Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Parece muy duro —dijo Ptraci.

—¿Qué?

—Si he de pasar el día acostada aquí dentro necesitaré unos almohadones.

—¡Espera, espera, echaré unas cuantas virutas dentro! —exclamó Teppic en un tono de voz que ya empezaba a resultar algo frenético—. Pero date prisa… ¡Por favor!

—De acuerdo, de acuerdo. Pero… Volverás, ¿verdad? ¿Me lo prometes?

—¡Sí, sí! ¡Te lo prometo!

Teppic incrustó una cuña de madera en un lado del sarcófago para asegurarse de que Ptraci tendría suficiente aire, colocó la tapa en su sitio y echó a correr.

El fantasma del faraón observó cómo se iba.

El sol empezó a subir en el cielo. La luz dorada se esparció sobre el fértil valle del Djel y los resplandores de las pirámides fueron palideciendo y se convirtieron en bailarines fantasmagóricos que se recortaban contra la creciente claridad del cielo. Ahora estaban acompañados por un ruido. El ruido había estado allí todo el tiempo, pero resultaba excesivamente agudo para los oídos mortales y ahora estaba empezando a alejarse de los lejanos confines de lo ultrasónico…

KKKkkkkkhhheee…

El ruido bajó aullando del cielo, una delgadísima monda de sonido como el que podría producir el arco de un violín deslizándose sobre la superficie de un cerebro que había dejado de estar protegido por el cráneo.

kkkhheeeeee…

Aunque algunas personas habrían afirmado que recordaba el de una uña mojada en saliva rozando un nervio puesto al descubierto. Si alguien hubiese sabido qué era habría dicho que podías poner en hora tu reloj guiándote por él.

keeee…

El sonido se fue haciendo más y más grave a medida que los rayos del sol se deslizaban sobre las piedras, pasando de ser el bufido de un gato al gruñido de un perro.

… ee… ee… ee…

Los resplandores de las pirámides se esfumaron.

ops.

Una mañana realmente espléndida, Alteza. Confío en que habréis dormido bien.

Teppic saludó a Dios con un gesto de la mano, pero no dijo nada. El barbero estaba llevando a cabo la Ceremonia del Afeitado de la Segunda Vida.

El barbero estaba temblando. Hasta hacía muy poco tiempo había sido un cantero sin empleo que sólo tenía una mano. Después el terrible gran sacerdote le había hecho acudir a palacio y le había ordenado que se convirtiera en barbero del faraón, pero eso significaba que tenías que tocar al faraón, sólo que ahora no tendría ninguna clase de problemas porque los sacerdotes ya se habían encargado de arreglarlo todo y no habría que cortarle nada más. Su nuevo trabajo no era tan terrible como se había imaginado, y aparte de eso el que tu única mano fuese la única responsable del estado de la barba del faraón era un gran honor.

—Espero que vuestro reposo no fuese alterado por ninguna perturbación, Alteza —dijo el gran sacerdote.

Sus ojos recorrieron la habitación rastrillándola con las púas de la suspicacia. La mirada era tan terrible que resultaba sorprendente no ver hilillos de roca fundida deslizándose por las paredes después de que se hubiera posado en ella.

—En aaaaab…

—Si tuvierais la bondad de estaros lo más quieto posible, oh monarca inmortal —dijo el barbero.

Usó el tono de voz suplicante que acostumbran emplear los barberos a los que se ha prometido que un corte en la oreja será recompensado con una excursión por el conducto digestivo de un cocodrilo.

—¿No habéis oído ningún ruido extraño esta noche, Alteza? —preguntó Dios.

Retrocedió bruscamente para poder echar un vistazo detrás del biombo adornado con pavos reales dorados que había al otro extremo de la habitación.

—Nooooo…

—Vuestra Majestad parece un poco alterada esta mañana, Alteza —dijo Dios.

Tomó asiento en el banco con un guepardo tallado a cada extremo. Sentarse en la presencia real no estaba permitido salvo durante algunas ceremonias, pero sentarse en aquel banco permitió que Dios inspeccionara lo que había debajo de la cama de Teppic.

Dios estaba nervioso. Teppic sintió un extraño júbilo tan intenso que ni los dolores varios ni la falta de sueño lograron empañarlo. Se limpió el mentón.

