Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Se volvió hacia Dios. Tenía la sensación de que debía tratar de reparar una parte del daño que había causado.

—Puedes sentir cómo el tiempo irradia de ellas, ¿no te parece? —comentó afablemente.

—Disculpad, Alteza, ¿cómo decís?

—Las pirámides, Dios. Son tan antiguas…

Dios las contempló como si acabara de darse cuenta de que estaban allí.

—¿De veras? —preguntó—. Sí, supongo que lo son.

—¿Tendrás la tuya después de que…? —preguntó Teppic.

—¿Una pirámide? —replicó Dios—. Alteza, ya tengo una. Uno de vuestros antepasados tuvo la inmensa amabilidad de pensar en mi futuro.

—Supongo que te sentiste muy honrado —dijo Teppic.

Dios asintió cortésmente. Lo habitual era que los almacenes de la eternidad estuvieran reservados única y exclusivamente a la familia real.

—Es muy pequeña, naturalmente, y muy sencilla. Pero bastará, ya que mis necesidades también son sencillas.

—¿Sí? —preguntó Teppic bostezando—. Qué bien. Y ahora, si no te importa, creo que iré a acostarme. He tenido un día realmente agotador.

Dios se inclinó ante él moviéndose como si tuviera una bisagra en la cintura. Teppic ya se había dado cuenta de que el repertorio de reverencias de Dios incluía un mínimo de cincuenta modalidades distintas y tan sutilmente graduadas que cada una transmitía un mensaje de significado diferente y muy finamente matizado. Aquella reverencia parecía ser la Modelo Número 3, Soy Vuestro Humilde Servidor.

—Y también ha sido un día magnífico, Alteza. Os ha quedado muy bien, si me permitís que os lo diga.

Teppic no supo qué responder.

—¿Eso crees? —dijo por fin.

—Los efectos de nubes al amanecer resultaron particularmente efectivos.

—¿Sí? Oh. ¿También tengo algo que ver con el crepúsculo o eso funciona por sí solo?

—Su Majestad se complace en bromear —dijo Dios—. Los crepúsculos se producen sin necesidad de vuestra divina intervención, Alteza. Ja, ja.

—Ja, ja —repitió Teppic.

Dios hizo crujir los nudillos.

—Pero lo que realmente tiene mérito es el amanecer —dijo.

Los ya casi desintegrados pergaminos de Knudo afirmaban que la gran naranja del sol era devorada cada noche por Khé, la diosa del cielo, quien siempre dejaba una pepita para que hubiera un nuevo sol a la mañana siguiente. Y Dios sabía que los pergaminos no se equivocaban.

El Libro de la Vida en el Abismo afirmaba que el sol era el Ojo de Yay, quien recorría el cielo cada día en Su interminable búsqueda de las uñas de Sus sagrados pies.[12] Y Dios sabía que el Libro de la Vida en el Abismo no se equivocaba.

Los rituales secretos del Espejo Humeante mantenían que el sol era un agujero redondo en la burbuja de jabón azul de la diosa Nesh, que la burbuja no paraba de girar sobre sí misma desplazando el agujero que daba acceso al mundo real de llamas y calor que había más allá y que las estrellas eran los pequeños orificios por los que entraba la lluvia. Y Dios sabía que los rituales secretos del Espejo Humeante no se equivocaban.

El folklore popular afirmaba que el sol era una bola de fuego que se movía alrededor del mundo cada día, y que el mundo se hallaba encima del caparazón de una tortuga colosal que viajaba a través del vacío eterno que no tiene principio ni final. Y Dios también sabía que el folklore popular no se equivocaba, aunque ciertos aspectos teóricos del modelo cósmico que proponía le resultaban un poquito difíciles de entender.

Y el gran sacerdote sabía que Rhed era el Dios Supremo, y que Fon era el Dios Supremo —al igual que Hast, Ponh, Khubo, Thont, Io, Dhek y Esh-Pu-Tho—; que Herpetino Triskelero reinaba sobre el mundo de los muertos sin compartir las tareas de gobierno con ninguna otra deidad, y que lo mismo podía decirse de Síncope, de Siluro el Dios con Cabeza de Pez Gato y de Orexis-Nupt.

