Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Un hombre que se encontrara en su situación actual necesitaba una señal, un manual de instrucciones o algo parecido. El gran defecto de la vida era que nunca tenías ocasión de practicar antes. Lo único que…

—Por todos los cielos… ¡Pero si es Teppic!

La voz que se dirigía a él sonaba más o menos a la altura de su tobillo. Una cabeza asomó por el borde del atracadero y fue seguida rápidamente por su cuerpo. Era un cuerpo extremadamente bien vestido, y su propietario no había escatimado el dinero a la hora de ataviarlo con joyas, pieles, sedas y encajes. Sólo parecía haber una limitación, y era de orden estético. Todo tenía que ser de color negro.

El cuerpo y la cabeza pertenecían a Broncalo.

—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Ptaclusp.

Su hijo asomó cautelosamente la cabeza por encima de los restos de una columna y observó a Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.

—Está olisqueando por ahí —dijo—. Creo que le gusta la estatua. Papá, sé sincero conmigo. ¿Por qué tuviste que comprar un horror semejante?

—Venía con un lote y lo dejaban barato —dijo Ptaclusp—. Además pensé que se pondría de moda. Estaba convencido de que se haría popular y…

—¿Popular? ¿Entre quiénes?

—Bueno, a él le gusta, ¿no?

Ptaclusp IIb se arriesgó a echar otro vistazo a la monstruosidad angulosa que se movía por entre las ruinas dando saltitos.

—Dile que si se va puede quedársela —sugirió—. Dile que se la puedes dejar a precio de coste.

Ptaclusp torció el gesto.

—A precio de coste, no. Con un descuento —dijo—. Una rebaja especial reservada a nuestros clientes sobrenaturales.

Alzó los ojos hacia el cielo. Su escondite en las ruinas del campamento —con la Gran Pirámide que seguía zumbando como una central eléctrica detrás de ellos—, les proporcionaba un punto de observación excelente desde el que contemplar la llegada de los dioses. Al principio Ptaclusp incluso había sido capaz de pensar en la nueva situación sin perder la calma. Los dioses serían buenos clientes. Siempre querían más templos y más estatuas, podría tratar directamente con ellos prescindiendo de los intermediarios…

Y un instante después le pasó por la cabeza una idea horrible. Un dios que no hubiera quedado satisfecho —y Ptaclusp sabía que los clientes siempre encontraban algún motivo de queja. Cuando no era porque faltaban las molduras de yeso prometidas en los planos era porque una esquina del templo se había hundido un poquito debido a una zona de arenas movedizas que nadie sabía que estuviese ahí—, no se limitaría a presentarse en la oficina gritando y exigiendo ver al encargado. Oh, no. Un dios siempre sabía dónde estabas e iba directamente al grano, y tampoco había que olvidar que los dioses tenían fama de pagar muy tarde y muy mal. Los humanos también, naturalmente, pero en el caso de los seres humanos el pago y el cobro de las cuentas pendientes solía tener lugar antes de que te murieras, no después.

Ptaclusp volvió la cabeza hacia su otro hijo, una silueta pintada que se recortaba contra la estatua con la boca congelada en una O de asombro, y el constructor de pirámides tomó una decisión.

—He terminado con las pirámides —dijo—. Recuérdamelo, chico. Si salimos vivos de este lío se acabaron las pirámides. Nos habíamos estancado. Creo que ha llegado el momento de diversificar el negocio.

—¡Papá, llevo siglos diciéndotelo! —exclamó IIb—. No sé cuántas veces he intentado hacerte entender que un par de acueductos decentes nos proporcionarían unos…

—Sí, sí, me acuerdo —dijo Ptaclusp—. Sí. Acueductos… Montones de arcos y no sé qué más, ¿eh? Estupendo, estupendo. Pero no recuerdo dónde dijiste que había que poner el sarcófago.

—¡Papá!

—No me hagas mucho caso, muchacho. Creo que me estoy volviendo loco.

Era imposible. No podía haber visto a una momia y a dos tipos con mazos.

Sí, era Broncalo.

Y Broncalo tenía un barco.

