Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Teppic deslizó las piernas sobre el parapeto y caminó silenciosamente por el tejado. La brisa del desierto ya había empezado a soplar, pero el tejado aún estaba bastante caliente. El aire tenía el olor de un guiso recién cocinado en el que se hubiese utilizado una considerable cantidad de especias.

Deslizarse por el tejado de su propio palacio intentando evitar a sus propios guardias para llevar a cabo un acto de contravención directa a sus propias órdenes sabiendo que si le sorprendían él mismo se haría arrojar a los cocodrilos sagrados —después de todo, al parecer ya había dado instrucciones de que si era capturado no podía esperar ninguna clase de clemencia—, era una experiencia nueva para Teppic, y hacía que se sintiera bastante extraño.

No estaba muy seguro del porqué, pero también hacía que todo resultara mucho más emocionante.

Estar en las alturas y moverse entre los tejados equivalía a gozar de un poco de libertad, la única clase de libertad que estaba al alcance de un rey del valle. Teppic pensó que los campesinos sin tierras que vivían en el delta tenían más libertad que él, aunque el lado sedicioso y no monárquico de su personalidad replicó diciendo que su libertad se limitaba a atrapar cualquier enfermedad que les apeteciera, pasar todo el hambre que les diera la gana y morir con la variedad de agonía espantosa que les hiciera más gracia. Aun así, no se podía negar que seguía siendo libertad.

Un ruido casi inaudible perdido en el inmenso silencio de la noche le atrajo hasta el lado del tejado que daba al río. Las plácidas y un tanto aceitosas aguas del ancho cauce del Djel se deslizaban bajo los rayos de la luna.

Y en el centro de la corriente había un bote que volvía de la otra orilla y de la necrópolis. La figura que manejaba los remos resultaba inconfundible. Los resplandores de las pirámides se reflejaban en su calva.

«Un día le seguiré —pensó Teppic—, y averiguaré qué va a hacer allí… Siempre que vaya allí cuando todavía no haya anochecido, claro.»

De día la necrópolis era meramente tenebrosa, como si el universo entero hubiera decidido cerrar temprano e irse a casa. Teppic había llegado a explorarla y había vagabundeado por calles y callejones que conseguían permanecer silenciosos y polvorientos fuera cual fuese el clima que hiciera al otro lado del agua, el que estaba vivo. La necrópolis siempre estaba envuelta en una atmósfera indefinible, como si todo cuanto había en ella estuviese dispuesto a contener el aliento hasta el fin de la eternidad (lo cual, pensándolo bien, no tenía nada de extraño en una necrópolis), o quizá fuese que su atmósfera era idéntica a la del resto del reino sólo que mucho más exagerada. Además, era la única ciudad de todo el Mundodisco en la que un asesino no podía encontrar trabajo.

Teppic llegó al tragaluz que terminaba en el patio de los embalsamadores y miró hacia abajo. Un instante después ya había aterrizado ágilmente en el suelo y estaba dentro de la habitación de los sarcófagos.

Hola, muchacho.

Teppic levantó la tapa del sarcófago. El sarcófago seguía estando vacío.

—Está en uno de los de atrás —dijo el rey—. Nunca ha tenido mucho sentido de la orientación.

El palacio era muy grande, y Teppic apenas podía moverse por él de día sin acabar completamente perdido. Las posibilidades de llevar a cabo un registro en las tinieblas de la noche y encontrarla no parecían muy numerosas.

Es cosa de familia, ¿sabes? Tu pobre abuelo se extraviaba con tanta frecuencia que al final hubo que pintar las palabras «Izquierda» y «Derecha» en todos sus pares de sandalias. Tienes suerte de que en eso hayas salido a tu madre.

Era extraño. Ptraci no hablaba, parloteaba. No parecía capaz de mantener una idea dentro de su cabeza durante más de diez segundos. Su cerebro daba la impresión de estar provisto de una conexión directa con la boca, de tal manera que el pensamiento quedaba expresado en voz alta apenas había cobrado forma. Comparada con las damas que había conocido en las veladas sociales de Ankh —esas damas que disfrutaban atendiendo a los jóvenes asesinos, atiborrándoles de golosinas carísimas y conversando sobre temas etéreos y delicados mientras sus ojos brillaban como si fuesen taladros de carbón al diamante y sus labios empezaban a brillar—, Ptraci estaba tan vacía por dentro como… bueno, como algo que estuviera muy vacío. Y, aun así, Teppic descubrió que sentía un deseo desesperado de encontrarla. Ptraci le aceptaba como era y no le exigía nada, y eso resultaba tan irresistible como una droga. Evidentemente el que viera sus pechos cada vez que cerraba los ojos no guardaba ni la más mínima relación con lo que sentía.