—Es culpa de la cama —dijo—. Creo que ya te había hablado de ello, ¿no? Colchones, ¿sabes? Están llenos de plumas. Si el concepto te resulta poco familiar habla con los piratas de Khali y ellos te informarán. A estas alturas supongo que la mitad de ellos estarán durmiendo sobre colchones de plumas.

—Vuestra Majestad tiene ganas de bromear —dijo Dios.

Teppic sabía que no era aconsejable ir demasiado lejos, pero no pudo resistir el impulso.

—¿Algún problema, Dios? —preguntó.

—Un incrédulo blasfemo entró en el palacio anoche, Alteza. La joven llamada Ptraci ha desaparecido.

—Eso es muy preocupante.

—Sí, Alteza.

—Probablemente haya sido un pretendiente, un porquerizo o alguien por el estilo.

La expresión del rostro de Dios no podía ser más pétrea.

—Posiblemente, Alteza.

—Bueno, parece que los cocodrilos sagrados van a tener que pasar hambre, ¿eh?

«Pero no por mucho tiempo», pensó Teppic. Bastaba con caminar hasta el final de cualquiera de los pequeños atracaderos que había esparcidos por la orilla y permitir que tu sombra cayera sobre el río para que las aguas color amarillo barro se convirtieran como por arte de magia en cuerpos color amarillo barro. Los cuerpos parecían troncos gigantescos que llevaran mucho tiempo acumulando agua, con la diferencia básica de que los troncos no se abren de repente por un extremo para arrancarte las piernas de un mordisco. Los cocodrilos sagrados del Djel eran el dispositivo eliminador de basuras del reino, su patrulla fluvial y, a veces, su depósito de cadáveres.

Decir que eran enormes no bastaba. Si alguno de esos machos colosales llegaba a tener la idea de colocarse en perpendicular a la corriente taponaría el curso del río tan efectivamente como si fuese una presa.

El barbero salió de la habitación andando de puntillas. Un par de sirvientes entraron en ella andando de puntillas.

—He previsto cuál sería la reacción natural de Vuestra Majestad, Alteza —siguió diciendo Dios.

Su voz hacía pensar en el gotear del agua que rezuma en las más profundas cavernas de piedra caliza.

—Estupendo, estupendo —dijo Teppic mientras inspeccionaba las ropas del día—. ¿Y cuál ha sido mi reacción?

—Ordenar que el palacio fuera registrado de la forma más concienzuda posible habitación por habitación.

—Desde luego. Has dado justo en el clavo. Sigue así, Dios, estás haciendo un gran trabajo.

«La expresión de mi rostro no puede ser más inocente y franca —se dijo Teppic—. No se me ha movido ni un solo músculo. Lo sé. Dios puede leer en mí con tanta claridad como si mi cara fuese una estela funeraria. Sé que puedo engañarle.»

—Gracias, Alteza.

—Supongo que a estas alturas esos quienes sean ya estarán a kilómetros de distancia —dijo Teppic—. La chica no era más que una sirvienta, ¿verdad?

—¡Es impensable que alguien ose desobedecer vuestra sentencia! ¡En todo el reino no hay nadie que pueda atreverse a hacer algo semejante! ¡Perderán sus mismísimas almas! ¡Serán perseguidos implacablemente, Alteza! ¡Serán acosados, encontrados y destruidos!

Los sirvientes se escondieron detrás de Teppic. Aquello no era simple enfado o un ataque de mal genio. Era ira, la auténtica ira de la mejor cosecha de la antigüedad. Los clásicos siempre habían afirmado que se podía distinguir la verdadera ira de las imitaciones baratas porque hervía y burbujeaba, y en aquellos momentos Dios parecía un puchero lleno de agua puesto al fuego.

—Dios, ¿te encuentras bien?

Dios había vuelto la cabeza hacia el río y lo estaba contemplando. La Gran Pirámide ya casi estaba terminada. Verla pareció calmarle o, por lo menos, estabilizar su estado de ánimo colocándolo en una nueva meseta mental.

—Sí, Alteza —dijo—. Gracias. —Tragó una honda bocanada de aire—. Alteza, mañana tendréis el placer de contemplar cómo la punta de la pirámide es colocada en su sitio. Será un momento inolvidable, Alteza. Naturalmente, aún pasará algún tiempo antes de que las cámaras interiores estén terminadas.

