Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—Oh, ya lo conozco —dijo en un tono levemente despectivo—. Está sacado de los 130 días de Pseudópolis. Es físicamente imposible.

Soltó el brazo de Alfonzo y volvió a concentrar su atención en la comida.

—Perdonad, no quería interrumpiros —dijo jovialmente un instante después alzando la mirada hacia Broncalo y Teppic—. Seguid con lo vuestro.

—Alfonzo, ve a tu camarote y ponte una camisa de manga larga —dijo Broncalo con voz enronquecida.

Alfonzo retrocedió muy despacio sin apartar los ojos de su brazo ni un instante.

—Eh… ¿Qué estaba… eh… diciendo? —murmuró Broncalo—. Lo siento, me temo que he perdido el hilo de la conversación. Eh… ¿Quieres un poco más de vino, Tep?

Ptraci no sólo hacía descarrilar el tren de tus pensamientos, sino que arrancaba los rieles, quemaba las estaciones y derretía los puentes para venderlos como chatarra metálica. La cena fue pasando del pastel de buey a los melocotones frescos y los erizos de mar cristalizados, todo ello acompañado por charla intrascendente sobre los buenos y viejos tiempos de la escuela del Gremio de Asesinos. Sólo habían pasado tres meses desde entonces, pero parecía toda una vida quizá porque en el Viejo Reino tres meses eran una vida.

Ptraci no tardó en empezar a bostezar, y decidió retirarse a su camarote dejándoles en compañía de una botella de vino recién descorchada. Broncalo la observó marchar en un silencio claramente impresionado.

—¿Hay muchas chicas así en tu país? —preguntó.

—No lo sé —admitió Teppic—. Quizá. Lo normal es que estén acostadas en un diván pelando uvas o abanicándote.

—Es asombrosa. Ankh caería rendido a sus pies, ¿sabes? Con una figura así y una mente como… como… —Vaciló—. ¿Es…? Quiero decir… Vosotros dos… ¿Estáis…?

—No —dijo Teppic.

—Es muy atractiva.

—Sí —dijo Teppic.

—Parece un cruce entre una bailarina de templo y una sierra para metales.

Cogieron sus copas y salieron a la cubierta. El resplandor de las estrellas hacía palidecer las escasas luces de la ciudad. Las aguas de la bahía se hallaban tan lisas y tranquilas que casi parecían aceite.

Teppic sintió que la cabeza le empezaba a dar vueltas. Los efectos del desierto, el sol, las dos manos de barnizado a base de retsina efebense que recubrían el interior de su estómago y la botella de vino que se había bebido estaban haciéndose notar en sus sinapsis.

—Debo de-decir —consiguió farfullar apoyándose en la barandilla—, que has lo-logrado salir adelante.

—No me va mal —dijo Broncalo—. El comercio es muy interesante. Ganar mercados y todo eso, ya sabes… Las emociones y los riesgos de la competencia en el sector privado son fascinantes. Tendrías que venir con nosotros, chico. Mi padre siempre dice que el futuro está ahí, no en todas esas antiguallas de los hechiceros y los reyes, sino con la gente emprendedora que puede permitirse el lujo de contratarles. No pretendo ofenderte, claro.

—Somostodoloquequeda—dijoTeppicclavandolosojosensucopadevino—. Todo el reino ha desaparecido, y ahora sólo quedamos yo, ella y un camello que huele igual que una alfombra vieja. Un reino antiquísimo perdido para siempre…

—Es una suerte que no fuese nuevo —dijo Broncalo—. Por lo menos ya lo habíais usado durante algún tiempo, ¿no?

—Tú nunca podrás entenderlo —dijo Teppic—. Es como una inmensa pirámide, pero… Puesta del revés, ¿entiendes? Toda esa historia, todos esos antepasados, todas las personas… todo va pasando por un embudo cada vez más estrecho y termina en mí, justo en el fondo del embudo.

Teppic se dejó caer sobre un rollo de cuerda y Broncalo le pasó la botella.

—Resulta increíble, ¿verdad? —dijo Broncalo—. Todas esas ciudades y reinos perdidos que hay por ahí… Como Ee, en el Gran Nef. Países enteros que desaparecieron de repente y que están en algún lugar lejano nadie sabe muy bien dónde. Puede que sus habitantes también empezaran a tontear con la geometría, ¿no te parece?

Teppic respondió con un ronquido.

Broncalo le contempló durante unos momentos sin decir nada. Después se tambaleó hacia adelante y arrojó la botella vacía por encima de la barandilla. La botella chocó con la superficie del agua, hizo un plunk no muy fuerte y se hundió dejando detrás de sí un reguero de burbujas que turbó la lisa tranquilidad de la bahía unos segundos y que no tardó en desaparecer. Broncalo salió con paso vacilante de la cubierta y se fue a acostar.

