Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Ve y di a los efebenses… —empezó a decir.

Los soldados esperaron en silencio.

—¿Qué les digo? —preguntó Autoclave pasados unos momentos—. De acuerdo, iré allí, pero ¿qué quiere que les diga cuando haya llegado?

—Ve y diles que por qué demonios han tardado tanto —concluyó el sargento.

Otra columna de polvo acababa de aparecer por su lado del horizonte y se aproximaba bastante deprisa.

Aquello ya le gustaba más. Si iba a haber una masacre lo justo era que los dos bandos disfrutaran de ella.

La ciudad de los muertos se extendía delante de Teppic. Después de Ankh-Morpork, que casi podía considerarse como su opuesta en todo (en Ankh incluso las sábanas estaban vivas) probablemente fuese la mayor ciudad de todo el Disco. Sus calles eran las más hermosas, su arquitectura la más majestuosa e impresionante.

En términos de población la necrópolis superaba a las demás ciudades del Viejo Reino, pero sus habitantes casi nunca salían de casa y las noches de los sábados resultaban francamente aburridas.

Hasta ahora.

Porque ahora la necrópolis era un hervidero de actividad.

Teppic se había subido a la punta de un obelisco erosionado por el viento y estaba contemplando cómo los ejércitos de los que habían pasado a mejor vida desfilaban por debajo de él. Las huestes de los muertos eran básicamente de color gris o marrón, con alguna que otra manchita verdosa esparcida al azar. Los monarcas habían sido muy democráticos. En cuanto las pirámides hubieron quedado vacías, cuadrillas de faraones concentraron su atención en las tumbas menores, y ahora la necrópolis por fin podía enorgullecerse de contar con sus comerciantes, sus nobles e incluso sus artesanos; aunque dado que la moda predominante era la venda más o menos envejecida resultaba bastante difícil distinguir a los unos de los otros.

Y hasta el último cadáver liberado se dirigía hacia la Gran Pirámide. Su gigantesca estructura asomaba sobre las más pequeñas de los edificios de mayor antigüedad como un forúnculo que ha soportado demasiados manoseos. El ejército de momias parecía estar muy irritado.

Teppic se dejó caer sobre el tejado de una mastaba, trotó hasta el borde, saltó la distancia que le separaba de una esfinge ornamental —no sin un fugaz momento de preocupación, pero aquella esfinge parecía totalmente inerte—, y una vez allí le bastó con arrojar su gancho para llegar a uno de los pisos inferiores de una pirámide de varios niveles.

Los largos rayos de aquel sol tan disputado alanceaban el paisaje silencioso mientras Teppic saltaba de un monumento a otro haciendo zigzags sobre el ejército tambaleante que seguía avanzando hacia la Gran Pirámide.

«Esto es lo tuyo —le decía su sangre mientras corría velozmente por las venas de su cuerpo inundándolas con un cosquilleo de excitación—. Para esto te adiestraron. Incluso Mericet tendría que darte sobresaliente. Moverse velozmente por entre las sombras deslizándose sobre una ciudad dormida con la agilidad de un gato mientras encuentras asideros que dejarían boquiabierto incluso a un mandril… y con una víctima esperándote en tu punto de destino.»

Cierto, la víctima era una pirámide que pesaba un billón de toneladas, y hasta el momento el cliente de mayor masa inhumado por el Gremio de Asesinos había sido Patricio, el Déspota de Gusania, quien sólo pesaba doscientos treinta kilos, pero aun así…

Un inmenso obelisco cuyos bajorrelieves narraban los logros y hazañas de un faraón que había reinado hacía cuatro mil años —y que habría sido más pertinente si el viento saturado de arena no hubiese borrado el nombre del faraón—, le proporcionó una escalera muy útil. Teppic sólo necesitó lanzar expertamente su gancho desde la punta asegurándolo en los dedos extendidos de la palma de un monarca olvidado y pudo bajar trazando un elegante arco que acabó depositándole sobre el techo de una tumba.

Teppic siguió corriendo, trepando y balanceándose, y su avance dejó un reguero de crampones clavados a toda prisa en los monumentos que conmemoraban la memoria de los muertos.

Los puntitos de luz de las antorchas esparcidos sobre la piedra caliza indicaban la situación de los dos ejércitos. La enemistad que oponía a los dos imperios era tan profunda como estilizada, pero ambos acataban la vieja tradición de que la guerra no debía emprenderse de noche, durante la época de la cosecha o si llovía. La guerra era lo suficientemente importante como para quedar reservada a ciertos momentos solemnes. Ponerse a guerrear en cualquier momento habría reducido toda la solemnidad del combate a una farsa.

