Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

La mano descendió. Teppic se dejó caer sobre una rodilla y, más por desesperación que por otra cosa, alzó el cuchillo por encima de su cabeza sosteniéndolo con las dos manos.

La luz se reflejó durante un momento en la punta del cuchillo y la Gran Pirámide descargó su energía.

Empezó haciéndolo en el más absoluto silencio enviando hacia los cielos un chorro de llamas que eran una pura tortura para los ojos y que convirtieron todo el reino en un zigzagueo de sombras negras y luz blanca, unas llamas que podrían haber transformado a cualquier observador no sólo en columna de sal sino en todo un juego de especias selectas. La luz explotó como un diente de león que se desintegra en el aire, y el estallido resultó tan silencioso como el de la luz de las estrellas y tan terriblemente intenso como el de una supernova.

El sonido no llegó hasta varios segundos después de que la luz hubiera estado bañando la necrópolis con su resplandor imposible, y era la clase de sonido que se va infiltrando a través de los huesos, se desliza hasta el interior de cada célula del cuerpo e intenta darle la vuelta con un cierto grado de éxito. Era demasiado potente para que se le pudiera llamar ruido. Hay sonidos que no pueden oírse precisamente porque son increíblemente potentes, y aquel era uno de ellos.

El sonido acabó dignándose abandonar la escala cósmica y se convirtió en el estruendo más ensordecedor jamás experimentado por todos los que lo oyeron.

El ruido se esfumó en la nada y llenó el aire con el oscuro tintineo metálico del silencio repentino. La luz se desvaneció perforando la noche con un sinfín de imágenes residuales azules y púrpuras. No eran el silencio y la oscuridad de la conclusión sino el de la pausa, como ese instante de equilibrio en el que una pelota arrojada al aire agota su aceleración pero aún no se ha dado cuenta de que existe algo llamado gravedad y durante un momento fugaz piensa que lo peor ha terminado.

La nueva etapa de la descarga fue anunciada por un zumbido muy agudo que surgió del cielo y por un torbellinear que se convirtió en un resplandor, y el resplandor se convirtió en una llama y la llama se convirtió en una claridad cegadora que salió disparada hacia abajo envuelta en chisporroteos y crujidos hasta acabar chocando con la masa de mármol negro de la pirámide. Los dedos del relámpago se extendieron con un nuevo chisporroteo y se enterraron en las tumbas de menores dimensiones que se alzaban alrededor de la Gran Pirámide, y serpientes de fuego blanco se abrieron un camino llameante que las llevó de una pirámide a otra moviéndose velozmente por toda la necrópolis hasta que el aire quedó saturado por el olor pestilente de la piedra quemada.

Y la Gran Pirámide que ocupaba el centro de aquella tormenta de fuego pareció moverse unos centímetros hacia arriba flotando sobre un haz de incandescencia, y dio un giro de noventa grados. Es prácticamente seguro que se trató del tipo de ilusión óptica muy especial y poco frecuente que puede producirse incluso cuando no hay nadie presente para observarla.

Y después estalló con engañosa lentitud y más que considerable dignidad.

La palabra «estallar» casi resulta demasiado vulgar y poco precisa. Lo que hizo exactamente la Gran Pirámide fue esto: se disgregó convirtiéndose en un montón de masas de piedra tan grandes como edificios, que flotaron alejándose lentamente unas de otras en un tranquilo planear que las fue dispersando sobre la necrópolis. Unas cuantas chocaron con otras pirámides y les causaron graves daños de una forma que sólo puede definirse como entre perezosa y distraída, y rebotaron en el más absoluto silencio para seguir moviéndose cada vez más despacio hasta que acabaron deteniéndose detrás de una montaña de cascotes.

El retumbar no llegó hasta ese momento, y siguió durante un período de tiempo francamente largo.

Una nube de polvo gris rodaba lentamente sobre el reino.

Ptaclusp logró incorporarse y avanzó cautelosamente con las manos extendidas delante de él hasta que tropezó con alguien. Pensó en la clase de personas que había visto rondando por allí últimamente y se estremeció, pero pensar le resultaba bastante difícil porque al parecer algo le había golpeado en la cabeza hacía poco y…

—Muchacho, ¿eres tú? —se arriesgó a preguntar.