Me alegra que hayas vuelto a buscarla —dijo el difunto faraón—. Es tu hermana, ¿sabes? Bueno, tu media hermana… A veces pienso que debería haberme casado con su madre pero… No era de sangre real, ¿entiendes? Ah, sí, su madre era una mujer muy inteligente.

Teppic aguzó el oído. Allí estaba de nuevo. Un ruidito debilísimo que parecía una respiración, tan débil que sólo podía oírse gracias al profundo silencio de la noche. Teppic fue lentamente hacia la parte trasera de la habitación, volvió a detenerse para escuchar y levantó la tapa de un sarcófago.

Ptraci estaba hecha un ovillo en el interior y dormía plácidamente con la cabeza apoyada encima de un brazo.

Teppic apoyó la tapa en la pared con mucho cuidado para que no se cayera y le tocó el pelo con la mano. Ptraci murmuró algo sin llegar a despertar y se removió hasta encontrar una posición un poco más cómoda.

—Eh… Creo que será mejor que despiertes —susurró Teppic.

Ptraci volvió a cambiar de posición y farfulló algo que Teppic no entendió y que sonaba más o menos como «Wstflgl».

Teppic vaciló. Ni sus profesores ni Dios le habían preparado para esto. Conocía un mínimo de setenta formas distintas de matar a una persona dormida, pero ni un solo método para despertarla antes de proceder a la inhumación.

Teppic extendió un dedo y lo clavó en lo que parecía la zona menos embarazosa de las grandes extensiones de piel desnuda que se ofrecían a su mirada. Ptraci abrió los ojos.

—Oh —dijo—. Eres tú.

Y bostezó.

—He venido a sacarte de aquí —dijo Teppic—. Te has pasado el día entero durmiendo.

—Oí hablar a alguien —dijo Ptraci, y se desperezó de tal forma que Teppic se apresuró a apartar la mirada—. Era ese sacerdote, el que tiene cara de águila calva. Es realmente horrible.

—Sí, ¿verdad? —replicó Teppic, muy aliviado al oír que alguien lo decía por fin en voz alta.

—Así que me quedé muy quieta y no hice ningún ruido. Y también estaba el faraón. El nuevo, claro.

—Oh. Así que estuvo por aquí, ¿eh? —dijo Teppic con un hilo de voz.

El tono de amargura que había empleado Ptraci hizo que sintiera como si acabaran de clavarle un cuchillo del Número Cuatro en el centro del corazón.

—Todas las chicas dicen que es realmente rarillo —añadió Ptraci mientras Teppic la ayudaba a salir del sarcófago—. Oye, puedes tocarme, ¿sabes? No soy de porcelana.

Teppic tensó el brazo para impedir que siguiera temblando, y pensó que necesitaba urgentemente un baño frío y un buen rato de correr por los tejados.

—Eres un asesino, ¿verdad? —preguntó Ptraci—. Me acordé después de que te hubieras ido. Eres un asesino llegado de tierras distantes. Todo ese negro… ¿Has venido a matar al faraón?

—Ojalá pudiera —dijo Teppic—. Tengo los nervios destrozados por su culpa, y cada vez me cae más gordo. Oye, ¿te importaría quitarte los abalorios?

—¿Por qué?

—Porque cuando caminas hacen muchísimo ruido.

De hecho incluso los pendientes de Ptraci parecían dar las horas cada vez que movía la cabeza.

—No quiero quitármelos —dijo Ptraci—. Sin ellos me siento como si estuviera desnuda.

—Y con ellos puestos ya casi estás desnuda —siseó Teppic—. ¡Haz el favor de quitártelos!

Sabe tocar el dúlcemele —dijo el fantasma de Teppicamón XXVII. El dato no venía muy a cuento, pero no se le había ocurrido nada mejor y tenía ganas de hablar—. Aunque te advierto que no toca demasiado bien. Ha llegado a la pagina cinco de Piececitas breves para deditos delicados.

Teppic fue hasta el pasadizo que nacía en la sala de embalsamamiento y aguzó el oído. El silencio reinaba sobre el palacio con las excepciones ocasionales de las respiraciones sibilantes de los durmientes y los igualmente ocasionales tintineos a su espalda indicadores de que Ptraci se estaba despojando de sus joyas. Teppic volvió por donde había venido.

—Date prisa, por favor —dijo—. No tenemos mucho…

Ptraci estaba llorando.

—Esto… —dijo Teppic—. Esto…

—Algunos me los regaló mi abuelita —consiguió decir Ptraci entre sollozo y sollozo—. Y el difunto faraón también me regaló unos cuantos. Estos pendientes llevan tanto tiempo siendo propiedad de mi familia… ¿Cómo crees que te lo tomarías tú si tuvieras que hacer algo así?

Verás, las joyas no son meramente algo que lleva encima —dijo el fantasma de Teppicamón XXVII—. Son parte de su personalidad.

«Caramba —añadió para sí mismo—, creo que estoy dando muestras de Intuición y Perspicacia. ¿Por qué resultará mucho más fácil pensar cuando estás muerto?»

—Yo no llevo pendientes ni joyas —dijo Teppic.

—Pero llevas encima cuchillos y todas esas cosas horribles.

—Bueno, es que las necesito para hacer mi trabajo.

—Ya, claro.

—Oye, no hace falta que las dejes aquí. Puedes ponerlas dentro de mi faltriquera —dijo Teppic—. Pero tenemos que marcharnos enseguida. ¡Por favor!

Adiós —dijo el fantasma con voz entristecida.

Vio cómo se alejaban hacia el patio y fue flotando hacia su cadáver, el cual no era una compañía muy entretenida.

Cuando llegaron al tejado la brisa se había vuelto un poco más fuerte. También era más caliente y seca.

Un par de las pirámides más antiguas ya habían empezado a iluminarse, pero los destellos eran bastante débiles y sutilmente distintos a los de costumbre.

—Me pica todo —dijo Ptraci—. ¿Qué ocurre?

—Parece que vamos a tener tormenta —dijo Teppic.

Volvió la cabeza hacia el río y observó la Gran Pirámide. Su negrura se había intensificado y ahora era un triángulo de sombra más oscura que la noche. Unas cuantas siluetas corrían alrededor de su base con el frenesí de un grupo de lunáticos que ven arder el manicomio en el que estaban encerrados.

—¿Qué es una tormenta?

—Resulta muy difícil de describir —dijo Teppic con voz preocupada—. ¿Puedes ver lo que están haciendo?

Ptraci entrecerró los ojos y concentró toda su atención en lo que estaba ocurriendo al otro lado del río.

—Parece que están muy ocupados —dijo.

—Pues a mí me parece que están muy aterrorizados.

Unas cuantas pirámides empezaron a emitir sus destellos, pero en vez de subir hacia el cielo las llamas parpadeaban y se movían de un lado a otro como impulsadas por vientos intangibles.

Teppic tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para apartar la mirada de las pirámides.

—Vamos —dijo—. Hay que sacarte de aquí.

—¡Tendríamos que haber puesto la punta esta tarde! —gritó Ptaclusp IIb intentando hacerse oír por encima del estridente zumbido que envolvía a la pirámide—. ¡Ahora ya no hay forma de hacer que flote hasta tan arriba! La turbulencia a esas alturas tiene que ser terrible.

El hielo del día hervía y se evaporaba sobre el mármol negro, que ya estaba caliente al tacto. Ptaclusp IIb contempló la punta como si no supiera qué hacer con ella y acabó volviéndose hacia su hermano, quien no había tenido tiempo de cambiarse y seguía llevando puesta la camisa de dormir.

—¿Dónde está papá? —preguntó.

—He enviado a uno de nosotros para que le despertara y le trajera aquí —dijo IIa.

—¿A quién?

—A un tú, ya que quieres saberlo.

—Oh. —IIb volvió a clavar los ojos en la punta de la pirámide—. No pesa tanto —dijo—. Dos de nosotros podríamos subirla.

Lanzó una mirada interrogativa a su hermano.

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