Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere os ordena que toméis asiento —dijo Dios.

Teppic se devanó los sesos intentando dar con un discurso adecuado a la ocasión. Durante su estancia en Ankh-Morpork había oído montones de discursos, y pensó que había muchas probabilidades de que fueran iguales en todo el mundo.

—Estoy seguro de que nos llevaremos estupendamente…

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere os ordena que le escuchéis con la máxima atención! —retumbó la voz de Dios.

—… una larga historia de amistad…

—¡Escuchad y recordad las sabias palabras de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere!

Los ecos se fueron desvaneciendo en la lejanía.

—Eh… Dios, ¿podría hablar contigo un momentito?

El gran sacerdote se inclinó sobre el trono.

—Oye, ¿no podríamos prescindir de ciertos formalismos? —siseó Teppic.

Los rasgos aquilinos de Dios adoptaron la expresión impasible e indescifrable típica de quien está luchando con un concepto que no le resulta nada familiar.

—Por supuesto que no, Alteza. Son tradicionales —dijo por fin.

—Creía que se suponía que debía hablar con estas personas. Ya sabes… Charlar sobre fronteras, intercambios comerciales y todas esas cosas. He estado pensando mucho en ello y tengo unas cuantas ideas. Quiero decir que… Si no paras de gritar me temo que va a resultarme un poco difícil exponerlas, ¿entiendes?

Dios le obsequió con una sonrisa cortés.

—Oh, no, Alteza. Todo eso ya ha sido discutido y acordado, Alteza. Hablé con ellos esta mañana.

—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer?

Dios movió una mano trazando un pequeño círculo en el aire.

—Lo que os plazca, Alteza. Lo normal es sonreír y hacer que se sientan a gusto.

—¿Y eso es todo?

—Su Majestad podría preguntarles si les gusta ser diplomáticos, Alteza —dijo Dios.

Los ojos que devolvieron la mirada furibunda de Teppic eran tan inexpresivos como un par de espejos.

—Soy el faraón —siseó Teppic.

—Ciertamente, Alteza. Pero estos asuntos tan banales no deben empañar el resplandor de vuestra augusta posición, Alteza. Mañana impartiréis la justicia suprema del faraón, Alteza. Ése sí que es un desafío digno de un monarca, Alteza.

—Ah. Sí, claro.

Era bastante complicado. Teppic escuchó atentamente la exposición del caso, una acusación de robo de ganado considerablemente agravada por el hecho de que los matices de las leyes del Djel fuesen lo bastante sutiles como para hacer palidecer de envidia a una cebolla. «Esto es lo que debería hacer todo el tiempo —pensó—. Nadie más puede averiguar quién es el propietario del maldito buey. Ésta es la clase de labor que sólo los monarcas pueden llevar a cabo. Bien, veamos… Hace cinco años él le vendió el buey al otro, pero al parecer después se descubrió que…»

Los ojos de Teppic fueron del preocupado rostro de un granjero al igualmente preocupado rostro del otro. Los dos tenían las manos tensas sosteniendo sus maltrechos gorros de paja delante del pecho, y ambos mostraban la expresión de perplejidad paralizada de los hombres sencillos que se han dejado llevar por el entusiasmo y descubren de repente que el pleito insignificante que les oponía les ha sacado de su aldea y les ha colocado encima de un suelo de mármol con su dios sentado encima de un trono a escasa distancia de sus narices. Teppic estaba seguro de que en aquellos momentos tanto el uno como el otro habrían renunciado rápidamente a los derechos que afirmaban poseer sobre aquella dichosa res a cambio de encontrarse a diez kilómetros de distancia del palacio.

«Es un buey bastante viejo —pensó Teppic—. Pronto llegará la hora de sacrificarlo, y aunque sea suyo ha estado engordando en los pastos del vecino durante todos estos años, y creo que lo más justo sería darle la mitad de la carne a cada uno, sí, estoy seguro de que esta sentencia será recordada durante mucho tiempo…»

Teppic alzó la Hoz de la Justicia.

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere va a dictar sentencia! Temblad y encogeos ante la justicia de Su Grandeza el Faraón Tep…

Teppic interrumpió a Dios antes de que hubiera podido terminar la frase.

—Después de haber escuchado a ambas partes —dijo con voz firme que la máscara se encargó de amplificar proporcionándole una cierta cualidad de trueno distante—, y dada la impresión que nos han causado los argumentos y contra-argumentos, nos parece justo que la bestia en cuestión sea sacrificada sin más tardanza y que la carne sea repartida con toda equidad entre el acusado y el acusador.

Teppic se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el trono. «Me llamarán Teppic el Sabio —pensó—. Ah, sí, los súbditos se pirran por este tipo de cosas…»

Los rostros inexpresivos de los granjeros le contemplaron en silencio durante unos momentos que parecieron hacerse interminables. Después giraron sobre sí mismos como si estuvieran colocados encima de sendas mesas giratorias y se volvieron hacia Dios, quien ocupaba su lugar acostumbrado en los escalones del trono rodeado por un grupo de sacerdotes menores.

Dios se puso en pie, alisó los pliegues oscuros de su sencilla túnica totalmente desprovista de adornos y extendió su báculo.

