Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—La búsqueda del conocimiento…

—La búsqueda de la liquidez…

Ptaclusp dejó que siguieran discutiendo y volvió la cabeza hacia el patio iluminado por la luz de las antorchas en el que sus empleados estaban llevando a cabo un frenético inventario de las existencias actuales.

Cuando lo heredó de su padre el negocio no era gran cosa. De hecho, se limitaba a un patio lleno de bloques de piedra y esfinges varias, obeliscos, estelas y otros artículos de catálogo y a un grueso fajo de facturas por cobrar, la mayor parte de ellas ya enviadas varias veces al palacio junto con cartas redactadas en el tono más respetuoso posible explicando que al parecer la factura que presentamos hace novecientos años se ha extraviado de forma inexplicable, y que les quedaríamos muy agradecidos si tuvieran la amabilidad de tramitar el pago lo más rápidamente posible. Pero por lo menos en aquellos tiempos Ptaclusp disfrutaba trabajando. Todo era más íntimo y más manejable. Él, cinco mil trabajadores y la señora Ptaclusp llevando la contabilidad, nadie más.

«Tienes que hacer pirámides», le había repetido su padre una y otra vez. Oh, claro, el dinero se ganaba con las mastabas, las pequeñas tumbas familiares, los obeliscos conmemorativos y las mil y una chapuzas que siempre trae consigo una necrópolis, pero si no hacías pirámides era como si no hicieses nada. Todo el mundo lo sabía, e incluso el cultivador de ajos más miserable —el tipo de cliente que quería «algo mono y duradero, sí, puede que con unos cuantos adornos de mármol verde, de acuerdo, pero procure que no nos salgamos del presupuesto, ¿eh?»—, se lo pensaría dos veces antes de encargar el trabajo a un hombre que jamás había edificado una pirámide, y lo más probable era que después de habérselo pensado dos veces decidiera buscar a otro.

Y, naturalmente, Ptaclusp construyó pirámides, y habían sido unas pirámides excelentes, no como algunas de las que veías hoy en día, esos horrores que ni tan siquiera tenían el número de caras correcto y con unas paredes que se podían atravesar de una patada. Y, sí, la empresa había ido hacia arriba, y un encargo había traído otro más ambicioso e importante…

Construir la mayor pirámide de toda la historia…

En tres meses…

Con penalizaciones terribles si no estaba terminada a tiempo. Dios no había precisado lo terribles que llegarían a ser, pero Ptaclusp le conocía lo bastante bien para saber que había muchas probabilidades de que contaran con la participación de unos cuantos cocodrilos. Sí, no cabía duda de que serían realmente terribles…

Contempló las luces parpadeantes que bailoteaban a lo largo de las avenidas de estatuas, incluida la del maldito Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre de los Invitados Inesperados que había comprado hacía unos cuantos años porque los caprichos de la clientela son infinitos. El único cliente que se interesó por ella acabó rechazándola porque el pico no le parecía lo bastante imponente, y desde aquel entonces la estatua había demostrado ser invendible ni aun dejándola a precio de coste.

La mayor pirámide de la historia…

Y después de que te hubieras dejado la piel para que la nobleza del país dispusiera de su billete a la eternidad, ¿acaso se te permitía utilizar tus dotes profesionales en beneficio propio, digamos que construyendo una piramidilla de nada para que un servidor y la señora Ptaclusp tuvieran asegurado el acceso al Otro Mundo? Pues claro que no. Incluso su padre se había tenido que conformar con una mastaba, aunque Ptaclusp tenía que admitir que era una de las mejores mastabas de todo el río. Aquel mármol con vetas rojas traído desde la lejanísima Maravillolandia daba unos resultados magníficos, de eso no cabía duda. Muchos clientes se habían encaprichado con él nada más verlo, y la inversión redundó en beneficio del negocio. Su padre se habría sentido realmente orgulloso de él…

La mayor pirámide de la historia…

Y ni tan siquiera se acordarían de quién estaba debajo de ella… Que la conocieran como la Locura de Ptactusp o la Gloria de Ptaclusp le daba igual. «… DE PTACLUSP.» Eso era lo que realmente importaba.