Teppic sabía que bastantes kilómetros de costa más allá estaba el reino del Cherife de Al-Khali, y que el Cherife vivía en el fabuloso palacio del Ualdhorf, que se decía había sido construido en una sola noche por un genio y cuyo esplendor era tan increíble que había originado montones de mitos y leyendas.[26] El Anónimo era como un Ualdhorf capaz de flotar, pero más lujoso. Su diseñador estaba obsesionado por el color dorado, y había utilizado todos los trucos y combinaciones de purpurina, columnas que se enroscan sobre sí mismas y cortinajes posibles con el fin de conseguir que pareciera no tanto una embarcación como un tocador de señoras que había chocado con un teatro especializado en espectáculos francamente dudosos.

De hecho, había que poseer los ojos adiestrados de un asesino para darse cuenta de la inocencia con que todo ese abigarrado esplendor disimulaba la esbeltez del casco, y algo tan curioso como el que después de haber sumado el espacio ocupado por los camarotes al de las bodegas siguiera habiendo un montón de sitio disponible que no parecía utilizarse para nada. El agua ondulaba de una forma bastante extraña alrededor de lo que Ptraci llamaba el extremo puntiagudo, pero sería totalmente ridículo sospechar que una embarcación tan obviamente dedicada al comercio poseyera un espolón que quedaba oculto debajo del agua, o que cinco minutos de trabajo con un hacha bastarían para convertir aquel alcázar de lujos en algo que podía dejar atrás a casi cualquier embarcación existente y hacer que las pocas capaces de alcanzarla lo lamentaran seriamente después.

—Muy impresionante —dijo Teppic.

—Oh, todo es pura apariencia —dijo Broncalo.

—Sí, ya me doy cuenta.

Quiero decir que en realidad somos unos pobres comerciantes, ya me entiendes.

Teppic asintió.

—La frase habitual es «pobres pero honrados» —dijo.

Broncalo le obsequió con la sonrisa depredadora del comerciante nato.

—Oh, creo que por el momento nos conformaremos con «pobres», ¿de acuerdo? Bueno, ¿y qué infiernos ha sido de tu vida? Lo último que supe de ti es que ibas a ser rey de un sitio del que nadie había oído hablar nunca. Y, por cierto, ¿quién es la hermosa joven que te acompaña?

—Se lla… —empezó a decir Teppic.

—Me llamo Ptraci —dijo Ptraci.

—Es don… —empezó a decir Teppic.

—Oh, estoy seguro de que es una princesa de sangre real —dijo Broncalo con voz alarmantemente untuosa—. Sería un inmenso placer para mí que accediera… que accedierais a cenar conmigo esta noche. Me temo que sólo puedo ofreceros el humilde sustento del marinero, pero ya nos las arreglaremos, ¿eh?

—Espero que no estés pensando en una cena al estilo efebense —dijo Teppic.

—Galletas, buey en salmuera… ese tipo de cosas —dijo Broncalo sin apartar los ojos de Ptraci ni un momento.

De hecho sus ojos no se habían apartado de ella desde que subió a bordo.

Después se echó a reír. Era la vieja risa del Broncalo de siempre, una carcajada a la que no se podía acusar de que le faltara buen humor, pero que dejaba muy claro que ese humor se encontraba sometido al control del cerebro de su propietario.

—Qué asombrosa coincidencia —dijo—. Y tenemos que zarpar al amanecer. ¿Puedo ofreceros ropa limpia? Los dos parecéis… eh… parece que habéis viajado bastante.

—Supongo que serán toscas ropas de marinero, ¿no? —dijo Teppic—. Tal y como conviene a un humilde comerciante, y corrígeme si me equivoco.

Teppic fue conducido a un pequeño camarote tan exquisita y cuidadosamente amueblado que parecía un huevo hecho de oro y piedras preciosas. Sobre la cama del camarote había desplegado un surtido de ropas que no tenía nada que envidiar a cualquiera de los que podían encontrarse en las comarcas que rodeaban el Mar Circular. Todas daban la impresión de ser de segunda mano, cierto, pero habían sido lavadas y remendadas tan expertamente que los desgarrones de espada apenas se notaban. Teppic contempló con expresión pensativa los ganchos de la pared y las sombras casi invisibles indicadoras de que unas cuantas cosas colgadas en ellos habían sido quitadas a toda velocidad.

