Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Grinjer era consciente del resonar de trompetas y el ajetreo que se estaba produciendo detrás de él, pero los ignoraba. Últimamente siempre parecía haber ruido por una cosa o por otra, y Grinjer había descubierto que la causa siempre era trivial. La gente no sabía escoger sus prioridades. Llevaba dos meses esperando recibir unas cuantas onzas de varnillo pegador y a nadie parecía importarle que no llegara. Grinjer hizo girar su monóculo especial de joyero hasta dejarlo en una posición más cómoda y colocó en su sitio otro remo diminuto.

Alguien estaba de pie junto a él. Bueno, ya que estaba allí quizá pudiera servir de algo…

—¿Podrías poner el dedo ahí? —preguntó sin volverse a mirar—. Sólo será un minuto, hasta que se haya secado el pegamento.

La temperatura pareció bajar de golpe. Grinjer alzó la vista y se encontró contemplando una máscara de oro que le sonreía. Dios estaba mirando por encima del hombro de la máscara, y la piel de su rostro se estaba oscureciendo a toda velocidad en un cambio de colores que un experto como Grinjer no tuvo ninguna dificultad en identificar. «Número 13 (Carne Pálida) al Número 37 (Púrpura Crepuscular, Brillo)», pensó.

—Oh —dijo.

—Es magnífico —dijo Teppic—. ¿Qué es?

Grinjer le contempló en silencio y parpadeó. Después bajó la vista hacia el modelo y volvió a parpadear.

—Es una trirreme fluvial khaliana de veinticinco metros con espolón de abordaje y cubierta trasera cola-de-pez —respondió de manera automática.

En cuanto hubo terminado de hablar tuvo la impresión de que se esperaba algo más de él, y hurgó en su mente buscando frases más adecuadas a la situación.

—Tiene más de quinientas piezas —añadió—. Cada plancha de la cubierta ha sido cortada y pulida por separado, ¿veis?

—Fascinante —dijo Teppic—. Bien, no quiero entretenerte más. Sigue adelante, lo estás haciendo muy bien.

—Y la vela se puede desplegar y arriar —dijo Grinjer—. Si se tira de este hilo entonces…

La máscara desapareció y fue sustituida por el rostro de Dios. El gran sacerdote le lanzó una breve mirada cuyo significado era inconfundible —«Ya hablaremos de esto después», decía la mirada—, y se apresuró a seguir al faraón. El fantasma de Teppicamón XXVII le imitó.

Los ojos de Teppic se movían locamente detrás de la máscara. Allí estaba… el umbral que daba acceso a la sala de los sarcófagos. Forzó un poco la vista y logró distinguir el que contenía a Ptraci. La cuña de madera seguía en su sitio.

—Me temo que nuestro padre está aquí, Alteza —dijo Dios.

Si quería, el gran sacerdote podía moverse tan silenciosamente como un fantasma.

—Oh, sí.

Teppic vaciló durante unos momentos, acabó yendo hacia el gigantesco sarcófago sostenido por un par de caballetes y lo contempló en silencio. El rostro dorado que coronaba la tapa tenía el mismo aspecto que cualquier otra máscara.

—Un parecido soberbio, Alteza —sugirió Dios.

—S-sí —dijo Teppic—. Sí, supongo que sí. No cabe duda de que parece más contento. Supongo…

Hola, hijo —dijo el faraón.

Sabía que nadie podía oírle, pero se sentía más a gusto hablándoles. Era mejor que hablar consigo mismo, y pronto tendría tiempo más que suficiente para dedicarse a eso.

—Creo que consigue expresar y realzar sus mejores cualidades, oh Comandante de los Cielos —dijo el jefe de escultores.

Parezco un maniquí de cera con estreñimiento crónico.

Teppic inclinó la cabeza a un lado.

—Sí —dijo con cierta vacilación—. Sí. Eh… Estupendo. Buen trabajo.

Dio media vuelta y volvió a clavar la mirada en el umbral.

Dios movió la cabeza en una señal dirigida a los guardias apostados a cada lado del pasillo.

—Si tenéis la bondad de disculparme Alteza… —dijo muy educadamente.

—¿Hmmm?

—Los guardias tienen que seguir con el registro.

—Claro, claro. Oh…

Dios se lanzó a toda velocidad hacia el sarcófago que contenía a Ptraci en un avance imparable flanqueado por dos grupos de guardias. Agarró la tapa con las dos manos y tiró de ella levantándola hacia atrás.