—Papá, ¿eres tú?

—Sí —dijo Ptaclusp.

—Soy yo, papá.

—Me alegra que seas tú, hijo.

—¿Puedes ver algo?

—No. Sólo hay nieblas y neblinas.

—Doy gracias a los dioses por eso. Creí que era yo.

—Oye… Eres tú, ¿verdad? Dijiste que eras tú.

—Sí, papá.

—¿Y tu hermano? ¿Está bien?

—Lo tengo a buen recaudo dentro de mi bolsillo, papá.

—Estupendo. Mientras no le haya ocurrido nada…

Siguieron avanzando lo más despacio posible y treparon sobre cascotes y fragmentos de bloques que apenas podían ver.

—Algo ha explotado, papá —dijo IIb—. Creo que ha sido la pirámide.

Ptaclusp se frotó la parte superior de la cabeza. Dos toneladas de roca volante habían estado a punto de convertirle en material de construcción adecuado para edificar una de sus propias pirámides, y si se hubiese acercado un milímetro más lo habrían conseguido.

—Supongo que todo ha sido culpa de ese cemento que le compramos a Marco el efebense.

—Creo que esto ha sido algo más grave que un dintel caprichoso que ha decidido no seguir aguantando su parte del peso total, papá —dijo IIb—. De hecho, creo que ha sido muchísimo más grave.

—Parecía un poquito… no sé cómo decirlo… un poquitín demasiado arenoso, ¿me explico?

—Creo que deberías sentarte en algún sitio y descansar un rato, papá —dijo IIb con la mayor amabilidad posible—. Aquí está Dos-A. Vamos, cógelo y no lo pierdas.

Siguió avanzando en solitario, trepó sobre una losa cuya textura y apariencia general eran sospechosamente parecidas a las del mármol negro, y llegó a la conclusión de que lo que más deseaba encontrar en esos momentos era un sacerdote. Los sacerdotes tenían que servir de algo, y aquél parecía ser la clase de momento y situación en que quizá necesites tener a mano uno para que te consuele y te alivie o quizá, como insistía tozudamente una parte de su cerebro, para destrozarle la cabeza con una roca.

Lo que encontró fue alguien que estaba a cuatro patas y tosía. IIb le ayudó a levantarse —en cuanto lo hizo descubrió que «alguien» era la palabra adecuada, aunque hubo un momento en el que temió que fuese más bien «algo»—, y le ayudó a sentarse sobre otro trozo de… sí, casi estaba seguro de que era mármol.

—¿Eres sacerdote? —preguntó mientras buscaba a tientas entre los cascotes.

—Soy Dil, jefe de embalsamadores —murmuró la figura.

—Ptaclusp IIb, arquitecto paracós… —empezó a decir IIb, pero sospechó que los arquitectos no iban a ser demasiado populares por aquella zona durante una temporada y se apresuró a corregirse a sí mismo—. Soy ingeniero —dijo—. ¿Estás bien?

—No lo sé. ¿Qué ha ocurrido?

—Me parece que la pirámide ha explotado —dijo IIb.

—¿Estamos muertos?

—No lo creo. Después de todo parece que puedes hablar y caminar, ¿no?

Dil se estremeció.

—Ay, no es tan fácil distinguir a los muertos de los vivos con esos criterios, créeme. ¿Qué es un ingeniero?

—Oh, es un constructor de acueductos —se apresuró a replicar IIb—. Los acueductos van a hacer furor en el futuro, ¿sabes?

Dil se puso en pie con cierta dificultad.

—Necesito beber —dijo—. Busquemos el río.

Pero antes encontraron a Teppic.

Teppic estaba agarrado a un trocito de pirámide que había creado un cráter de moderadas dimensiones al chocar con el suelo.

—Le conozco —dijo IIb—. Es el tipo que estaba en la cima de la pirámide. Esto es ridículo… ¿Cómo ha conseguido sobrevivir a algo semejante?

—¿Y de dónde han salido todos esos tallos de maíz que hay a su alrededor? —preguntó Dil poniendo cara de asombro.

