Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Pues he procurado esmerarme al máximo con ella —dijo haciendo un mohín.

—Sí, me temo que ahí está el problema —dijo el escultor.

—Ya lo sé —dijo Dil poniendo expresión apesadumbrada—. Se trata de la nariz, ¿verdad?

—Yo pensaba más bien en el mentón.

—Y la nariz.

—Sí.

—Sí.

Los dos se sumieron en un lúgubre silencio y contemplaron el rostro cerúleo del faraón. El faraón les imitó.

¿Qué le pasa a mi mentón? No veo que tenga nada de malo.

Se le podría colocar una barba —dijo Dil por fin rompiendo el silencio—. Una barba lo taparía casi todo, ¿no?

—Sigue estando el problema de la nariz.

—Siempre se podría recortar un poquito… creo que bastaría con un centímetro o dos. Y quizá se podría hacer algo con los pómulos.

—Sí.

—Sí.

Gern estaba horrorizado.

—Pero… pero maeses… ¡Estáis hablando del rostro de nuestro difunto monarca! —protestó—. ¡No podéis hacer eso! Y además la gente se daría cuenta… —Vaciló—. Se darían cuenta, ¿verdad?

Los dos artesanos se contemplaron el uno al otro.

—Gern, Gern…. Pues claro que se darían cuenta —dijo Dil pacientemente—. Pero nadie dirá nada. Esperan que nosotros… eh… que mejoremos un poquito las cosas, ¿entiendes?

—Después de todo —dijo el jefe de escultores con voz jovial—, no pensarás que se van a plantar delante del féretro y que van a decir algo así como «No se le parece en nada. El faraón siempre tuvo cara de gallina miope», ¿verdad?

Muchísimas gracias. Oh, sí, muchísimas gracias, de verdad.

El faraón fue a sentarse junto al gato. Al parecer la gente sólo se tomaba la molestia de ser respetuosa con los muertos cuando creía que los muertos podían estar escuchando.

—Supongo que si se lo compara con los frescos resulta un poquito más feo —murmuró el aprendiz de embalsamador con voz vacilante y un poquito temblorosa.

—Has dado justo en el blanco —dijo Dil en un tono cargado de sobreentendidos—. Me parece que ya lo vas entendiendo, ¿eh?

Los rasgos francos, un poco toscos y abundantemente provistos de granos del aprendiz fueron cambiando tan lentamente como un paisaje lleno de cráteres cuando las nubes se deslizan sobre él. Gern estaba empezando a percatarse de que aquella conversación debía incluirse en el apartado «Iniciación a los secretos milenarios del oficio».

—Queréis decir que incluso los pintores cambian la… —empezó a decir.

Dil le miró y frunció el ceño.

—Nunca hablamos de eso —dijo. Gern intentó que sus facciones adoptaran una expresión lo más seria y digna de confianza posible.

—Oh —murmuró—. Sí, claro. Comprendo, maese Dil.

El jefe de escultores le dio una palmadita en la espalda.

—Eres un chico muy inteligente, Gern —dijo—. No se te escapa nada y aprendes deprisa, ¿eh? Después de todo, ser feo en vida ya es bastante malo. Piensa en lo terrible que resultaría pasar una eternidad en el Otro Mundo siendo igual de feo.

Teppicamón XXVII meneó la cabeza. «Cuando estamos vivos todos debemos tener el mismo aspecto —pensó—, y encima se aseguran de que seamos idénticos después de muertos… Menudo reino.» Bajó la mirada y se dedicó a observar el alma del felino recién fallecido, la cual estaba muy ocupada aseándose. Cuando estaba vivo siempre había odiado a los gatos, pero el que tenía al lado parecía bastante amistoso y quizá pudiera ser una buena compañía. Alargó cautelosamente una mano hacia su cabeza y la acarició. El gato ronroneó durante unos momentos, cambió bruscamente de parecer e intentó arrancarle una tira de carne de la mano. La muerte quizá cambiara un poco a los seres humanos, pero un gato sagrado no se dejaba afectar por algo tan insignificante.

Volvió a concentrar su atención en el trío y se dio cuenta de que la conversación había empezado a girar alrededor de una pirámide. Su pirámide, para ser exactos… El faraón siguió escuchando con creciente horror, y se enteró de que iba a ser la pirámide más grande de toda la historia del Viejo Reino. Ocuparía una parcela de terreno extremadamente fértil situada en una de las mejores zonas de la necrópolis. Haría que incluso la pirámide más grande existente en la actualidad pareciera el resultado de unos minutos de actividad infantil con una pala y un poco de arena mojada. Estaría rodeada por jardines de mármol y obeliscos de granito. Iba a ser el monumento conmemorativo más gigantesco e imponente que un hijo hubiera construido jamás a su padre.