—¡Ved! —gritó—. ¿Qué hemos encontrado?

Dil y Gern fueron hacia él, inclinaron la cabeza y miraron dentro del sarcófago.

—Virutas —dijo Dil.

Gern olisqueó el aire.

—Pero huelen muy bien, ¿no? —dijo.

Los dedos de Dios tamborilearon sobre la tapa del sarcófago. Teppic nunca había visto al gran sacerdote en una situación donde no supiera qué hacer. Dios llegó al extremo de dar unos cuantos golpecitos con los nudillos en los lados del sarcófago, aparentemente buscando algún panel secreto.

Después volvió a colocar la tapa en su sitio manejándola con mucho cuidado y le lanzó una mirada entre vacua y perpleja a Teppic, quien por primera vez se alegró de que la máscara dorada ocultase su expresión.

—No está ahí —dijo su padre—. Salió para atender a una llamada de la naturaleza cuando los hombres hicieron la pausa del desayuno.

«Debe de haber salido del sarcófago —se dijo Teppic—. Bien, ¿y dónde está ahora?»

Dios recorrió la habitación lentamente con la mirada. Sus ojos oscilaron de un lado a otro como si fueran la aguja de una brújula y acabaron posándose en el sarcófago que contenía la momia del faraón. El sarcófago era muy grande. Y muy espacioso. Y parecía envuelto en una vaga aureola de inevitabilidad.

Dios cruzó velozmente la habitación de un par de zancadas y levantó la tapa.

—No hace falta que te tomes la molestia de llamar —gruñó el faraón—. No he de ir a ningún sitio.

Teppic se arriesgó a echar un vistazo. La momia de su padre no podía estar más sola.

—Dios, ¿estás seguro de que te encuentras bien? —preguntó.

—Sí, Alteza. Nunca se es demasiado precavido, Alteza. Está claro que no se encuentran aquí, Alteza.

—Tienes cara de que no te sentaría mal un poquito de aire fresco —dijo Teppic.

Una parte de su mente le reprochaba que estuviera haciendo esto, pero las demás partes estaban decididas a hacerlo y eran mayoría. Dios desorientado y sin saber cómo reaccionar era un espectáculo impresionante y ligeramente desconcertante. Hacía que tus instintos empezaran a temer por la estabilidad de las cosas.

—Sí, Alteza. Gracias, Alteza.

—Siéntate un ratito. Ordenaré que te traigan un vaso de agua y después iremos a inspeccionar la pirámide.

Dios se sentó.

Hubo un ruido de madera astillada tan terrible como débil.

—Se ha sentado encima de la trirreme —dijo el faraón—. Es la primera vez que le veo hacer algo mínimamente gracioso.

La pirámide hacía que la palabra «inmenso» cobrara un nuevo significado. Su masa colosal curvaba el paisaje que se extendía a su alrededor. Teppic tuvo la impresión de que su peso estaba deformando la mismísima forma de las cosas, y pensó que había empezado a tensar el reino como si éste fuese una lámina de goma y la pirámide una bola de plomo colocada sobre ella.

Sabía que era una idea ridícula. Por muy grande que fuese la pirámide resultaba minúscula comparada con… ¿Con qué? Bueno, con una montaña por ejemplo.

Pero comparada con cualquier otra cosa que no fuese una montaña la pirámide resultaba grande… muy grande. Y, de todas formas, las montañas tenían que ser grandes y la textura del universo ya estaba acostumbrada a la idea de que lo fuesen. La pirámide había sido creada por las manos del hombre, y era mucho más grande de lo que habría debido ser cualquier objeto creado por las manos del hombre.

Y también estaba muy fría. El mármol negro de sus flancos estaba cubierto de escarcha que brillaba con destellos blancos bajo los abrasadores rayos del sol de la tarde. Teppic cometió la estupidez de tocarlo y dejó una capa de piel pegada a la superficie.

—¡Está helada!

—Ya ha empezado a almacenar energía, oh Aliento del Río —dijo Ptaclusp, que estaba sudando a chorros—. Es el como-se-llame… eh… el efecto frontera.

—Observo que habéis dejado de trabajar en las cámaras funerarias —dijo Dios.

—Los hombres… la temperatura… los efectos frontera… riesgo un poquitín excesivamente excesivo… —balbuceó Ptaclusp—. Eh… Esto…

Los ojos de Teppic fueron del uno al otro.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Hay problemas?

—Esto… Eh… —dijo Ptaclusp.

