Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—¿Surgió de la nada? ¿No estaba allí y cuando volviste a mirar sí estaba? —preguntó Teppic.

—Exacto. Resulta difícil de creer, ¿no?

—No —dijo Teppic—. No, la verdad es que no.

Khuft extendió una mano y clavó un dedo lleno de arrugas en las costillas de Teppic.

—Siempre estuve convencido de que fue cosa de los malditos camellos —dijo—. Creo que ellos lo hicieron aparecer. Era como si el valle estuviera allí en potencia, pero no del todo, como si hiciera falta ese poquito de esfuerzo para convertirlo en realidad. Los camellos son unos bichos muy raros, ¿sabes?

—Lo sé.

—Son aún más raros que los dioses. ¿Te ocurre algo?

—Perdona —dijo Teppic—, pero enterarme de todo esto tan de repente… Es una especie de shock. Quiero decir que… Bueno, siempre pensé que éramos realmente reales, que… en fin, que éramos más reales que nadie.

Khuft extrajo otra semilla de higo de entre dos bultos ennegrecidos. Los bultos estaban dentro de su boca, así que probablemente había que llamarlos dientes. Después escupió en el suelo.

—Allá tú con tus problemas —dijo, y se desvaneció.

Teppic paseó por la necrópolis. Las pirámides formaban una cordillera de ángulos que se perfilaba contra la noche. El cielo era el cuerpo arqueado de una mujer, y los dioses se alzaban alrededor del horizonte. No se parecían en nada a los dioses pintados que llevaban miles de años adornando las paredes. Aquellos dioses eran mucho peores. A decir verdad, daban la impresión de ser más viejos que el Tiempo. Después de todo los dioses casi nunca se entrometían en los asuntos de los hombres, pero existían otras criaturas tan aficionadas a intervenir en ellos que incluso circulaban refranes al respecto.

—¿Qué puedo hacer? No soy más que un mísero ser humano —dijo en voz alta.

—En parte —replicó una voz.

Los gritos de las gaviotas despertaron a Teppic.

Alfonzo —el marinero llevaba puesta una camisa de manga larga, y a juzgar por su expresión había decidido no quitársela nunca más ocurriera lo que ocurriese— estaba ayudando al grupo de hombres que desenrollaba una de las velas del Anónimo. Alfonzo bajó la mirada hacia Teppic, quien seguía acostado encima de su lecho de cuerda, y le saludó con una inclinación de cabeza.

Se estaban moviendo. Teppic se irguió sobre el rollo de cuerda y vio cómo los muelles de Efebas desfilaban silenciosamente y se alejaban a gran velocidad bajo la luz grisácea del amanecer.

Teppic logró ponerse en pie, lanzó un gemido, se llevó las manos a la cabeza, echó a correr y saltó por encima de la barandilla.

Pa-Kho Krona, propietario y gerente del establo y las cuadras Lo Mejor Para Su Joroba caminó lentamente alrededor de Maldito Bastardo canturreando en voz baja. Examinó las rodillas del camello y le dio una patadita en un pie. Después se movió con tal rapidez que pilló totalmente desprevenido a Maldito Bastardo, le abrió la boca con las dos manos, examinó sus enormes dientes amarillentos y retrocedió de un salto colocándose fuera de su alcance.

Cogió un tablón de madera del montón que había en un rincón, metió un pincel en un bote de pintura negra y tras pensárselo un momento se concentró en la complicada tarea de pintar las palabras sólo un popietario.

Cuando hubo terminado contempló el tablón durante unos instantes y añadió ¡ved! kilometraje.

Estaba terminando de pintar gran coredor cuando Teppic entró tambaleándose y jadeando y se apoyó en el quicio de la puerta. El agua empezó a escurrirse por sus piernas y se fue acumulando en forma de charco alrededor de sus pies.

—He venido a por mi camello —dijo.

Krona suspiró.

—Anoche dijo que volvería en una hora —refunfuñó—. Tengo que cobrarle un día entero de cuadra, ¿no? Y aparte de eso lo he cepillado y me he ocupado de sus pies…, servicio completo. Serán cinco cercs, ¿de acuerdo, emir?

—Ah… —Teppic se palmeó los bolsillos—. Verá, he salido de casa con un poco de prisa y… me parece que no llevo dinero encima.

—Vale, emir. —Krona se volvió hacia el tablón—. Oiga, ¿sabe cómo se deletrea guarantía de años?