El faraón lanzó un gemido.

Ptaclusp lanzó un gemido.

En los tiempos de su padre todo era más sencillo y agradable. Bastaba con tener grandes cantidades de obreros y de troncos y disponer de veinte años, lo cual resultaba muy útil porque así la gente tenía algo que hacer durante la Inundación cuando todos los campos desaparecían debajo de las aguas. En cambio ahora lo único que necesitabas era un joven espabilado con un trozo de tiza y los encantamientos adecuados.

Oh, había que admitir que resultaba impresionante. Siempre que te gustaran esa clase de cosas, claro…

Ptaclusp IIb estaba caminando alrededor del gigantesco bloque de piedra retocando una ecuación aquí o subrayando una inscripción hermética allá. Cuando hubo terminado alzó la mirada y dirigió una breve inclinación de cabeza a su padre.

Ptaclusp fue corriendo hacia el faraón y su séquito, quienes estaban observando el curso de los trabajos desde el risco que se alzaba junto a la cantera. El sol arrancaba destellos a la máscara. Una visita real, como si no tuviera bastantes problemas…

—Estamos preparados para empezar si tal es vuestro deseo, oh arco del cielo —dijo Ptaclusp—. El sudor ya había empezado a brotar de sus poros. «Por favor, por favor, otra vez no…»

Oh, dioses. El faraón acababa de volverse hacia él, y si no ocurría algún milagro, dentro de unos momentos volvería a Tratarle Como A Un Amigo.

Ptaclusp lanzó una mirada implorante al gran sacerdote. Dios sólo necesitó una casi imperceptible contracción de los rasgos para indicarle que no se proponía hacer absolutamente nada al respecto. Aquello era demasiado, y Ptaclusp no era el único que no estaba de acuerdo con esa nueva forma de tratar a los súbditos. Ayer mismo Dil había pasado por la espantosa experiencia de entretener al faraón durante media hora hablándole de su familia. No estaba bien. Lo que la gente esperaba de un faraón era que se quedase en su palacio, y aquello resultaba demasiado… El faraón fue hacia Ptaclusp con un caminar relajado y tranquilo cuidadosamente calculado cuyo objetivo era conseguir que el constructor de pirámides tuviera la sensación de estar entre amigos. «Oh, no —pensó Ptaclusp—. Va a Acordarse De Cómo Me Llamo…»

—Debo decir que en sólo nueve semanas has conseguido que esto avance de una forma increíble. Un comienzo realmente impresionante, mi buen… eh… Ptaclusp, ¿verdad? —preguntó el faraón.

Ptaclusp tragó saliva. Bien, ya no había forma de escapar.

—Sí, oh mano que se mueve sobre las aguas —dijo—, oh manantial de…

—Creo que bastaría con «Su Majestad» o «Alteza» —dijo Teppic.

Ptaclusp sucumbió al pánico y lanzó una mirada de pavor puro a Dios. El gran sacerdote torció el gesto, pero volvió a asentir.

—El faraón desea que te dirijas a su augusta persona… —Los rasgos de Dios se contorsionaron en una fugaz mueca de dolor—, de una manera informal. Al estilo de los bárba… de los habitantes de otras tierras.

—Debes considerarte muy afortunado por tener unos hijos con tanto talento y con tanta capacidad de trabajo, ¿no? —dijo Teppic contemplando el atareado panorama de la cantera que se extendía debajo de ellos.

—Me… me consideraré muy afortunado… oh… Alteza —consiguió balbucear Ptaclusp, quien había interpretado las palabras de Teppic como una orden.

El constructor de pirámides volvió a preguntarse por qué los faraones no podían conformarse con mandar sin rodeos como en los viejos tiempos. Ah, entonces al menos sabías cuál era tu posición… Los faraones de antes no se presentaban de repente en tu cantera para tratarte como si fueras su igual y ser encantadores. «Como si yo pudiera hacer salir el sol por mucho que me lo propusiera», pensó Ptaclusp.

—Ha de ser un oficio fascinante —siguió diciendo Teppic.

—Como desee Su Majestad, Majestad —dijo Ptaclusp—. Si Su Majestad tuviese la bondad de dar la orden…

—Y, dime, ¿cómo se construye una pirámide?

—¿Alteza? —preguntó Ptaclusp con expresión horrorizada.