Ptaclusp emergió de la laguna de sus pensamientos, volvió a prestar atención al mundo exterior y se enteró de que sus hijos seguían discutiendo.

Si ésta era la posteridad que le habían concedido los dioses… Bueno, Ptaclusp casi habría preferido conformarse con que le recordaran por todos los bloques de caliza de seiscientas toneladas que había esparcido a lo largo del Djel. Por lo menos los bloques de piedra caliza no hacían ruido.

—Callaros —dijo—. Los dos.

Los gemelos dejaron de discutir y se sentaron entre gruñidos y murmullos de protesta.

—He tomado una decisión —dijo Ptaclusp.

IIb jugueteó pensativamente con su punzón. IIa arrancó un tañido a los alambres de su ábaco.

—La construiremos —dijo Ptaclusp, y salió de la habitación—. Y si algún hijo no está de acuerdo con la idea será arrojado a las tinieblas de los abismos para que pase toda la eternidad entre el llanto y el rechinar de dientes —gritó por encima de su hombro después de haber cruzado el umbral.

Los dos hermanos se quedaron solos y siguieron fulminándose con la mirada durante unos momentos.

—Y de todas formas, ¿qué quiere decir eso de «cuántico»? —preguntó por fin IIa.

IIb se encogió de hombros.

—Quiere decir que añades una muesca más —replicó.

—Oh, ¿sólo se trata de eso? —murmuró IIa.

Las pirámides esparcidas a lo largo del valle del Djel ardían en silencio lanzando sus resplandores hacia el cielo nocturno y se iban desprendiendo de la energía acumulada durante el día.

Inmensos surtidores de fuego más frío que el hielo brotaban de sus puntas sin hacer el más mínimo ruido y subían hacia las alturas moviéndose con el veloz zigzagueo de los relámpagos.

Los reflejos de las constelaciones de los muertos y la aurora de la antigüedad se extendían sobre centenares de kilómetros cuadrados de desierto, pero en el valle del Djel las luces se confundían unas con otras hasta formar una cinta de fuego.

Estaba encima del suelo y había una almohada a un extremo. Tenía que ser una cama.

Teppic descubrió que empezaba a dudar de que lo fuese, pero siguió removiéndose y cambiando de postura en un intento de encontrar alguna parte del colchón que estuviese dispuesta a firmar un tratado de no agresión con su cuerpo. «Esto es ridículo —pensó—. Llevo toda la vida durmiendo en camas así, por no hablar de las almohadas de roca tallada… Nací en este palacio. Ésta es mi herencia, y debo estar preparado para aceptarla.»

Volvió a cambiar de postura.

«Lo primero que haré en cuanto me levante por la mañana será ordenar que un barco vaya a Ankh y vuelva lo más deprisa posible trayendo una almohada de plumas y una cama como es debido. Yo, el faraón, así lo he decidido y así se hará.»

Un nuevo cambio de postura y su cabeza chocó contra la almohada con un golpe ahogado.

Y la fontanería, claro… Era una idea magnífica. El provecho que se le podía sacar a algo tan simple como un agujero en el suelo era realmente asombroso.

Sí, fontanería. Y puertas, maldición. Teppic no estaba acostumbrado a que hubiera varias personas inmóviles a su alrededor esperando el momento de adelantarse a sus deseos, y las abluciones de antes de acostarse le habían resultado particularmente embarazosas. Y la gente, claro. Tenía que conocer a sus súbditos. Pasar el resto de su existencia encerrado en un palacio no le parecía una perspectiva muy prometedora.

Teppic comprendió que conciliar el sueño iba a resultarle un poco difícil, quizá porque el cielo estaba tan iluminado como si alguien hubiera decidido celebrar un concurso de fuegos artificiales en el río.

El cansancio acabó arrastrando su cuerpo hasta una zona situada a medio camino entre el sueño y la vigilia, y un cortejo de imágenes que no tenían ni la más mínima lógica empezó a desfilar por detrás de sus globos oculares.

