Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Dios sentía una desconfianza instintiva hacia las personas propensas al entusiasmo religioso. Siempre había pensado que quienes sentían una inclinación natural hacia la religiosidad eran personas inestables con una molesta tendencia a los vagabundeos por el desierto y las revelaciones. Como si los dioses pudieran rebajarse hasta tales extremos y perder el tiempo con semejantes tonterías… Ah, y lo peor era que esa clase de personas nunca conseguían resultados tangibles. Empezaban a pensar qué rituales carecían de importancia. Empezaban a pensar que podías hablar con los dioses sin necesidad de intermediarios. Dios sabía que las divinidades de Djelibeibi disfrutaban del ritual tanto como las de cualquier otra tierra, y lo sabía con esa clase de certidumbre tan rígida e inflexible que se la puede utilizar como eje para hacer girar el mundo a su alrededor. Después de todo, ser una divinidad y estar en contra de los rituales venía a resultar el equivalente de ser un pez y estar en contra del agua.

Se sentó en los peldaños del trono con su báculo sobre las rodillas y empezó a transmitir las órdenes del faraón. El hecho de que actualmente no hubiese ningún faraón que pudiera emitirlas no era problema. Dios ocupaba el cargo de gran sacerdote desde… bueno, llevaba tantos años siendo gran sacerdote que ya ni intentaba recordar cuándo empezó a serlo, pero tenía perfectamente claro cuáles eran las órdenes que podían esperarse de un faraón que conociera su oficio y las estaba transmitiendo.

Y de todas formas el Rostro del Sol estaba en el trono y eso era lo que realmente importaba, ¿no? El Rostro del Sol era una máscara de oro sólido que tapaba toda la cabeza y que debía ser llevada por el gobernante actual en todas las ceremonias y actos públicos. Los sacrílegos opinaban que su expresión sugería una mezcla de estreñimiento y afabilidad, pero la máscara llevaba miles de años siendo el símbolo del linaje real de Djelibeibi. Aparte de eso, también había hecho que resultara muy difícil distinguir a un faraón de otro.

Lo cual también tenía un significado extremadamente simbólico, aunque nadie podía recordar en qué consistía.

El Viejo Reino siempre había tenido una gran afición al simbolismo. Por ejemplo, estaba el báculo que descansaba sobre las rodillas de Dios, con sus simboliquísimas serpientes simbólicamente entrelazadas alrededor de la alegoría de un aguijón para camellos. El pueblo creía que la posesión de ese báculo hacía que los grandes sacerdotes tuvieran poder sobre los dioses y los muertos, pero probablemente se trataba de una metáfora (es decir, una mentira).

Dios cambió de postura.

—Supongo que el faraón ya habrá sido llevado a la Sala del Segundo Camino, ¿no? —preguntó.

El círculo de grandes sacerdotes menores asintió.

—Dil el embalsamador le está atendiendo en estos mismos instantes, oh Dios.

—Muy bien. El constructor de pirámides… ¿Ya ha recibido sus instrucciones?

Ptra-hi-dor Koomi, el gran sacerdote de Ath-Aúd, Dios Bifronte de las Puertas, dio un paso hacia adelante.

—Me tomé la libertad de ocuparme yo mismo del asunto, oh Dios —ronroneó.

Los dedos de Dios tamborilearon sobre el báculo.

—Sí —dijo—, no me cabe duda de que te has ocupado de ello.

Casi todos los sacerdotes estaban convencidos de que Koomi sería quien sucediera a Dios en el caso de que éste muriera, aunque hasta el momento moverse sigilosamente entre bastidores esperando que Dios se muriera había resultado ser una forma particularmente aburrida de perder el tiempo. La única opinión discordante era la del mismo Dios, quien de tener amistades probablemente les habría hecho la confidencia de que su fallecimiento exigiría ciertas condiciones previas como por ejemplo el que la luna se volviera azul, que los cerdos nacieran con alas y que Dios decidiese hacer un viajecito turístico por el Infierno. Probablemente habría añadido que la única diferencia existente entre Koomi y un cocodrilo sagrado estribaba en que el cocodrilo no intentaba disimular que disfrutaba comiéndose a la gente.

—Muy bien —dijo.

—Si Su Señoría permite que me tome la libertad de recordárselo… —dijo Koomi.