—Estupendo, estupendo. Y… Creo que esta mañana me apetece visitar a mi padre.

—Estoy seguro de que el difunto faraón se alegrará mucho de veros, Alteza. Es vuestro deseo que yo os acompañe.

—Oh.

Es un hecho tan inmutable como la Tercera Ley del Empape que la naturaleza jamás ha creado un Gran Visir bueno. La afición a soltar risitas siniestras y urdir conspiraciones parece formar parte de las cualidades imprescindibles para conseguir el puesto.

Los grandes sacerdotes tienden a ser colocados en la misma categoría. Tienen que enfrentarse a la presuposición implícita de que apenas han conseguido ese sombrerito tan gracioso que acompaña al cargo empezarán a dar órdenes extrañas (dos ejemplos típicos son atar a la princesa a una roca para que espere al primer monstruo marino que decida pasar por allí o arrojar bebés al mar).

Se trata de una calumnia de lo más baja y grosera. A lo largo de la historia del Disco la inmensa mayoría de grandes sacerdotes han sido hombres piadosos, serios y concienzudos que han hecho cuanto estaba en sus manos por interpretar los deseos de los dioses, y algunos de ellos han llegado a tomarse la molestia de despellejar en vida o dejar sin entrañas a centenares de personas en un solo día para asegurarse de que interpretaban sin equivocarse dichos deseos divinos.

El sarcófago de Teppicamón XXVII estaba listo para ser contemplado. Bello e impresionante era el sarcófago de Teppicamón XXVII, hecha de fórpido, esmeraldina, skelsa y delfinete su estructura, de jade rosa y empapato sus incrustaciones, con muchos perfumes y resinas exóticas se hallaba perfumado y sahumado…

El sarcófago tenía un aspecto realmente impresionante, pero después de observarlo un rato el difunto faraón había llegado a la conclusión de que no valía la pena morir por él. De hecho estaba tan harto de verlo que decidió ir a dar un paseo por el patio.

Un nuevo actor se había incorporado al drama de su muerte.

Se llamaba Grinjer, y era constructor de modelos.

Los modelos siempre le habían intrigado. Hasta el labrador más humilde esperaba ser enterrado con una selección de animales de granja tallados a mano que se convertirían en animales de verdad en el Otro Mundo. Nadie tenía muy claro cómo se producía dicha transformación, pero nadie dudaba de ella. Muchos se conformaban con una vaca tan flacucha que parecía un soporte para tostadas en este mundo porque eso les permitiría contar con todo un rebaño de raza en el próximo. Los nobles y los faraones disfrutaban del catálogo completo, el cual incluía carruajes, casas, embarcaciones y cualquier otra cosa que fuera lo suficientemente grande o difícil de introducir en una tumba. Cuando llegabas al otro lado de la barrera cada modelo se convertía en lo que representaba.

El faraón frunció el ceño. Cuando estaba vivo siempre había sabido que ésa era la pura y simple verdad. No había dudado de ella ni un instante, pero ahora…

Grinjer sacó la lengua por una comisura de los labios mientras movía con infinita delicadeza las pinzas que unirían un remo minúsculo a una trirreme fluvial a escala 1/80 tan perfecta que no le faltaba ni el más mínimo detalle. Todas las superficies planas de su parte del taller estaban llenas de artefactos y animales enanos; y algunas de sus creaciones más impresionantes colgaban del techo suspendidas mediante alambres.

El faraón ya había asistido como oyente invisible a varias conversaciones gracias a las que sabía que Grinjer tenía veintiséis años, que no había logrado dar con ningún remedio que detuviera el avance inexorable de su acné y que seguía viviendo en casa de su madre consagrando las tardes y buena parte de las noches a la fabricación de modelos. Uno de los bolsillos de la chaqueta de pana que tenía por mente albergaba la esperanza de que algún día conocería a una joven guapa y buena que sabría comprender lo importantísimo que era asegurarse de que un carruaje ceremonial tirado por seis bueyes no careciese de ningún detalle, que le sostendría el pote del pegamento y que siempre estaría allí para ofrecerle un pulgar cuando algún modelo necesitara una presión firme y sostenida hasta que las piezas hubieran quedado unidas entre sí.

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