—Bueno, quizá sea debido a alguna clase de efecto colateral que sólo se produce si te encuentras en el centro de la descarga o algo así —dijo IIb pensando en voz alta—. Una especie de zona tranquila, como la que hay en el centro de un remolino… —Alargó la mano de forma instintiva hacia su tablilla de cera, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y no llegó a completar el gesto. El ser humano no había sido hecho para comprender todas las cosas en que metía las narices—. ¿Está muerto? —preguntó.

—A mí no me mires, ¿eh? —exclamó Dil, y se apresuró a dar un paso hacia atrás.

Había estado redactando una lista mental de las ocupaciones a que podía dedicarse en el futuro, y había llegado a la conclusión de que el de tapicero podía ser un oficio bastante atractivo. Por lo menos los sillones no se levantaban y empezaban a caminar de un lado a otro después de que los hubieses rellenado…

IIb se inclinó sobre Teppic.

—Mira lo que tiene en la mano —dijo mientras le separaba los dedos con la máxima delicadeza posible—. Es un trozo de metal derretido. ¿Para qué llevaría eso encima?

Teppic estaba soñando…

Vio a siete vacas muy gordas y a siete vacas muy flacas, y una de ellas iba montada en una bicicleta.

Vio a unos cuantos camellos que cantaban, y lo más extraño era que la canción alisaba las arrugas de la realidad.

Vio a un dedo que escribía en la cara de una pirámide: Seguir adelante es fácil. Volver atrás exige (continua en la cara siguiente…).

Teppic caminó alrededor de la pirámide y vio que el dedo seguía escribiendo. Un esfuerzo de voluntad, porque resulta mucho más difícil. Gracias por su atención.

Teppic pensó en las palabras que acababa de leer y se dio cuenta de que aún le quedaba una cosa por hacer. Antes nunca había tenido ni idea de cómo podía hacerse, pero ahora se daba cuenta de que todo consistía en números colocados de una forma especial. Todo lo mágico no era más que una forma de describir el mundo en las palabras de un lenguaje que éste no podía ignorar.

El esfuerzo hizo que lanzara un gruñido.

Hubo un breve momento de velocidad.

Dil y IIb miraron a su alrededor. Un torrente de haces luminosos se abrieron paso por entre la neblina y las nubes de polvo, y convirtieron el paisaje en oro viejo.

Y el sol empezó a subir por el cielo.

El sargento abrió cautelosamente la trampilla disimulada en el vientre del caballo. Cuando se convenció de que el diluvio de lanzas que había estado esperando no iba a materializarse ordenó a Autoclave que desenrollara la escala de cuerda, bajó por ella e inspeccionó el frío amanecer del desierto.

El nuevo recluta le siguió, puso las sandalias sobre la arena y empezó a dar saltitos apoyándose alternativamente en una y en otra. El suelo del desierto casi estaba congelado, pero cuando llegase la hora del almuerzo ya se habría puesto lo bastante caliente para que se pudieran freír huevos en él.

—Ahí —dijo el sargento señalando con el dedo—. ¿Ves las líneas espadartanas, muchacho?

—A mí me parece que eso es una hilera de caballos de madera, sargento —dijo Autoclave—. Y para ser exactos el del extremo parece un caballo balancín.

—Supongo que será el de los oficiales. Bah, esos espadartanos deben de creer que nos chupamos el dedo…

El sargento dio unas cuantas patadas sobre la arena para insuflar algo de vida en sus piernas, tragó un par de bocanadas de aire fresco y empezó a trepar por la escala de cuerda.

—Vamos, muchacho —dijo volviéndose hacia Autoclave.

—¿Por qué hemos de volver ahí dentro?

El sargento se quedó inmóvil con un pie suspendido a unos centímetros del travesaño de la escala sobre el que iba a ponerlo.

—Usa tu sentido común, chaval. Si nos ven tomando el fresco aquí jamás vendrán a por nuestros caballos de madera, ¿verdad? Es lógico, ¿no?

—¿Entonces está seguro de que vendrán? —preguntó Autoclave.

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