—Le enviaré el dinero —dijo Teppic.

Krona respondió con la sonrisa gélida de quien lo ha visto todo —burros viejísimos maquillados para que pareciesen jóvenes y vigorosos, elefantes con colmillos de yeso, camellos con una joroba de cartón asegurada mediante pegamento— y conoce la profundidad de los abscesos purulentos que pueden formarse en un alma humana realmente decidida a caer lo más bajo posible.

—¿Por qué no prueba a contarme otra historia, rajá? —replicó—. A ser posible una que tenga campanillas, ¿eh? Hace tiempo que no bailo.

Teppic hurgó en su túnica.

—Podría darle este cuchillo como pago —dijo—. Es muy valioso, ¿sabe?

Krona lo miró de soslayo y lanzó un resoplido.

—Lo siento, emir. Imposible. Si no hay dinero no hay camello.

—Podría dárselo con la punta por delante —dijo Teppic.

Estaba desesperado, y sabía que esa amenaza bastaba para que le expulsaran del Gremio. También era consciente de que como amenaza no resultaba muy temible. Amenazar no era una asignatura que figurase en el programa de estudios de la escuela del Gremio de Asesinos.

Además Krona tenía a su favor la presencia de dos hombretones sentados sobre balas de paja al fondo del establo. Los hombretones estaban empezando a interesarse por lo que ocurría, y parecían los hermanos mayores de Alfonzo.

Ningún almacén o depósito de vehículos de cualquier clase del multiverso estaría completo sin ellos. Sus funciones son vagas y nunca se las puede definir con términos tan simples como «mozos de cuadra», «mecánicos», «empleados» o «clientes». La razón de que se encuentren allí nunca queda del todo clara. Mastican una brizna de paja o fuman cigarrillos de forma subrepticia, y si hay cerca algo mínimamente parecido a un periódico lo leen o, por lo menos, se distraen contemplando las fotos y las ilustraciones.

Los dos hombretones alzaron la cabeza y clavaron los ojos en Teppic. Uno de ellos cogió un par de ladrillos y empezó a hacer juegos malabares con ellos.

—Oiga, basta con mirarle para ver lo joven que es —dijo Krona casi con amabilidad—. Su vida apenas acaba de empezar, emir. No se busque problemas innecesarios.

Dio un paso hacia adelante.

La inmensa cabeza peluda de Maldito Bastardo se volvió hacia él. Columnas de números diminutos empezaron a moverse velozmente por las profundidades de su cerebro.

—Lo siento mucho, pero tengo que recuperar mi camello —dijo Teppic—. ¡Es un asunto de vida y muerte!

Krona se volvió hacia los dos hombretones y les hizo una seña.

Maldito Bastardo le atizó una coz. Maldito Bastardo tenía ideas muy firmes y claras sobre lo que hay que hacer con la gente que te mete las manos dentro de la boca y, aparte de eso, se había fijado en los ladrillos y cualquier camello sabe que si sumas un ladrillo con otro ladrillo obtendrás como resultado dos problemas. La coz fue magnífica, potente y engañosamente lenta, y Maldito Bastardo redondeó sus efectos separando los dedos al máximo. Krona remontó el vuelo y acabó cayendo sobre un humeante montón de estiércol de dimensiones y pestilencia francamente augíacas.

Teppic echó a correr, rebotó en la pared dándose impulso, cerró los dedos de una mano sobre el sucio pelaje de Maldito Bastardo y aterrizó pesadamente sobre su cuello.

—Lo siento mucho —dijo dirigiéndose a la pequeña parte de Krona que seguía siendo visible—. Le aseguro que me ocuparé de que reciba su dinero.

Maldito Bastardo había empezado a moverse en círculo como si bailara el vals. Los dos hombretones se mantenían lo más alejados posible, quizá porque el aire se había convertido en un remolino de patas que giraban en todas direcciones.

Teppic se inclinó hacia adelante y pegó la boca a una oreja que se agitaba locamente.

—Nos vamos a casa —dijo.

Habían escogido una pirámide al azar. El faraón examinó el cartucho que había encima de la puerta.