—Hacéis que los bloques de piedra vuelen por los aires, ¿verdad?

—Sí, oh Alteza.

—Qué interesante. ¿Y cómo lo conseguís?

Ptaclusp se mordió el labio inferior con tanta fuerza que estuvo a punto de perforárselo. ¿Revelar secretos del Oficio? Le bastó con pensar en esa inimaginable posibilidad para sentir un escalofrío de horror. Y entonces ocurrió lo increíble, y Dios decidió acudir en su ayuda.

—Mediante ciertos signos y talismanes secretos sobre cuya naturaleza exacta no es aconsejable ni prudente hacer preguntas, Alteza —dijo—. Es la sabiduría de… —Dios hizo una breve pausa—, de los modernos.

—Supongo que debe de resultar mucho más rápido y cómodo que acarrear los bloques de un lado a otro manualmente, ¿no? —preguntó Teppic.

—Los métodos antiguos poseían cierta gloria, Alteza —dijo Dios—. Y ahora, ¿me permitís que os sugiera…?

—Oh. Sí, claro. Adelante, adelante.

Ptaclusp se limpió el sudor de la frente y fue corriendo hacia el borde del risco.

Agitó un pañuelo.

Todas las cosas están definidas por sus nombres. Cambia el nombre y cambiarás la cosa. Naturalmente el proceso es mucho más complicado de lo que suena explicado así, pero visto desde la perspectiva paracósmica se reduce básicamente a eso.

Ptaclusp IIb alzó su báculo y golpeó suavemente el bloque de piedra con la punta.

La atmósfera recalentada empezó a ondular por encima del bloque en una danza de remolinos, y la gigantesca masa de piedra fue subiendo lentamente entre chorritos de polvo hasta dejar tensas las cuerdas que la mantenían unida al suelo y se inmovilizó a un metro y medio de altura.

Y eso fue todo. Teppic había esperado unos cuantos truenos o, por lo menos, una aureola llameante, pero los trabajadores ya estaban agrupándose alrededor de otro bloque y un par de hombres empezaban a remolcar el primer bloque hacia el lugar donde se alzaría la pirámide.

—Muy impresionante —dijo en un tono algo entristecido.

—Ciertamente, Alteza —dijo Dios—. Y ahora debemos volver al palacio. Pronto será el momento de iniciar la Ceremonia de la Tercera Hora.

—Sí, sí, de acuerdo —replicó secamente Teppic—. Te felicito, Ptaclusp. Seguid así, ¿eh? Lo estáis haciendo pero que muy bien.

Ptaclusp estaba tan confuso y emocionado que faltó poco para que se herniara al hacer la reverencia.

—Desde luego, Alteza —dijo, y decidió que había llegado el momento de arriesgarse—. Alteza, ¿puedo mostraros los últimos planos?

—El faraón ya ha aprobado los planos —dijo Dios—. Y discúlpame si me equivoco, pero me parece que el proceso de construcción de la pirámide ya se encuentra considerablemente avanzado, ¿no?

—Sí, sí, pero… —balbuceó Ptaclusp—. Veréis, se nos ha ocurrido que esta avenida desde la que se domina la entrada, pues veréis, pensamos que sería un lugar maravilloso para colocar una estatua de por ejemplo Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre de los Invitados Inesperados, prácticamente a precio de coste, y…

Dios echó un vistazo a los esbozos que le alargaba el constructor de pirámides.

—¿Se supone que eso son alas? —preguntó.

—Ni tan siquiera a precio de coste, ni tan siquiera eso, os diré lo que vamos a hacer… —farfulló Ptaclusp con creciente desesperación.

—¿Y eso de ahí es una nariz? —preguntó Dios.

—Más bien un pico, más bien un pico —dijo Ptaclusp—. Escuchad, oh gran sacerdote, ¿qué os parecería si…?

—Creo que no quedaría bien —dijo Dios—. No, realmente creo que la avenida estará mucho mejor sin esa estatua.

Recorrió la cantera con la mirada buscando a Teppic, lanzó un gemido, arrojó los esbozos sobre las manos que el constructor de pirámides extendía hacia él en un gesto de súplica y echó a correr.

Teppic había bajado por el sendero que llevaba a los carros en que había venido el cortejo, había contemplado con expresión melancólica el hervidero de actividad que se agitaba a su alrededor y se había detenido para observar a un grupo de trabajadores que estaban retocando un bloque de piedra. Los trabajadores sintieron el peso de su mirada, se quedaron paralizados y le observaron con expresiones entre perplejas y asustadas.

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