—La pirámide se encuentra muy adelantada. Estáis haciendo un trabajo maravilloso —dijo Teppic—. Habéis invertido una tremenda cantidad de esfuerzo en el proyecto, ¿eh?

—Esto… Sí. Sólo que…

Silencio, salvo por los sonidos distantes de los trabajadores y el débil siseo del aire allí donde entraba en contacto con las superficies de la pirámide.

—En cuanto pongamos la punta todo irá bien —consiguió decir el constructor de pirámides por fin—. En cuanto empiece a descargar energía se habrán acabado los problemas. Eh…

Extendió una mano y señaló la punta de electro. Era sorprendentemente pequeña, apenas unos treinta centímetros de lado, y reposaba sobre un par de caballetes.

—Si todo va bien deberíamos ponerla mañana —dijo Ptaclusp—. ¿Seguiremos contando con el honor de la presencia de Vuestra Majestad en la ceremonia? —Ptaclusp estaba tan nervioso que se llevó las manos al dobladillo de la túnica y empezó a estrujarlo frenéticamente con los dedos—. Habrá servicio de bar —añadió—. Y una llana de plata que os podréis llevar a casa cuando haya terminado la ceremonia. Es muy bonito. Todo el mundo grita «Hurra, hurra» y arroja el sombrero al aire.

—Desde luego —dijo Dios—. Será un honor.

—Para nosotros también, Alteza —se apresuró a decir Ptaclusp, siempre leal a la monarquía.

—Me refería a que será un honor para vosotros —dijo el gran sacerdote.

Se volvió hacia el patio que se extendía entre el río y la base de la pirámide, una gran explanada en la que se alineaban filas de estatuas y estelas conmemorativas de las grandes hazañas del faraón Teppicamón XXVII,[18] y extendió un dedo.

—Y ya podéis ir quitando eso —añadió.

Ptaclusp reaccionó con una mirada entre inocente y abatida.

—Esa estatua —dijo Dios—. Me estoy refiriendo a esa estatua de ahí.

—Oh. Ah. Bueno, pensamos que cuando la vierais en su sitio… eh… con la luz adecuada y todo eso, y tampoco hay que olvidar que Chist-Hera el Dios con Cabeza de Buitre es muy…

—Esa. Estatua. Fuera —dijo Dios.

—Como desee Vuestra Reverencia —murmuró Ptaclusp con un hilo de voz.

En aquellos momentos la estatua era el menor de sus problemas, pero había empezado a obsesionarse pensando que nunca conseguiría librarse de ella.

Dios se inclinó sobre él.

—No habréis visto a una joven rondando por aquí, ¿verdad? —preguntó.

—Oh, aquí no hay mujeres, mi señor —dijo Ptaclusp—. Traen muy mala suerte.

—Ésta iba vestida de una forma bastante provocativa —dijo el gran sacerdote.

—Nada de mujeres, nada de mujeres.

—El palacio no está lejos, ¿comprendes? Y aquí debe haber muchos sitios en los que esconderse —insistió Dios.

Ptaclusp tragó saliva. Oh, como si no lo supiera. ¿Que podía haberle impulsado a…?

—Os aseguro que aquí no hay ninguna mujer, Vuestra Reverencia —dijo.

Dios le observó durante unos momentos más con el ceño fruncido, acabó volviéndose hacia Teppic y descubrió que ya no se encontraba allí.

—¡Por favor, pedidle que no estreche la mano de nadie! —gritó el constructor de pirámides mientras Dios echaba a correr tras los distantes destellos que el sol arrancaba a la máscara dorada. El faraón seguía pareciendo incapaz de comprender que lo último que deseaban sus súbditos era tener un hombre del pueblo como monarca. Los trabajadores que no consiguieron apartarse a tiempo del camino de Teppic se apresuraron a esconder las manos detrás de la espalda.

Ptaclusp se había quedado solo. El constructor de pirámides se abanicó con la mano y fue tambaleándose a refugiarse en la sombra de su tienda.

Donde le estaban esperando Ptaclusp IIa, Ptaclusp IIa, Ptaclusp IIa y Ptaclusp IIa. La presencia de un contable siempre hacía que Ptaclusp se pusiera un poquito nervioso, y cuatro contables juntos suponía una experiencia casi insoportable especialmente cuando los cuatro eran la misma persona. También había tres Ptaclusp IIb; los otros dos —a menos que ya fuesen tres—, estaban supervisando los trabajos de construcción.

Ptaclusp alzó las manos y las movió en un gesto entre cansado y conciliador.

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