Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Ptraci se volvió hacia Teppic. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Eso no cambia las cosas, ¿verdad? —murmuró. Teppic inclinó la cabeza y clavó la mirada en sus pies.

—Sí —dijo por fin—. La verdad es que… Creo que sí las cambia. —Alzó los ojos hacia ella—. Pero puedes ser reina —añadió, y se volvió hacia los sacerdotes—. ¿Verdad que puede ser reina? —preguntó con voz firme.

Los sacerdotes se miraron los unos a los otros. Después miraron a Ptraci, una silueta solitaria de hombros temblorosos. Bajita, acostumbrada a obedecer órdenes, familiarizada con las costumbres y rituales del palacio… Los sacerdotes miraron a Koomi.

—Sería la reina ideal —dijo Koomi. Hubo un murmullo de aquiescencia que fue cobrando una veloz seguridad en sí mismo.

—Ahí lo tienes —dijo Teppic intentando consolarla. Ptraci le miró. Teppic se encogió sobre sí mismo.

—Y yo me iré —dijo—. No necesito hacer el equipaje. Ya me las arreglaré.

—¿Así de sencillo? —exclamó Ptraci—. ¿Eso es todo? ¿No piensas decir nada más?

Teppic ya estaba a medio camino de la puerta, pero se detuvo. «Podrías quedarte —se dijo—. Pero no funcionaría. Todo terminaría horriblemente mal, y hay muchas probabilidades de que el reino acabara dividido en dos mitades. Que el destino os haya reunido no quiere decir que haya acertado al reuniros. Y, de todas formas, ya has estado en el gran mundo…»

—Los camellos son más importantes que las pirámides —murmuró—. Es algo que siempre deberíamos recordar.

Y echó a correr mientras Ptraci buscaba algo que arrojarle a la cabeza.

El sol llegó al punto culminante de su ascensión por el cielo sin haber tenido ningún problema con los escarabajos peloteros mientras Koomi revoloteaba alrededor del trono como si fuera el mismísimo Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.

—Complacerá a Vuestra Majestad confirmar mi nombramiento como gran sacerdote —dijo.

—¿Qué? —Ptraci estaba sentada con el mentón apoyado en una mano—. Oh —dijo moviendo distraídamente la mano libre—. Sí, claro. Muy bien.

—Ay, por desgracia no se ha hallado rastro alguno de Dios. Creemos que se encontraba muy cerca de la Gran Pirámide cuando ésta… se descargó.

Ptraci clavó los ojos en la nada.

—Bueno, tendrás que tomar el relevo —dijo.

Koomi abombó el pecho.

—Los preparativos para la coronación formal exigirán cierto tiempo —dijo mientras cogía la máscara dorada—. Pero ahora Vuestra Magnificencia se complacerá en colocarse la máscara de la autoridad, ya que hay asuntos muy importantes de los que…

Ptraci volvió la mirada hacia la máscara.

—No pienso ponerme eso —dijo con voz átona.

Koomi sonrió.

—Su Majestad se complacerá en llevar la máscara de la autoridad —dijo.

—No —dijo Ptraci.

La sonrisa de Koomi sufrió un leve proceso de enloquecimiento en las comisuras mientras su mente intentaba comprender aquel nuevo concepto. Estaba seguro de que Dios nunca había tenido que enfrentarse a aquella clase de dificultades.

Acabó resolviendo el problema mediante un cauteloso rodeo. Los rodeos y la cautela eran dos métodos que siempre le habían dado muy buenos resultados, y no pensaba renunciar a ellos ahora. Koomi se inclinó y dejó la máscara sobre un taburete manejándola con mucho cuidado.

—Es la Primera Hora —dijo—. Vuestra Majestad deseará presidir el Ritual del Ibis, y después tendrá la bondad de conceder una audiencia a los comandantes de los ejércitos de Efebas y Espadarta. Ambos desean obtener permiso para atravesar el reino. Vuestra Majestad se lo negará. Cuando llegue la Segunda Hora habrá…

Ptraci empezó a tamborilear con los dedos sobre los brazos del trono. Después tragó una profunda bocanada de aire.

—Voy a darme un baño —dijo.

Koomi se tambaleó de forma casi imperceptible.

—Es la Primera Hora —repitió. Se le había quedado la mente en blanco—. Vuestra Majestad desearía presidir…

—¿Koomi?

—¿Sí, oh noble reina?

—Cierra la boca.