Salió al angosto pasillo y se encontró con Ptraci. Ptraci había escogido un traje de gala de color rojo con mangas muy holgadas, inmensas armazones de varillas ocultas debajo de la tela y una gorguera tan grande como una piedra de molino, una moda que había hecho furor en Ankh-Morpork diez años atrás.

Nada más verla Teppic aprendió algo nuevo, el que las mujeres atractivas vestidas con unas cuantas tiras de gasa y unos metros de seda pueden resultar mucho más deseables cuando van tapadas desde el cuello hasta el tobillo. Ptraci giró sobre sí misma para enseñarle qué tal le quedaba su nuevo atuendo.

—Hay montones de trajes por el estilo en el armario —dijo—. ¿Es así como se visten las mujeres de Ankh-Morpork? Me siento como si llevara una casa encima… Da bastante calor.

—Oye, respecto a Broncalo… —dijo Teppic con tono apremiante—. No me malinterpretes, es un buen chico y todo eso, pero…

—Es muy amable, ¿verdad? —dijo Ptraci.

—Bueno… Sí. Lo es —admitió Teppic, y se dio por derrotado—. Somos viejos amigos.

—Qué bien.

Un miembro de la tripulación se materializó al final del pasillo, les hizo una reverencia y les llevó hasta el camarote de Broncalo. El marinero tenía la apariencia afable y jovial de un viejo lobo de mar, aunque el tapiz de cicatrices que cubría su cabeza y los tatuajes —a su lado las ilustraciones de El palacio secreto parecían láminas de un manual de bricolaje— estropeaban un poquito el efecto general. Las cosas que podía hacer con sus bíceps habrían mantenido fascinada a una taberna portuaria entera durante horas, y el marinero no era consciente de que el peor momento de toda su existencia llegaría dentro de pocos minutos.

—Estoy muy contento de que nos hayamos encontrado —dijo Broncalo mientras echaba vino en las copas—. Ya puedes servir la sopa, Alfonzo —añadió haciendo una seña con la cabeza al marinero tatuado.

—Bronco, dime que no eres un pirata —exclamó Teppic de repente.

—¿Es eso lo que te ha estado preocupando?

Broncalo le obsequió con su mejor sonrisa perezosa de buen chico.

La posibilidad de que Broncalo se dedicara a la piratería no era lo único que le había estado atormentando, pero ocupaba un lugar bastante alto en su lista de preocupaciones actuales. Teppic asintió.

—No, no somos piratas, pero preferimos evitar el… el papeleo siempre que sea posible. Comprendes a qué me refiero, ¿verdad? No queremos tener nada que ver con esas personas que siempre quieren saberlo todo sobre ti.

—Sí, pero todas esas ropas…

—Ah. Te sorprendería la cantidad de veces que hemos sido atacados por los piratas. Ésa fue la razón de que papá mandara construir el Anónimo. Siempre se llevan una sorpresa, y te aseguro que no hay nada moralmente reprochable en lo que hacemos. Nos quedamos con su nave y con su botín, y si había prisioneros a bordo los rescatamos y les ofrecemos un billete de vuelta a casa a una tarifa inmejorable.

—¿Y qué hacéis con los piratas?

Broncalo volvió la cabeza hacia Alfonzo.

—Eso depende de cómo ande el mercado laboral en esos momentos —replicó—. Papá siempre dice que si ves a un hombre en apuros tienes que echarle una mano… dejando bien claro lo que esperas conseguir a cambio antes, claro. ¿Qué tal te va lo de ser rey?

Teppic se lo explicó. Broncalo le escuchó con mucha atención mientras hacía girar el vino dentro de su copa.

—Conque así están las cosas, ¿eh? —dijo cuando Teppic hubo terminado de hablar—. Nos hemos enterado de que va a haber guerra, y por eso zarparemos en cuanto amanezca.

—No te culpo —dijo Teppic.

—No me has entendido. Tenemos que organizar los futuros intercambios comerciales. Con los dos bandos, naturalmente, ya que somos estrictamente imparciales. Las armas que fabrican en este continente son asombrosas, créeme. De lo más peligroso que he visto… Por cierto, creo que deberíais venir con nosotros. Eres una persona muy valiosa.

—Nunca me he sentido menos valioso que ahora —dijo Teppic con voz abatida. Broncalo puso cara de asombro.

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