Dios era máximo gran sacerdote de una religión nacional que había estado fermentando, hirviendo y burbujeando en un proceso de sedimentación y producción de posos iniciado hacía más de siete mil años y que jamás había echado una divinidad al cubo de la basura porque siempre podía darse el caso de que resultara útil en un momento dado. Sabía que una gran cantidad de cosas que se contradecían las unas a las otras eran ciertas e indudables. Decir que no lo eran equivaldría a afirmar que los rituales y las creencias tenían tan poca importancia como unos cuantos granos de polvo, y en tal caso el mundo no existiría. El resultado básico de esta curiosa forma de pensar era que las cabezas de los sacerdotes del Djel podían albergar una colección de ideas capaz de hacer que incluso una mecánica cuántica palideciese y devolviera su caja de herramientas acompañándola con su dimisión irrevocable.

El báculo de Dios golpeaba las losas arrancándoles ecos mientras el gran sacerdote cojeaba por los tenebrosos y poco frecuentados pasillos que acabaron llevándole hasta un pequeño embarcadero. Desató el cabo del bote que había atracado en él, subió a la embarcación con cierta dificultad, cogió los remos y empezó a impulsarse por las turbias aguas del oscuro Djel.

Tenía la sensación de que sus manos y sus pies estaban demasiado fríos. Qué estúpido había sido, qué estúpido… No tendría que haber esperado tanto tiempo.

El bote avanzaba a sacudidas por el centro de la corriente moviéndose lentamente mientras la noche se desplegaba sobre el valle. Las pirámides de la otra orilla respondieron a las antiguas leyes y empezaron a iluminar el cielo.

Las luces también estaban encendidas en la sede de Ptaclusp y Asociados, Constructores Necropolitanos al servicio de las Dinastías. El padre y sus hijos gemelos estaban encorvados sobre la inmensa bandeja de cera de los diseños y discutían entre sí.

—No pagan nunca —se quejó Ptaclusp IIa—. Quiero decir que… No es un mero caso de que no puedan pagar, sino que ni tan siquiera parecen entender la idea de que hay que pagar. Por lo menos dinastías como la de Espadarta pagaban unos cien años después de haber recibido la factura. ¿Por qué no…?

—Hemos construido pirámides a lo largo del Djel durante los tres mil últimos años —le interrumpió su padre con cierta irritación—, y no nos ha ido tan mal, ¿verdad? No nos ha ido tan mal, creo yo. ¿Y sabéis por qué? Pues porque cuando los otros reinos vuelven la mirada hacia el Djel enseguida se dan cuenta de que allí hay una familia que realmente entiende de pirámides. Saben reconocer a unos conochuars en cuanto los ven, y se guían por lo que ellos hacen. «Sí, póngame lo mismo que a ellos pero añádale unos cuantos adornos más en la punta…» Y, de todas formas, estamos hablando de una realeza auténticamente real —siguió diciendo—, no de los advenedizos con que te encuentras hoy en día, esas dinastías de tres al cuarto que no te duran ni un miserable milenio. Ah, y además son semidioses, no hay que olvidarlo. No esperaréis que la realeza real se acuerde de algo tan insignificante como el que hay que pagar las facturas, ¿verdad? Ésa es precisamente una de las señales por las que se reconoce a los miembros de la realeza real, por si no lo sabíais. Nunca llevan dinero encima.

—Bueno, en tal caso admito que son de lo más real que se puede encontrar. Haría falta una nueva palabra para definirlo —dijo IIa—. En ese caso nosotros podemos considerarnos como casi reales, ¿no os parece?

—No entiendes los verdaderos intríngulis del negocio, hijo mío. Crees que todo se reduce a llevar la contabilidad al día, ¿verdad? Bueno, pues hay algo más que eso.

—Es una cuestión de masa. Y del coeficiente entre el peso y la energía, claro…

Los dos volvieron la cabeza hacia Ptaclusp IIb, quien estaba inmóvil con los ojos clavados en los esbozos preliminares dando vueltas y más vueltas al punzón entre los dedos. Las manos le temblaban a causa de la excitación que apenas conseguía contener.

—La parte inferior de los muros tendrá que ser de granito, evidentemente —dijo Ptaclusp IIb hablando consigo mismo—. No, está claro que la piedra caliza no aguantaría, y menos teniendo en cuenta los flujos de energía que se producirán… Los flujos van a ser realmente grandes, oh, sí. Después de todo no estamos hablando de cuchillas de afeitar, ¿verdad? Este trasto será capaz de sacarle filo incluso a un alfiler.