—Escuchad la interpretación de la sabiduría de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere —dijo—. Es nuestra divina sentencia que la res sobre la que se ha planteado esta disputa pertenece a Rhumusphut. Es nuestra divina sentencia que la res en cuestión será sacrificada sobre el altar de la Avenida de los Dioses en agradecimiento a la atención dispensada por Nuestra Divina Persona. Asimismo, es nuestra divina sentencia que tanto Rhumusphut como Ktoffle trabajarán tres días en los campos del Faraón como pago a la justicia que les ha sido impartida.

Dios alzó la cabeza hasta que su temible nariz quedó enfilada hacia la máscara de Teppic y levantó las dos manos.

—¡Grande es la sabiduría de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere!

Los granjeros se apresuraron a expresar su aterrorizada gratitud con una espasmódica serie de reverencias y se fueron alejando de la presencia real retrocediendo de espaldas enmarcados por las dos filas de guardias.

—Dios… —dijo Teppic sin alzar la voz.

—¿Alteza?

—¿Tendrías la amabilidad de acercarte un momentito?

—¿Alteza? —repitió Dios materializándose junto al trono.

—Verás, Dios, discúlpame si me equivoco, pero no he podido evitar darme cuenta de que te has permitido unas cuantas florituras a la hora de traducir mis palabras.

El gran sacerdote puso cara de sorpresa.

—Os aseguro que no, Alteza. He transmitido vuestra decisión de la forma más precisa posible, y me he limitado a pulir un poco los detalles para ponerlos en concordancia con los precedentes fijados por la tradición.

—Pero ¿cómo has podido…? ¡Ese condenado buey les pertenecía a ambos!

—Pero todo el mundo sabe que Rhumusphut es un hombre muy devoto y puntilloso en cuanto concierne a la observancia religiosa, y que aprovecha todas las oportunidades para alabar y magnificar a los dioses, en tanto que es sabido que Ktoffle ha albergado ideas ridículas, infundadas e imprudentes.

—¿Y qué tiene que ver eso con la justicia?

—Todo, Alteza —dijo Dios sin perder la compostura.

—¡Pero ahora ninguno de los dos tiene el buey!

—Cierto, Alteza. Pero Ktoffle no tiene el buey porque no se lo merece, en tanto que el sacrificio de Rhumusphut le ha asegurado una posición mejor en el Otro Mundo.

—Y supongo que esta noche cenarás buey, ¿no? —replicó Teppic.

Fue como si le hubiera dado un puñetazo. De hecho, el efecto de sus palabras no tuvo nada que envidiar al que se habría producido si Teppic hubiese cogido el trono y hubiera golpeado a Dios en la cabeza con él. Dios dio un paso hacia atrás y le observó con expresión atónita. Durante unos instantes sus ojos se convirtieron en dos lagos gemelos de dolor. Cuando volvió a hablar su voz parecía a punto de quebrarse.

—No como carne, Alteza —dijo—. La carne diluye el alma y la contamina. ¿Podemos pasar al segundo caso del día, Alteza?

Teppic asintió.

—Sí, de acuerdo.

El caso siguiente era una disputa sobre la renta de diez mil metros cuadrados de tierra situada a la orilla del río. Teppic escuchó atentamente la exposición. Los campos fértiles eran un bien de gran valor en Djelibeibi, quizá porque las pirámides ocupaban una parte tan increíblemente grande de la tierra cultivable. El asunto era realmente serio.

Y resultaba especialmente serio porque no cabía duda de que el arrendatario de las tierras era un hombre irreprochable que se deslomaba trabajando, pero tampoco cabía ninguna duda de que el propietario de las tierras era muy rico y de que se le podían reprochar montones de cosas reprochables.[17] Desgraciadamente, si te atenías a los hechos no cabía duda de que la razón estaba de su parte.

—Me parece que… —dijo Teppic.

Habló lo más deprisa posible, pero no fue lo bastante rápido.

—¡Escuchad la sentencia de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere!

—Me parece… Nos parece —se corrigió Teppic—, que tomando en consideración todo lo expuesto y contemplándolo desde la perspectiva que se encuentra más allá del mero artificio mortal, la decisión justa y verdadera en este caso… —Hizo una pausa y pensó que un auténtico Monarca Divino no hablaba así—. El propietario ha sido pesado en la balanza y ha sido encontrado falto de peso —dijo dejando que su voz retumbara por la rendija bucal de la máscara—. Es nuestra voluntad que el fiel de la balanza se incline hacia el platillo del arrendatario.

Las cabezas de todos los presentes se movieron como una sola volviéndose hacia Dios, quien mantuvo una rápida conversación en susurros con los otros sacerdotes y acabó poniéndose en pie.

—¡Escuchad las palabras interpretadas de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere! ¡El granjero Ptorne entregará inmediatamente al Príncipe Imtebos 18 toneleras en concepto de rentas atrasadas! ¡El Príncipe Imtebos entregará inmediatamente 12 toneleras al templo en concepto de ofrendas a los dioses del río! ¡Larga vida al Faraón! ¡Haced pasar al caso siguiente!

Teppic volvió a hacer una seña a Dios.

—Oye, ¿el que esté aquí sirve realmente de algo o me puedo ir a dar un paseo? —preguntó en un susurro un tanto excitado.

—Calmaos, Alteza, os lo ruego. Si no estuvierais aquí el pueblo no podría estar seguro de que se ha hecho justicia, ¿verdad?

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