Dios le fulminó con la mirada y los rostros de los otros sacerdotes adoptaron la expresión entre impasible y distraída de quien no quiere tener problemas.

—¿Sí, Koomi?

—El príncipe, oh Dios… ¿Ha sido convocado?

—No —dijo Dios.

—Entonces, ¿cómo se enterará de lo que ha ocurrido? —preguntó Koomi.

—Lo sabrá —dijo Dios con firmeza.

—¿Cómo es posible que…?

—Lo sabrá. Y ahora, salid de aquí y dejadme solo. Id. ¡Id a ocuparos de vuestros dioses!

Los sacerdotes salieron a toda prisa dejando a Dios solo sobre los peldaños del trono. Estar sentado en los peldaños del trono era su posición habitual desde hacía tanto tiempo que ya había desgastado la piedra creando un hueco en el que encajaba perfectamente.

El príncipe lo sabría, naturalmente. Era parte del funcionamiento ordenado y correcto de las cosas, ¿no? Pero cuando Dios examinó los profundos surcos que los años de ritual y observancia debida habían producido en su mente detectó una cierta inquietud. La mente de Dios no era el sitio más adecuado para emociones como la inquietud o el nerviosismo. Ponerse nervioso o estar preocupado era algo que le ocurría a otras personas, no a él. Dios no había llegado a su posición actual perdiendo tiempo y espacio mental en algo tan inútil como la duda. Pero… Sí, ahí estaba. Un pensamiento minúsculo, una diminuta certeza de que el nuevo faraón iba a darle problemas.

Bueno, el chico no tardaría en aprender. Todos acababan aprendiendo.

Dios cambió de posición y torció el gesto. Los dolores y pequeñas molestias habían vuelto, y no podía permitir que le distrajeran. Los achaques se interponían entre él y sus deberes, y los deberes de Dios eran sagrados.

Tendría que volver a visitar la necrópolis. Sí, iría allí esta misma noche.

—Oh, vamos, ya puedes ver que no es el de siempre, ¿verdad?

—Bueno, entonces… ¿Quién es? —preguntó Broncalo.

Estaban avanzando por la calle con paso tambaleante acompañados por el ruido de los chapoteos, pero esta vez no se trataba del tambalearse resultado de la embriaguez sino del ir dando tumbos que suele producirse cada vez que dos personas intentan dirigir tres cuerpos. Teppic caminaba, pero su forma de caminar no invitaba a creer que su mente estuviera jugando algún papel en el desplazamiento físico.

Y a su alrededor todo era un abrir de puertas, maldiciones en varias fases del proceso de ser maldecidas y sonidos de muebles trasladados apresuradamente a las habitaciones del segundo piso.

—Esa tormenta en las montañas debe de haber sido realmente terrible —dijo Arthur—. No es normal que el nivel del río suba tanto ni tan siquiera en primavera.

—Quizá deberíamos quemar unas cuantas plumas debajo de su nariz —sugirió Broncalo.

—Voto porque sean de esa maldita gaviota —gruñó Arthur.

—¿Qué gaviota?

—Tú la viste.

—Bien, ¿y qué pasa con ella?

—La viste, ¿verdad?

El parpadeo de la oscura llama de la incertidumbre bailoteó en los ojos de Arthur. La gaviota había desaparecido cuando la confusión estaba en su punto álgido.

—La verdad es que tenía otras cosas a las que prestar atención —dijo Broncalo con voz algo vacilante—. Debieron de ser esos chocolates a la menta que nos trajeron con el café. Me pareció que estaban un poquito pasados.

—No cabe duda de que ese pájaro era francamente raro —dijo Arthur—. Oye, dejémosle en algún sitio mientras vacío mis botas, ¿de acuerdo? Están tan llenas de agua que apenas puedo caminar.

Había una panadería cerca y las puertas estaban abiertas para que las bandejas de hogazas recién horneadas pudieran ser enfriadas por las brisas del amanecer. Broncalo y Arthur apoyaron a Teppic en la pared.

—A juzgar por su aspecto se diría que alguien le ha golpeado en la cabeza —murmuró Broncalo—. Pero nadie le ha golpeado, ¿verdad?

Arthur meneó la cabeza. Los labios de Teppic seguían curvados en una sonrisa casi imperceptible. Fuera lo que fuese lo que estaban viendo sus ojos, no se encontraba en el conjunto de dimensiones habitual.