El crepúsculo empezó a deslizarse sobre las posiciones de los dos ejércitos acompañados por el martilleo y las ocasionales maldiciones ahogadas, indicadoras de que ambos bandos habían emprendido una considerable labor de carpintería.

Se ha afirmado que los generales siempre están dispuestos a repetir la última guerra que han librado. El último enfrentamiento bélico entre Efebas y Espadarta había tenido lugar hacía unos cuantos miles de años, pero los generales tienen una memoria envidiable y esta vez no les iban a pillar por sorpresa.

Un gigantesco caballo de madera estaba empezando a cobrar forma a cada lado de lo que sería el campo de batalla.

—Se ha ido —dijo Ptaclusp IIb dejándose resbalar por el montón de cascotes.

—Ya iba siendo hora —dijo su padre—. Échame una mano con tu hermano, ¿quieres? ¿Estás seguro de que no le dolerá?

—Bueno, si le vamos plegando con mucho cuidado no podrá moverse en el Tiempo… es decir, en lo que para nosotros es la anchura. Si no puede sentir el transcurso del tiempo no podrá sufrir ningún daño… creo.

Ptaclusp pensó en los viejos tiempos, cuando la construcción de pirámides se limitaba a colocar un bloque de piedra encima de otro y lo único que debías recordar era que a medida que ibas subiendo ponías cada vez menos bloques. Y ahora construir pirámides significaba correr el riesgo de arrugar a tu propio hijo…

—Bueno, si tú lo dices —murmuró, no muy convencido—. Venga, salgamos de aquí.

Reptó cautelosamente sobre los cascotes y asomó la cabeza por encima del montón justo cuando la vanguardia de los muertos doblaba la esquina de la pirámide más cercana.

«Ya está —fue lo primero que le pasó por la cabeza—. Se han hartado y vienen a protestar…»

Había hecho cuanto estaba en sus manos. ¿Qué esperaban? Construir ciñéndose a un presupuesto no siempre resultaba factible. De acuerdo, puede que no todos los dinteles fuesen exactamente tal y como prometían los planos, y en cuanto a la calidad del escayolado y las molduras interiores decir que habían quedado impecables quizá fuera exagerar un poco, pero…

«Es imposible —se dijo—. No pueden haberse puesto de acuerdo para venir a protestar todos a la vez… Hay demasiados.»

Ptaclusp IIb trepó por el montón de cascotes, se colocó junto a su padre y se quedó boquiabierto.

—¿De dónde han salido todos esos clientes? —preguntó.

—Tú eres el experto. Dímelo tú.

—¿Están muertos?

Ptaclusp observó a las siluetas que se aproximaban.

—Si no están muertos algunos de ellos tienen muy mala cara —dijo por fin.

—¡Huyamos!

—¿Adónde? ¿Quiere que trepemos por la pirámide?

La Gran Pirámide se alzaba detrás de ellos y sus vibraciones hacían temblar la atmósfera. Ptaclusp volvió la cabeza hacia la inmensa estructura y la contempló.

—¿Qué va a ocurrir esta noche? —preguntó.

—¿Cómo?

—Bueno, ¿va a…? No sé qué hizo antes, pero… ¿Crees que volverá a hacerlo?

IIb le miró.

—No tengo ni idea.

—¿Y no puedes averiguarlo?

—La única forma es quedarse aquí para ver qué ocurre. Y ni tan siquiera estoy muy seguro de qué fue lo que hizo antes.

—Y cuando lo haga… ¿Crees que nos gustará?

—Tengo la impresión de que no mucho, papá. Oh, cielos…

—¿Qué está pasando ahora?

—Mira hacia allí.

Los sacerdotes acababan de aparecer y se dirigían hacia los muertos. Koomi iba delante, y la masa de túnicas se extendía detrás de él como si fuese la cola de un cometa.

El interior del caballo estaba oscuro y muy caliente. Y también muy atestado.

Los soldados esperaban y sudaban.

—¿Qué ocu-ocurrirá a-ahora, sa-sargento? —tartamudeó el joven Autoclave.

El sargento trató de mover un pie. La atmósfera de amontonamiento general habría sido capaz de provocar claustrofobia incluso en una sardina.