Ptaclusp puso los ojos en blanco. Su dinastía sólo contaba con dos generaciones y ya empezaba a padecer problemas generacionales francamente serios. Uno de sus hijos había nacido para ser contable, y el otro estaba enamorado de algo tan abstruso e ininteligible como la nueva ingeniería cósmica. Ah, cuando Ptaclusp era joven esas tonterías ni tan siquiera existían… Entonces todo era cuestión de arquitectura. Dibujabas los planos, movilizabas a diez mil tipos repartidos en tres turnos con horas extra los fines de semana si el cliente tenía prisa y ya habías cumplido. Después de todo lo único que debían hacer era amontonar piedras, ¿verdad? Ptaclusp no creía que hiciera falta tomárselo como si el amontonar piedras fuese una grandiosa empresa cósmica.

¡Descendientes! Los dioses habían creído adecuado darle un hijo que era capaz de cobrarte la cantidad de aliento que gastabas al decir «Buenos días», y otro que adoraba la geometría y se pasaba las noches en vela diseñando acueductos. Te pasabas la vida sacrificándote y ahorrando para enviarles a las mejores escuelas, y después los muy ingratos te lo pagaban convirtiéndose en hombres educados.

—¿De qué estás hablando? —preguntó secamente.

—Bueno, meramente la descarga energética… —IIb cogió su ábaco y las cuentas de cerámica empezaron a deslizarse a lo largo de los alambres con un tintineo casi musical—. Supongamos que estamos hablando de unas dos veces la altura del modelo Ejecutivo, lo cual nos proporciona una masa de… más dimensiones codificadas de significados ocultos adicionales tal y como se detalla en el anteproyecto… hace tan sólo cien años esto habría sido imposible, claro. Con las técnicas primitivas de que disponíamos entonces no se habría podido…

Su dedo se convirtió en un manchón borroso.

IIa dejó escapar un bufido despectivo y cogió su ábaco.

—Caliza a dos talentos la tonelada… —murmuró—. Desgaste de las herramientas… costes de albañilería… penalizaciones por retrasos que corran a nuestro cargo… pérdida de materiales… oh, oh… costes financieros… mármol negro a precio de saldo…

Ptaclusp suspiró. Dos ábacos haciendo ruido durante todo el día, uno alterando la forma del mundo y el otro deplorando lo carísimo que salía cambiar el mundo. ¿Qué había sido de los dos trocitos de madera y la plomada?

Las últimas cuentas chocaron con los topes y se quedaron inmóviles con un último chasquido.

—Sería un auténtico salto cuántico en piramidología —dijo IIb echándose hacia atrás con una sonrisa mesiánica en los labios.

—Sería un auténtico salto cá… —empezó a decir IIa.

—Cuántico —dijo IIb saboreando la palabra.

—Sería un auténtico salto cuántico en las quiebras y suspensiones de pagos —dijo IIa—. Tendrían que inventar otra palabra nueva para eso.

—Puede valer la pena en términos de prestigio —dijo IIb—. Sería una estrategia empresarial del tipo «pierde dinero hoy, fórrate mañana». Creo que eso es lo que llaman ser un líder de pérdidas, ¿no?

—Desde luego. En lo que concierne a pérdidas siempre vamos los primeros, te lo aseguro —dijo IIa con amargura.

—¡Pero piensa en los resplandores que desprendería! En los milenios venideros la gente vendría a contemplarla y diría «Vaya, no cabe duda de que ese Ptaclusp entendía de pirámides…».

—¡Querrás decir que la llamarían la Locura de Ptaclusp!

Los hermanos ya se habían puesto en pie y se fulminaban con la mirada después de haber reducido la distancia existente entre sus narices a unos cuantos centímetros.

—¡Mira, hermanito, tu gran problema es que sabes calcular el coste de todo pero no conoces el valor de nada!

—Y tu problema, hermanito… Tu gran problema es que… ¡Que tú no entiendes de costes!

—¡El progreso de la humanidad no puede detenerse!

—¡Sí, pero hay que edificarlo sobre unos cimientos financieros lo más sólidos posible, por Khuft!

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