Por ejemplo, lo avergonzados que iban a sentirse sus antepasados cuando los arqueólogos del futuro tradujeran los frescos que los artistas de su reinado aún no habían pintado. «Garabato, águila estreñida, garabato, trasero de hipopótamo, garabato: Y en el año del Ciclo de Cephnet Teppic el Dios Sol hizo instalar la Fontanería y desdeñó las Almohadas de sus Antepasados.»

Soñó con Khuft, una silueta inmensa y barbuda que hablaba con truenos y rayos y que invocaba la ira de los cielos para que cayese sobre aquel miserable descendiente suyo que estaba traicionando un pasado tan noble.

Dios flotó a través de su campo visual y le explicó que como resultado de un edicto promulgado hacía varios miles de años era esencial que se casara con un gato.

Dioses con cabezas de todas las formas y tamaños compitieron por atraer su atención y le explicaron con toda clase de detalles los problemas que traía consigo el ser una divinidad mientras una voz que parecía venir de muy lejos intentaba conseguir que Teppic le hiciera caso y gritaba cosas que no logró entender, aunque en un momento dado le pareció oírle decir que el propietario de la voz no quería ser enterrado bajo un montón de piedras. Pero no tenía tiempo para concentrarse en aquello, pues acababa de ver a siete vacas gordísimas y a siete vacas flaquísimas, y lo más curioso era que una de ellas tocaba el trombón.

Pero ese sueño ya era muy viejo, y se presentaba prácticamente cada noche…

Y después vio a un hombre que disparaba flechas contra una tortuga…

Y después estaba caminando por el desierto y se encontró con una pirámide minúscula que apenas tendría diez centímetros de altura. Un vendaval terrible surgió de la nada y se llevó la arena, pero ahora ya no era un vendaval, era la pirámide que empezaba a brotar del suelo y la arena se escurría por sus caras relucientes…

Y la pirámide se fue haciendo más y más grande, y acabó siendo más grande que el mundo, y al final alcanzó tales dimensiones que el mundo era un puntito perdido en su centro.

Y en el centro de la pirámide ocurrió algo muy extraño.

Y la pirámide se fue haciendo más y más pequeña, y se llevó al mundo con ella, y se esfumó…

Naturalmente si eres faraón tienes derecho a sueños oscuros e indescifrables de primerísima categoría.

Otro día acababa de amanecer por cortesía del faraón, quien estaba hecho un ovillo en la cama con la ropa enrollada debajo de la cabeza sirviéndole de almohada. Los sirvientes del reino que habían pasado la noche durmiendo en el laberinto de piedra del palacio empezaron a despertar.

El bote de Dios se deslizó lentamente sobre las aguas y su proa acabó chocando suavemente con el embarcadero. Dios saltó del bote, corrió hacia el palacio y subió los peldaños de tres en tres frotándose las manos mientras pensaba en el día que se extendía delante de él y barajaba las horas y los rituales haciéndolos encajar en un esquema perfecto. Había tantos detalles de los que ocuparse y tantas cosas que hacer…

El jefe de escultores y fabricante de féretros se guardó el metro en el bolsillo después de doblarlo.

—Habéis hecho un buen trabajo, maese Dil —dijo. Dil asintió. La falsa modestia es algo desconocido entre los artesanos.

El escultor le dio un suave codazo en las costillas.

—Menudo equipo formamos, ¿eh? —dijo—. Vos los ponéis en adobo y yo los empaqueto.

Dil asintió, pero bastante más despacio que antes. El escultor contempló el óvalo de cera que sostenía en las manos.

—Aunque si he de seros franco la máscara mortuoria no me parece gran cosa —dijo.

Gern estaba muy concentrado con la cabeza inclinada sobre una esquina de la losa ocupándose de la última defunción producida entre los felinos de la Reina —Dil le había dejado que se encargara de todo sin su ayuda—, pero alzó los ojos con expresión horrorizada al oír aquellas palabras.

Autore(a)s: