Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

La Muerte pareció pensar en lo que acababa de decir.

—¿Cómo se las arreglaba? —preguntó por fin.

—Me temo que no te entiendo.

—Seguimos hablando de un escarabajo pelotero gigante, ¿no?

—Ah. Sí, claro… Supongo que los sujetaba con las mandíbulas. Pero creo recordar que está representada en uno de los frescos del palacio y que tenía brazos… —El faraón vaciló—. La verdad es que pensándolo bien resulta un poco ridículo, ¿no? Quiero decir que… En fin, un escarabajo pelotero gigante con brazos… Y creo recordar que una de las cabezas era de ibis.

La Muerte suspiró. No era una criatura del tiempo y, por lo tanto, en lo que a ella respectaba el pasado y el futuro eran una sola cosa, pero hubo un período en el que se esforzaba por aparecer con el aspecto que el cliente esperaba ver. Tuvo que acabar dejándolo porque no había ninguna forma de averiguar cuál era ese aspecto hasta después de que cliente hubiera muerto. La Muerte acabó llegando a la conclusión de que dado que en lo más íntimo de su fuero interno todo el mundo estaba convencido de que no moriría jamás no había por qué tomarse tantas molestias. La túnica con capuchón era el atuendo que le resultaba más cómodo y a partir de entonces se había mantenido apegado a él. Después de todo era elegante y limpio, casi nadie lo encontraba extraño y era aceptado en todas partes, al igual que ocurre con las mejores tarjetas de crédito.

—En fin… —dijo el faraón—. Supongo que será mejor que nos vayamos, ¿no?

—¿Adónde?

—¿Es que no lo sabes?

—He venido para asegurarme de que morías en el momento fijado. Lo que ocurra después es cosa tuya.

—Bueno… —El faraón se rascó la barbilla en un gesto puramente automático—. Supongo que tendré que esperar a que hayan hecho todos los preparativos. Tendrán que momificarme, claro. Y habrá que construir otra maldita pirámide… Hum. ¿Y tengo que seguir aquí y esperar a que hayan hecho todo eso?

—Supongo que sí.

La Muerte chasqueó los dedos, y un magnífico corcel blanco dejó de masticar el césped del jardín y trotó hacia la silueta de la guadaña.

—Oh. Bueno… En fin, creo que miraré hacia otro lado mientras lo hacen. Empiezan sacándote todas esas cosas blandas de dentro, ¿sabes?

El faraón no pudo contener una mueca de preocupación. Cosas que le habían parecido perfectamente lógicas y naturales cuando estaba vivo empezaban a resultarle vagamente sospechosas y desagradables después de muerto.

—Lo hacen para preservar el cuerpo con el fin de que éste pueda empezar una nueva vida en el Más Allá —dijo en un tono de voz ligeramente perplejo—. Y después te envuelven en vendajes. Bueno, por lo menos eso parece más lógico…

Se frotó la nariz.

—Pero después llenan la pirámide de comida y bebida. Francamente, lo encuentro un poco extraño.

—Y a esas alturas del proceso, ¿dónde se supone que están tus órganos internos?

—Eso es lo que no acabo de entender. Están dentro de una jarra en la cámara contigua —dijo el faraón, y ahora la duda resultaba claramente perceptible en su tono de voz—. Recuerdo que cuando terminamos la pirámide de papá metimos dentro un carruaje tan grande que costó horrores hacerlo pasar por la entrada…

Las arrugas de su frente inmaterial se hicieron un poco más profundas.

—Madera sólida —dijo medio hablando consigo mismo—. Ah, y estaba recubierta con pan de oro. Y no hay que olvidar a los cuatro novillos para que tirasen de él, claro. Después hubo que colocar una piedra inmensa para que obstruyera la entrada…

Intentó pensar y descubrió que le resultaba sorprendentemente fácil. Las nuevas ideas afluían a su mente como un límpido torrente de aguas frescas y cristalinas. Las ideas tenían que ver con el movimiento de la luz sobre las rocas, el azul del cielo y las múltiples posibilidades del mundo que se esparcían a su alrededor desplegándose en todas direcciones. Ahora que no tenía un cuerpo que le importunara continuamente con sus insistentes demandas el mundo le parecía un lugar lleno de maravillas y prodigios, pero desgraciadamente lo más asombroso era el hecho de que una gran parte de lo que siempre habías creído verdad parecía haberse vuelto tan sólido y digno de confianza como una nube de gas de los pantanos. Aparte de eso, tampoco había que olvidar lo molesto que resultaba el que fueran a encerrarle dentro de una pirámide justo después de descubrir que por fin estaba plenamente equipado para disfrutar del mundo.

Cuando mueres lo primero que pierdes es la vida. Después pierdes tus ilusiones.

—Me parece que tienes un montón de cosas en que pensar —dijo la Muerte montando sobre su caballo—. Y ahora, si me disculpas…

—Espera un momento…

—¿Sí?

—Cuando me… me caí, casi podría haber jurado que estaba volando.

—La parte de tu ser que era divina voló, naturalmente. Ahora eres plenamente mortal.

—¿Mortal?

—Oh, puedes aceptar mi palabra al respecto. Yo entiendo mucho de esto.

—Escucha, hay unas cuantas preguntas que me gustaría hacerte y…

—Siempre las hay. Lo siento.

La Muerte pegó los talones a los flancos del caballo y se desvaneció.

El faraón se quedó inmóvil mientras varios sirvientes venían corriendo a lo largo del muro del palacio. Los sirvientes fueron reduciendo la velocidad a medida que se aproximaban a su cadáver, se detuvieron y acabaron reanudando el avance con bastante cautela.

—¿Estáis bien, oh gran señor enjoyado del sol? —se atrevió a preguntar uno de ellos.

—No, no estoy nada bien —respondió secamente el faraón. Algunas de las ideas básicas sobre el universo que se había ido formando a lo largo de su vida estaban tambaleándose de forma alarmante, y eso es algo que nunca ha puesto de buen humor a nadie—. De hecho tengo la impresión de que estoy muerto. Asombroso, ¿verdad? —añadió en un tono de voz impregnado de amargura.

—¿Puedes oírnos, oh divino acarreador del alba? —preguntó otro sirviente mientras se acercaba un poco más al cadáver del faraón caminando de puntillas.

—¿Que si puedo oíros? Acabo de caer treinta metros y la primera parte de mi cuerpo que ha tocado el suelo ha sido la cabeza. ¿Te parece que estoy en condiciones de oíros, so idiota? —gritó el faraón.

—Creo que no puede oírnos, Jahmet —dijo el primer sirviente.

—¡Escuchadme! —gritó el faraón en un tono de voz muy apremiante que rebotó infructuosamente contra la absoluta incapacidad de oír ni una sola de sus palabras de que estaban dando muestra los sirvientes—. Debéis encontrar a mi hijo y decirle que se olvide de la maldita pirámide, o por lo menos que retrase la construcción hasta que yo haya podido pensar con más calma en todo esto. Hay uno o dos aspectos de los preparativos para la otra vida que me parecen un poquito autocontradictorios, y…

—¿Y si grito? —preguntó Jahmet.

—Creo que nunca podrás gritar lo bastante alto para que te oiga. Me parece que está muerto.

Jahmet bajó la mirada y contempló el cadáver que ya empezaba a ponerse rígido.

—Demonios… —dijo por fin—. Bueno, tengo la impresión de que no hemos podido empezar peor la mañana.

El sol seguía deslizándose majestuosamente sobre el borde del mundo sin ser consciente de que estaba dando su función de despedida. Una gaviota emergió del horizonte moviéndose más deprisa de lo que debería poder volar cualquier ave y se lanzó en picado hacia Ankh-Morpork, hacia el Puente de Latón y las ocho siluetas inmóviles que había sobre él y, en concreto, hacia unos de los ocho rostros…

Las gaviotas eran bastante corrientes en Ankh-Morpork, pero la que venía hacia el grupo lanzó un grito muy prolongado y tan terriblemente gutural que tres ladrones se sobresaltaron lo suficiente para dejar caer sus cuchillos. Nada cubierto de plumas tendría que haber sido capaz de producir semejante sonido. Aquel grito tenía garras.

La gaviota trazó un círculo en el aire, acabó posándose sobre el hipopótamo de madera más cercano y contempló al grupo con un par de ojillos rojizos. Parecía muy, muy irritada.