—Bueno, chico… Nos encontrarán, ¿entiendes?, y se quedarán tan impresionados que nos remolcarán hasta su ciudad, y cuando haya oscurecido del todo saldremos de aquí y les pasaremos a cuchillo. O a espada, como resulte más cómodo, y… En fin, una cosa o la otra, ¿de acuerdo? Y después saquearemos la ciudad, quemaremos las murallas y sembraremos el suelo con sal. Ya os lo expliqué todo el viernes, ¿te acuerdas?

—Oh.

Las gotitas de sudor caían de una decena de frentes. Varios soldados estaban intentando escribir una carta a casa y deslizaban sus punzones sobre tablillas de cera que se encontraban a muy pocos grados de la temperatura de fusión.

—¿Y qué ocurrirá después, sargento?

—Pues que volveremos a casa y seremos recibidos como héroes, muchacho.

—Oh.

Los soldados más veteranos no apartaban los ojos de las paredes de madera y parecían bastante nerviosos. Autoclave se removió como si aún estuviera preocupado por algo.

—Sargento… —murmuró—. Mi mamá me dijo que volviera con mi escudo o encima de él.

—Muy bien, muchacho. Tu madre es una gran mujer.

—Pero no nos pasará nada, ¿verdad? ¿Verdad que no, sargento?

El sargento clavó los ojos en la fétida oscuridad que les rodeaba.

Pasado un rato, alguien empezó a tocar la armónica.

Ptaclusp apartó la mirada de la escena que se estaba desarrollando debajo de él.

—Eres el constructor de pirámides, ¿verdad? —preguntó una voz junto a su oreja.

Otra figura acababa de presentarse en el escondite que Ptaclusp había estado compartiendo con su hijo. Iba vestida de negro y su forma de moverse hacía que el caminar de un gato pareciera tan estruendoso como un hombre-orquesta en plena actuación.

Ptaclusp asintió, pero no consiguió responder. Ya había tenido sorpresas más que suficientes para un solo día.

—Bueno, pues desconéctala. Quiero que la desconectes ahora mismo, ¿entendido?

IIb se acercó a ellos.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Me llamo Teppic.

—Vaya, ¿igual que el faraón?

—Sí, igual que el faraón. Y ahora, desconectadla.

—¡Es una pirámide! ¡Las pirámides no se pueden desconectar! —exclamó IIb.

—Bueno, pues haced algo para que descargue la energía que ha ido acumulando.

—Ya lo intentamos anoche. —IIb señaló los restos de la punta—. Papá, haz el favor de desplegar a Dos-A.

Teppic contempló al hermano aplanado sin decir nada durante unos momentos.

—Supongo que es un poster para adornar la pared, ¿no? —murmuró por fin.

IIb inclinó la cabeza. Teppic captó el movimiento y también miró hacia abajo. Los brotes verdes ya le estaban llegando a la altura de los tobillos.

—Lo siento mucho —dijo—. Parece que no hay ninguna forma de evitarlo.

—Sí, ya me imagino que ha de ser horrible —dijo IIb en un tono de voz tirando a frenético—. Ya sé lo mal que lo pasas. En una ocasión me salió una verruga, y recuerdo que me costó muchísimo librarme de ella.

Teppic se acuclilló junto a los restos de la punta.

—Esta cosa… —murmuró—. ¿Para qué sirve? Veo que está recubierta de metal. ¿Por qué?

—Si la pirámide no termina en punta no puede descargar la energía acumulada —dijo IIb.

—¿Así de sencillo? Eso es oro, ¿no?

—No, es electro, una aleación de oro y plata. La punta tiene que ser de electro.

Teppic empezó a arrancar la capa de metal.

—No es de metal sólido —dijo en voz baja.

—Sí, bueno… —murmuró Ptaclusp—. Descubrimos que… eh… que funciona igual de bien con un simple chapado.

—¿Y no podríais usar algo más barato? Algo como… No sé… ¿Acero, por ejemplo?

Ptaclusp lanzó un bufido despectivo. No había tenido un buen día y la cordura era un recuerdo cada vez más lejano, pero seguía habiendo ciertos hechos de los que estaba totalmente seguro.

—No duraría más de un año o dos —dijo—. El rocío, la arena… Te quedarías sin punta antes de que pudieras darte cuenta. Sólo aguantarías unas doscientas o trescientas descargas.

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