Se agacha junto a él y le agarra de la mano izquierda. Se la acaricia despacio, con cariño.

El hombre aprieta la mano de su hija.

—Esto es todo lo que consigo de él en estos días —dice Ladybug—. Tuvo la embolia hace año y medio, y desde entonces se ha ido recuperando poco a poco. Muy poco a poco.

Los rostros de Antonia y Jon reflejan la desesperación que sienten. No es posible que hayan podido encontrar la pista más sólida hasta ahora sobre la identidad de Ezequiel… y quien la custodia sea prácticamente un vegetal.

Dios tiene un humor muy cruel, piensa Jon.

—¿Podemos intentar preguntarle? —dice Antonia.

Ladybug se lo piensa, mordisqueándose los labios pintados de negro. El piercing de su nariz se agita indignado durante el proceso.

—No se pierde nada por intentarlo, supongo. Pero es mejor que le hagan las preguntas a través de mí.

Antonia le pide que le muestre la fotografía.

Sin respuesta.

—¿Recuerda haber hecho ese tatuaje?

Sin respuesta.

—¿Recuerda a esas personas?

Sin respuesta.

Ni a ésa ni a ninguna de las siete preguntas siguientes.

—Es inútil —dice Ladybug—. Ni siquiera en los días buenos hace gran cosa más que señalar. No saben lo que es esto.

Jon se imagina que Antonia lo sabe.

Se imagina que sabe qué es vivir con alguien que era fuerte, que era cariñoso, que era cortés. Que hablaba, que soñaba, que bromeaba, que comía y que reía y cantaba. Que estaba vivo, y feliz, y que era una presencia permanente, un motivo de alegría para los que le rodeaban. Y que luego, en un instante, se convierte en otra cosa. En un recuerdo, una sombra que requiere atención constante, sin ofrecer nada a cambio más que dolor, frustración y obligaciones. Sin ser más que un agujero negro que absorbe, en su gravedad infinita, todos los recuerdos, la calidez y la dicha, sin dejar a cambio nada más que la satisfacción —vaga, intelectual— de un deber cumplido.

Antonia no dice nada.

Antonia sigue pensando. Tratando de encontrar la manera de rodear el obstáculo imposible. Hay un koan que a veces Mentor le repetía antes de sus sesiones de

(tortura)

entrenamiento.

¿Qué pasa si una fuerza imparable choca contra un objeto inamovible?

Como todos los koan, no tiene respuesta.

Pero eso no significa que dejemos de buscarla, piensa Antonia.

—¿Ha dicho que puede señalar? —le pregunta a Ladybug.

—Creo que será mejor que lo dejemos ya —dice la joven, poniéndose en pie.

Quiere que se marchen.

—Por favor. Es importante, escúchela —interviene Jon, y luego añade—, señora.

La joven gótica le mira con desconfianza, pero se vuelve hacia Antonia.

—Sí, a veces es capaz de señalar.

—Necesitamos saber qué pone en el escudo. Eso podría ser de ayuda.

Ladybug medita durante unos instantes. Luego va a por el muestrario de la entrada. Lo apoya en el suelo y extrae dos páginas.

Contienen un alfabeto, recargado. Emerge a duras penas entre hiedras, puñales, runas y calaveras.

—Papá, ¿recuerdas lo que pusiste en el tatuaje de esas personas? —pregunta, con suavidad. Vuelve a mostrarle la foto, donde los caracteres germánicos son sólo un borrón oscuro.

Sin respuesta.

Su hija sostiene ambas hojas frente a sus ojos. No llega a taparle la vista de la televisión, no quiere alterarle.

En la pantalla, Kirk Douglas tose sangre, se lleva el pañuelo a la boca, se limpia la barbilla con el famoso hoyuelo.

Sobre la silla de ruedas, el hombre mueve la mano izquierda. Muy despacio.

El silencio es absoluto. Antonia y Jon, del otro lado del papel, no pueden ver las letras que toca, y los minutos que tarda en marcarlas transcurren insoportablemente lentos.

—Ene. Be. Cu. ¿Eso es lo que pusiste, papá? ¿NBQ?

La mano del hombre aprieta la de su hija.

Antonia y Jon se miran.

Sólo tres letras.

Que lo cambian todo.

Ambos esperan hasta estar fuera de la tienda, después de agradecer apresuradamente a la joven y a su padre el enorme esfuerzo que han hecho.

Después ella lo dice en voz alta.

—Es un policía.

27
Tres letras

A Jon Gutiérrez aún le quedan amigos.

No muchos, pero le queda alguno. El que le coge el teléfono es un colega navarro, Txema Barandiarán, que lleva en Madrid ni se sabe. Veinte años, lo menos. Coincidieron en la academia de Ávila, y se han visto alguna vez desde entonces. En los encuentros de la promoción, se juntan de nuevo en Ávila, éxodo de oscuras golondrinas. El Txema. Un tipo majo. Llevó regular cuando Jon salió del armario, porque se habían duchado juntos, y esas cosas se avisan. Pero se le pasó.