El líder de los ladrones había estado observando a la gaviota con una expresión que sólo podía definirse como fascinada, pero la voz de Arthur consiguió que apartase la mirada de ella.

—Esto es un cuchillo del Número 2 —dijo Arthur en un tono muy afable y educado—. Saqué un noventa y seis sobre cien en el último examen de lanzamiento de cuchillos. ¿Qué ojo crees que te hace menos falta?

El líder de los ladrones se volvió hacia él. En lo que respectaba a los otros dos jóvenes asesinos uno no apartaba la mirada de la gaviota y el otro se hallaba muy ocupado vomitando ruidosamente sobre el parapeto.

—Estás solo —dijo—. Y nosotros somos cinco.

—Pero pronto sólo seréis cuatro —replicó Arthur.

Teppic alargó una mano hacia la gaviota moviéndose tan lentamente como un sonámbulo. Con cualquier gaviota normal el movimiento habría dado como resultado la pérdida de un dedo, pero la criatura saltó hacia la mano que le ofrecía Teppic y se posó en ella con la expresión entre satisfecha y presuntuosa del terrateniente que regresa a la vieja plantación después de una larga ausencia.

El extraño comportamiento de la gaviota pareció aumentar considerablemente la intranquilidad que había empezado a adueñarse de los ladrones. La sonrisa de Arthur tampoco ayudaba mucho a mantener la calma.

—Qué gaviota tan bonita —dijo el líder de los ladrones en el tono estúpidamente jovial que suelen utilizar las personas cuando están terriblemente preocupadas por algo.

Teppic había empezado a acariciar la cabeza en forma de bala con expresión distraída.

—Creo que sería buena idea que os marcharais —dijo Arthur.

La gaviota había empezado a moverse en dirección a la muñeca de Teppic. Los pies palmeados que se agarraban a la carne y las alas que se desplegaban para conservar el equilibrio tendrían que haberle dado un aspecto bastante risible, pero no sólo no ocurría así sino que la gaviota parecía llena de poder oculto, como si fuese la identidad secreta de un águila. Cuando abrió el pico revelando una ridícula lengua de ave de color púrpura, el gesto impregnó la atmósfera con la sugerencia de que si quería aquella gaviota podía hacer cosas mucho peores que amenazar los restos de un bocadillo caído sobre la arena de la playa.

—¿Es magia? —preguntó uno de los ladrones.

Su expresión indicaba que le habría gustado hacer más preguntas, pero el repentino coro de siseos que salió de las bocas de sus compañeros enseguida le hizo cambiar de opinión.

—Bueno… Pues nada… Nos vamos —dijo el líder de los ladrones—, y disculpad el malentendido, ¿eh?

Teppic replicó con una cálida sonrisa y la expresión aturdida de quien no está viendo nada de cuanto le rodea.

Y entonces todos oyeron un ruidito tan curioso como insistente. Seis pares de ojos se movieron hacia un lado y hacia abajo. Broncalo ya se encontraba en la posición adecuada, y sus ojos no tuvieron que hacer nada de particular.

El Ankh estaba subiendo de nivel, y un torrente oscuro empezaba a empapar el fango deshidratado que se extendía por debajo de ellos.

Dios, Primer Ministro y gran sacerdote entre los grandes sacerdotes, no era un hombre religioso por naturaleza. La religiosidad podía tener efectos tan nocivos como afectar tu capacidad de juicio y volverte un poquito inestable, y no resultaba una cualidad deseable en un gran sacerdote. Bastaba con que empezaras a creer en ese tipo de cosas para que todo el asunto se conviniese en una farsa.

Naturalmente Dios no tenía nada en contra de la fe. La gente necesitaba creer en dioses aunque sólo fuese por lo difícil que resultaba creer en las personas. Los dioses eran necesarios. Dios se limitaba a exigir que no le estorbaran y que le dejaran en paz para que pudiera desempeñar sus funciones sin interferencias.

El que tuviera el aspecto ideal para su oficio era una suerte, claro está. Si tus genes han decidido proporcionarte una estatura imponente, una calva que deslumbra y una nariz tan afilada que podrías tallar rocas con ella probablemente es porque tenían una idea muy concreta en mente para empezar.

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