—… el Ritual del Ibis… —gimoteó Koomi.

—Estoy segura de que eres capaz de ocuparte de eso sin mi ayuda —dijo Ptraci—. Eres la viva imagen del hombre que sabe hacer las cosas por sí solo —añadió con cierta amargura.

—… los comandantes de los ejércitos…

—Diles… —empezó a decir Ptraci, y se calló—. Diles… —repitió—. Diles que los dos ejércitos pueden atravesar el país. No uno o el otro, ¿comprendes? O los dos o ninguno.

—Pero… —La mente de Koomi hizo un esfuerzo titánico y consiguió comprender el significado de las palabras que acababan de captar sus oídos—. Eso quiere decir que acabarán en el lado opuesto al que estaban.

—Estupendo. Y después de eso puedes encargar unos cuantos camellos. En Efebas hay un comerciante que tiene un material magnífico. Ah, echa un vistazo a sus dientes antes, ¿de acuerdo? Oh, y luego habla con el capitán del Anónimo y dile que venga a verme. Había empezado a explicarme qué es un «puerto libre».

—¿Mientras os bañabais, oh reina? —preguntó Koomi con un hilo de voz.

No podía evitar el darse cuenta de que la voz de Ptraci cambiaba a cada frase. El barniz de la educación recibida se estaba evaporando bajo el chorro llameante que brotaba del soplete de la herencia.

—¿Qué tiene de malo eso? —replicó secamente Ptraci—. Y ocúpate de la fontanería. Parece que todo se reduce a una mera cuestión de tubos y cañerías.

—¿Para la leche de burra? —preguntó Koomi, quien a esas alturas ya se hallaba sumido en un desierto de dudas y temores.[29]

—Cierra la boca, Koomi.

—Sí, oh reina —dijo Koomi sintiéndose infinitamente miserable.

Había querido cambios. El único problema era que también había querido que todo siguiera igual.

El sol descendió hacia el horizonte por sus propios medios y sin ninguna clase de ayuda exterior. Algunas personas habían tenido un día excelente.

La luz rojiza iluminaba a los tres miembros varones de la dinastía Ptaclusp inclinados sobre los planos de…

—Se llama puente —dijo IIb.

—¿Es como un acueducto? —preguntó Ptaclusp.

—Al revés pero… Sí, más o menos se trata de eso —dijo IIb—. El agua pasa por debajo del puente y nosotros pasamos por encima del puente.

—Oh. Al fa… a la reina no le va a gustar —dijo Ptaclusp—. La familia real siempre ha estado totalmente en contra de encadenar el río con presas, embalses y ese tipo de cosas.

IIb se volvió hacia su padre.

—Fue ella misma quien lo sugirió —replicó con una sonrisa triunfante—. Y no conforme con eso tuvo la gentileza de añadir que nos ocupáramos de que hubiera sitios para que la gente pudiera dejar caer piedras sobre los cocodrilos.

—¿La reina dijo eso?

—Sus palabras exactas fueron «piedras grandes y muy puntiagudas».

—Vaya, vaya —dijo Ptaclusp, y se volvió hacia su otro hijo—. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? —le preguntó.

—Me encuentro estupendamente, papá —dijo IIb.

—¿No…? —Ptaclusp vaciló durante unos momentos antes de seguir hablando—. ¿No tienes dolores de cabeza ni nada parecido?

—Nunca me había sentido mejor —dijo IIa.

—Es que… Bueno, no has preguntado cuánto va a costar —dijo Ptaclusp—. Pensé que quizá seguías sintiéndote un poco aplan… que no te sentías bien.

—La reina ha tenido la gentileza de pedirme que echara un vistazo a las finanzas reales —dijo IIa—. Dijo que los sacerdotes no saben sumar.

Sus experiencias recientes no parecían haber dejado secuelas de ninguna clase salvo una utilísima tendencia a pensar en ángulo recto al curso de los pensamientos de los demás. IIa era todo sonrisas y su mente no paraba de calcular tarifas de atraque, índices de tasas y un complejo sistema de impuesto sobre el valor añadido que pronto haría palidecer de horror a todos los comerciantes y mercaderes de Ankh-Morpork.

Ptaclusp pensó en todos aquellos kilómetros de Djel virgen en los que no existía ni un solo puente. Y además ahora había bloques por todas partes… millones de toneladas de roca esperando a que las cogieras para hacer algo con ellas. Y además… Bueno, en alguno de aquellos puentes quizá hubiera dos o tres huecos para colocar estatuas, y Ptaclusp ya sabía con qué iba a llenarlos.