—Bendita sea la Reina Far-re-ptah —leyó Dil obedientemente—. Gobernante de los Cielos, Dueña del Djel, Ama de…

—Ah, sí, la abuela Pooney —dijo el faraón—. Supongo que servirá. —Se volvió hacia Dil y Gern, que le estaban observando con expresión perpleja—. Cuando era pequeño siempre la llamaba así. Nunca conseguí pronunciar su nombre, ¿entendéis? Far-re-ptah… aún me cuesta un poco. Bien, manos a la obra. Dejad de mirarme boquiabiertos y derribad la puerta.

Gern sopesó el mazo como si no supiera qué hacer con él.

—Es una pirámide, maese Dil —dijo por fin apelando a la conciencia profesional del jefe de embalsamadores—. Se supone que no se deben abrir.

—¿Y qué sugieres que hagamos, chico? ¿Que metamos un cortaplumas en la ranura y que lo movamos de un lado a otro a ver si hay suerte? —replicó el faraón.

—Hazlo, Gern —dijo Dil—. No te preocupes, todo irá bien.

Gern se encogió de hombros, escupió en sus manos —aunque el sudor del miedo ya se había encargado de humedecerlas lo suficiente—, e hizo girar el mazo.

—Otra vez —dijo el faraón.

El impacto del mazo hizo que la gigantesca losa retumbara con un tañido casi musical, pero era de granito y aguantó. Unos trocitos de mortero se desprendieron del quicio y cayeron al suelo, y los ecos no tardaron en volver rebotando locamente por las muertas avenidas de la necrópolis.

—Otra vez.

Los bíceps de Gern se movían como tortugas nadando en una sopera de grasa.

El tercer impacto del mazo fue respondido por un retumbar ahogado. El sonido resultaba curiosamente parecido al que podría causar una tapa de sarcófago bastante pesada chocando con el suelo a una gran distancia de la puerta.

—¿Vuelvo a darle, señor? —preguntó Gern.

Dil y el faraón le hicieron callar con un gesto de la mano.

Los roces y crujidos se estaban aproximando.

Y la piedra se movió. Se atascó un par de veces, pero no cabía duda de que se estaba moviendo y fue girando lentamente a un lado hasta crear una grieta de sombra muy oscura. El interior de la pirámide estaba tan tenebroso que Dil apenas pudo distinguir la silueta más negra que las tinieblas que acababa de aparecer.

—¿Sí? —preguntó la silueta.

—Soy yo, abuela —dijo el faraón.

La sombra no se movió.

—¿Quién, el joven Potle? —preguntó con un inconfundible tonillo de suspicacia.

Dil se volvió hacia el faraón, pero éste esquivó su mirada.

—El mismo, abuela. Hemos venido a sacarte de aquí.

—¿Y quiénes son estos hombres? —preguntó la sombra con voz irritada—. No tengo nada, jovencito —dijo mirando a Gern—. Ahí dentro no hay ni una moneda, y ya puedes soltar esa arma porque te aseguro que no me asusta.

—Son sirvientes, abuela —dijo el faraón.

—¿Pueden identificarse? —murmuró la anciana.

—Abuela, yo respondo de ellos y acabo de identificarles. Hemos venido a sacarte de la pirámide.

—Hay que ver lo largas que pueden resultar las horas cuando no tienes nada que hacer —dijo la difunta reina mientras emergía a la luz del sol. Su aspecto era idéntico al del faraón, pero sus vendajes estaban más polvorientos y mucho más grises—. Me aburría tanto que decidí acostarme un ratito… Cuando estás muerto nadie se preocupa por ti, ¿sabes? ¿Adónde vamos ahora?

—A sacar a los otros de sus pirámides —dijo el faraón.

—Buena idea, jovencito.

La vieja reina le siguió con paso tambaleante.

—Así que éste es el aspecto que tiene el Otro Mundo, ¿eh? —preguntó secamente—. Parece que las cosas no han mejorado mucho… —Se volvió hacia Gern y le hundió el codo en las costillas—. ¿Tú también estás muerto, jovencito?

—No, señora —dijo Gern usando el tono de bravura temblorosa que puede esperarse en alguien que está haciendo equilibrios sobre una cuerda con los abismos de la locura bostezando debajo de sus pies.

—No vale la pena, créeme.

—Sí, señora.

El faraón avanzó sobre las viejísimas losas de la calzada en dirección a la pirámide contigua.

—La conozco —dijo la reina—. Ya estaba aquí en mis tiempos. Eskh-aler-atep, faraón, Tercer Imperio. ¿Qué piensas hacer con ese mazo, jovencito?

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