—Tendríamos que llevarle a la escuela y acompañarle a la enfermería para que…

No llegó a completar la frase. Hubo un ruido muy extraño detrás de él, una mezcla de roce y susurro. Las hogazas empezaron a dar saltitos sobre sus bandejas. Un par de ellas acabaron cayendo al suelo, donde giraron rápidamente sobre sí mismas como si fuesen escarabajos vueltos del revés.

Las cortezas se agrietaron como si fuesen cáscaras de huevo y revelaron centenares de brotes verdes.

Unos segundos después las bandejas se habían convertido en pequeñas parcelas de trigo y las mazorcas empezaron a hincharse inclinándose rápidamente sobre los tallos. Broncalo y Arthur se abrieron paso por el trigal surgido de la nada y decidieron averiguar si podían conseguir un nuevo récord en la carrera de cien metros lisos sosteniendo a Teppic entre ellos mientras procuraban que sus rostros se mantuvieran todo lo impasibles que podían estar en esas circunstancias.

—¿Crees que es él quien está haciendo todo esto?

—Tengo la sensación de que…

Arthur volvió la cabeza para averiguar si algún panadero irritado había salido del local y, de ser así, qué tal se estaba tomando aquella agresiva exhibición de productos totalmente orgánicos, y se detuvo con tanta brusquedad que sus dos compañeros pivotaron sobre él como si fuese un timón.

Arthur y Broncalo contemplaron la calle con expresión pensativa.

—No es algo que se vea cada día, ¿eh? —dijo Broncalo por fin.

—¿Te refieres a los tallos de hierba y esas otras cosas verdes que están creciendo allí donde pone los pies?

—Sí.

Los ojos de Broncalo se encontraron con los de Arthur y los dos pares de pupilas bajaron rápidamente hacia las botas de Teppic. La vegetación ya le llegaba a la altura de los tobillos, y los brotes que emergían de los adoquines parecían tener tanta prisa por crecer que los estaban agrietando. Arthur y Broncalo cogieron a Teppic por los codos sin decir una palabra y le alzaron en vilo.

—La enfermería —dijo Arthur.

—La enfermería —dijo Broncalo.

Pero incluso entonces los dos sabían que la situación iba a exigir algo más que una cataplasma caliente.

El médico se echó hacia atrás.

—Está muy claro —dijo mientras pensaba a toda velocidad—. Es un caso de mortis sardinae antiquissima con complicaciones.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Broncalo.

—Un profano diría que está más muerto que una sardina pasada —replicó el médico acompañando sus palabras con un bufido.

—¿Y cuáles son las complicaciones?

Las facciones del médico ensayaron una rápida serie de expresiones y no se decidieron por ninguna en concreto.

—Aún respira —dijo—. Miren, su corazón late tan deprisa que el pulso parece el zumbido de una abeja y tiene la temperatura tan alta que se podrían freír huevos en su frente, y… —Se quedó callado. No estaba muy seguro de qué más podía decir, y era consciente de que las explicaciones que acababa de dar probablemente resultaban demasiado claras y fáciles de entender. La medicina era un arte bastante nuevo en el Mundodisco, y si la gente conseguía entender sus enigmas a las primeras de cambio nunca llegaría demasiado lejos.

—Sufre de pirocerebrum oeuf culinaria —añadió después de haberse devanado los sesos frenéticamente durante unos momentos.

—Bueno, ¿y puede hacer algo al respecto? —preguntó Arthur.

—No puedo hacer nada. Está muerto. Todos los análisis y pruebas que le he hecho lo confirman. Por lo tanto… Eh… Entiérrenle, manténganle cómodo en un sitio lo más fresco posible y vengan a verme la semana próxima para informarme de cómo va evolucionando la cosa. De día, a ser posible.

—¡Pero si aún respira!

—Oh, no es más que una acción refleja —replicó el médico sin darle importancia—. Los profanos casi siempre se dejan engañar por este tipo de cosas, ¿saben?

Broncalo suspiró. Sospechaba que el Gremio —que, después de todo, poseía una experiencia inigualable en el manejo de cuchillos afilados y complicadas mezclas de sustancias orgánicas—, estaba en condiciones de emitir diagnósticos elementales mucho más fiables que los de los médicos. El Gremio quizá matara a las personas, pero por los menos no esperaba que se lo agradecieran.

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