Ptaclusp extendió los brazos y los pasó sobre los hombros de sus hijos.

—Muchachos —dijo con orgullo—, esto empieza a tener un aspecto realmente cuántico.

Los rayos rojizos del crepúsculo también caían sobre Dil y Gern, aunque en este caso tenían que seguir una ruta algo tortuosa y se veían obligados a terminar precipitándose por el tragaluz de las cocinas del palacio. Dil y Gern habían acabado allí sin que pareciera haber ninguna razón obvia para ello, aparte de que de repente los dos se habían dado cuenta de que la sala de embalsamamiento se había convertido en un sitio muy deprimente.

El personal de la cocina trabajaba a su alrededor siendo muy consciente del impenetrable halo de melancolía que rodeaba a los dos embalsamadores. Embalsamar cadáveres no es un trabajo que te vuelva muy sociable y los embalsamadores suelen tener grandes dificultades para hacer amigos, y aparte de eso el personal de la cocina tenía que preparar un banquete de coronación.

Dil y Gern estaban sentados en el centro de todo aquel ajetreo observando el futuro por encima del borde de una jarra de cerveza.

—Supongo que Gwlenda podría hablar con su papá —dijo Gern.

—Eso es, muchacho —dijo Dil con voz cansada—. La gente siempre necesitará ajos, ¿sabes? El ajo tiene mucho futuro.

—El ajo es condenadamente aburrido —dijo Gern con una ferocidad nada usual en él—. Y no conoces a gente interesante. Eso es lo que me gustaba de nuestro trabajo. Siempre estaba viendo caras nuevas.

—No más pirámides —dijo Dil sin rencor—. Es lo que dijo. «Habéis hecho un buen trabajo, maese Dil, pero voy a asegurarme de que este país entra en el Siglo del Murciélago de la Fruta tanto si quiere como si no…» Eso es lo que dijo.

—De la Cobra —dijo Gern.

—¿Qué?

—Es el Siglo de la Cobra, no el del Murciélago de la Fruta.

—El que sea —dijo Dil en un tono levemente irritado.

Inclinó la cabeza y contempló su jarra de cerveza con expresión abatida. «Ése es el problema —pensó—. Hay que empezar a acordarse de en qué siglo vives…»

Alzó la mirada y clavó los ojos en una bandeja de canapés. Los canapés se habían puesto de moda de la noche a la mañana. Todo el mundo parecía…

Dil cogió una aceituna y empezó a darle vueltas y más vueltas.

—No puedo afirmar que sintiera lo mismo acerca de lo que hacíamos antes, claro —dijo Gern apurando su jarra de cerveza—, pero apuesto a que vos estabais realmente orgulloso, maese… quiero decir Dil. Las costuras se portaron de maravilla, ¿no?

Dil extendió una mano hacia su cinturón sin apartar los ojos de la aceituna y cogió uno de los cuchillos más pequeños que utilizaba para trabajos realmente complicados.

—Decía que habrás sentido mucho que todo terminara así, ¿eh? —murmuró Gern.

Dil giró sobre su taburete para tener un poco más de luz, tragó aire y se concentró.

—Pero ya lo superarás —dijo Gern—. Lo importante es no permitir que se convierta en una obsesión y…

—Guarda este hueso de aceituna en algún sitio —dijo Dil.

—Perdón, ¿qué…?

—Guarda este hueso de aceituna en algún sitio —repitió Dil.

Gern se encogió de hombros y aceptó el hueso de aceituna que le ofrecía.

—Bien —dijo Dil en un tono de voz repentinamente impregnado de decisión y seguridad en sí mismo—. Y ahora pásame un trocito de pimiento…

Y el sol brillaba sobre el delta, ese pequeño infinito de cañaverales y orillas fangosas donde el Djel iba depositando los sedimentos de todo el continente. Las aves que chapoteaban de un lado a otro subían y bajaban la cabeza con la regularidad de un metrónomo buscando comida en el verde laberinto de los tallos y billones de insectos bailoteaban sobre las aguas cenagosas moviéndose en un continuo enredo de zigzags. Aquí el tiempo siempre había transcurrido, pues el delta respiraba las aguas limpias y frescas de la marea dos veces al día.

La marea estaba a punto de llegar, y la cúspide coronada de espuma no tardó en deslizarse entre los cañizos.

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