Resulta que el Txema es una enciclopedia. Un estudioso, vamos. De los que se quema las cejas sobre los libros. Pero no le gustan las novelas, ni la poesía ni esas mandangas. A él lo que le gusta es la historia de la policía. Trabaja en Recursos Humanos en Jefatura. Sabe cosas.

El Txema le cuenta. Podríamos decir que empezó en 1937 en Lisboa. Una mañana en la que el Primer Ministro y dictador portugués Oliveira Salazar iba a misa en la capilla particular de un amigo. Los terroristas, no me acuerdo cuáles, pusieron una bomba en el colector de la alcantarilla, y la activaron.

No salió bien. La fuerza de la explosión se perdió por los túneles bajo el asfalto, limitándose a abollar el coche y lanzar unos cuantos cascotes. Pero sentó un precedente.

La primera unidad de Policía del Subsuelo se creó en Madrid en 1958. Treinta y siete efectivos provenientes del ejército. Su cometido oficial era evitar los crímenes bajo tierra. El expolio de cable de tendido eléctrico, de material de tratamiento de aguas, los robos con butrón en bancos y joyerías. Pero, en realidad, a lo que dedicaban más tiempo era a vigilar que al Generalísimo no le pusieran una bomba, estilo Salazar.

Los dictadores tienden a prestar atención a estos detalles.

Era cuestión de tiempo que alguien intentara poner una bomba bajo el subsuelo, al paso alegre de la paz. Como se vio años más tarde. El 20 de diciembre de 1973, cuando los tres terroristas —que resultaron ser tres integrantes de una de las bandas de asesinos más sanguinarios de la historia reciente— mandaron a Carrero Blanco al espacio exterior, asesinando de paso a su chófer y al inspector de policía que viajaba en el coche e hiriendo gravemente a una niña de cuatro años que tuvo secuelas de por vida. Aquellos tres hijos de puta pusieron la bomba en un túnel bajo el coche del entonces presidente del Gobierno. Éstos habían sido más listos. Habían estudiado bien el atentado fallido de Salazar —los terroristas tienden a prestar atención a los detalles, también—. Pusieron sacos de arena para que la onda expansiva fuera en la dirección apropiada, abriendo un socavón de ocho metros de diámetro en la calle Claudio Coello.

El coche aterrizó en una terraza del colegio de los jesuitas donde estudian doscientos cincuenta niños, que a esa hora solían estar en el mismo espacio donde cayeron mil ochocientos kilos de chatarra. De casualidad les habían dado vacaciones a los chavales dos días antes de lo que tocaba, cosa que los terroristas —en esos detalles se fijan menos— no habían considerado. Ja, ja, ja, qué risa los chistes con el atentado de Carrero Blanco, ¿eh?

La unidad de Policía del Subsuelo no había estado muy fina aquella mañana de 1973, pero la unidad creció y se estableció. Cuando España se convirtió en una democracia, las amenazas a los políticos y otras personalidades continuaron. Madrid era una ciudad cada vez más grande, y necesitaba alguien que vigilara lo que pasaba bajo cota cero, como llaman los policías al subsuelo. Con el paso del tiempo los desafíos a la seguridad se hicieron más complejos. En 1996, la Policía Nacional creó una nueva unidad dentro de la Policía de Subsuelo. La unidad NBQ. Expertos en explosivos, pero también en amenazas nucleares, biológicas y químicas. Cuatro hombres formaban aquella unidad en sus inicios.

—Cuatro máquinas —concluye Txema—. De lo mejor que hemos tenido nunca.

Apuesto a que sé qué tatuaje se hicieron cuando se formó la unidad, piensa Jon.

—¿Sabes qué fue de ellos? ¿De los cuatro hombres de esa primera unidad?

Txema se toma un rato para pensar la respuesta. Jon cree también que le escucha teclear, quizás busca información en su ordenador, pero no está seguro. El caso es que le dice:

—Dos de ellos siguen en activo. Otro se marchó de España, creo que ahora vive en México, no lo sé.

Una pausa.

—¿Y el otro?

—El otro murió, Jon. La versión oficial es que fue una explosión en un túnel. Dicen que fue un suicidio, porque el tipo era muy bueno. Andaba muy tocado desde que su hija se mató en un accidente de coche seis meses antes.

Uno menos. Quedan tres.

El Txema añade otra cosa más antes de colgar.

—Gordo. —El mote incomprensible que le pusieron a Jon en Ávila—. Aquí en Jefatura todo el mundo lo comenta. Mañana por la mañana te van a ir a buscar los buitres.