Teppic estaba soñando.

Soñaba que se encontraba en un lugar muy alto y que su posición no era muy segura porque estaba haciendo equilibrios sobre los hombros de su padre y de su madre, y debajo de ellos podía distinguir a sus abuelos y debajo de ellos estaban sus antepasados, una hilera de siluetas borrosas que se extendía hasta perderse de vista formando una inmensa pirámide de humanidad cuya base desaparecía entre las nubes.

Podía oír el murmullo de las órdenes y las instrucciones dadas a gritos que subían flotando hasta él.

Si no haces nada nunca habremos existido.

Esto no es más que un sueño —dijo Teppic.

Salió de él y se encontró en un palacio. Un hombrecillo de piel oscura vestido con un taparrabos estaba sentado sobre un banco de piedra comiendo higos.

—Pues claro que es un sueño —dijo el hombrecillo—. El mundo es el sueño del Creador. Todo son sueños… distintas clases de sueños, ¿entiendes? Se supone que te revelan cosas, como por ejemplo que no termines la cena comiendo langosta y revelaciones similares. ¿Has tenido el sueño de las siete vacas?

—Sí —dijo Teppic mirando a su alrededor. Había soñado una arquitectura bastante buena—. Una de ellas tocaba un trombón.

—En mis tiempos fumaba un puro. Es un sueño ancestral muy conocido, ¿sabes?

—¿Y cuál es su significado?

El hombrecillo se metió un dedo en la boca y hurgó dentro de ella hasta extraer una semilla de higo.

—Que me registren —dijo—. Te aseguro que daría mi brazo derecho por averiguarlo. Por cierto, creo que no nos habíamos visto antes. Soy Khuft. Yo fundé este reino, por cierto… Oye, sabes soñar unos higos excelentes.

—¿También te estoy soñando a ti?

—Has dado en el blanco, muchacho. Cuando estaba vivo tenía un vocabulario de ochocientas palabras. ¿Realmente crees que podría hablar así si esto no fuera un sueño? Ah, y si esperabas unos cuantos consejos y la ayuda de tus antepasados ya puedes irte olvidando de ello. Esto es un sueño, ¿comprendes? No puedo decirte nada que no sepas de antemano.

—Eres el fundador del reino.

—Ése soy yo.

—Yo… Pensaba que serías distinto —murmuró Teppic.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno… La estatua…

Khuft movió una mano en un gesto cargado de impaciencia.

—Todo eso no son más que relaciones públicas —dijo—. Vamos, mírame bien. ¿Tengo aspecto patriarcal?

Teppic le examinó con mucha atención.

—Con ese taparrabos no, desde luego —admitió por fin—. Está un poquito… un poquito maltrecho.

—Aún puede aguantar unos cuantos años —dijo Khuft.

—Supongo que si estás huyendo de tus perseguidores no tienes tiempo de recoger el vestuario, claro —dijo Teppic, queriendo demostrarle que era un faraón comprensivo y poco exigente.

Khuft cogió otro higo y le miró de soslayo.

—¿Qué has dicho?

—Te estaban persiguiendo —dijo Teppic—. Por eso huiste al desierto, ¿no?

—Oh, sí, claro. Tienes toda la razón. Estaba siendo perseguido a causa de mis creencias.

—Eso es terrible —dijo Teppic.

Khuft escupió una semilla de higo.

—Desde luego que sí. Creí que nadie se daría cuenta de que los camellos que les había vendido tenían los dientes de yeso hasta que estuviera muy lejos del pueblo.

Las palabras de Khuft necesitaron unos momentos para abrirse paso por la mente de Teppic, pero en cuanto lo hubieron conseguido produjeron el mismo efecto que un bloque de granito cuando lo dejas caer encima de una vajilla de porcelana.

—¿Eres un criminal? —balbuceó Teppic.

—Bueno, siempre he opinado que «criminal» es una palabra muy fea, no sé si me entiendes —dijo el pequeño antepasado—. Yo prefiero usar la palabra «empresario». Mi gran problema siempre fue que iba muy por delante de mi época.

—¿Y tuviste que huir a causa de ello? —preguntó Teppic con un hilo de voz.

—Oh, te aseguro que quedarme ahí habría sido una pésima idea —dijo Khuft.

—Y Khuft el camellero se perdió en el Desierto, y entonces se abrió ante él un Valle rebosante de Leche y Miel, y Khuft el camellero pensó que era un Regalo de los Dioses —recitó Teppic con voz tirando a hueca—. Siempre pensé que el valle debía de estar bastante pegajoso —añadió.

—Allí estaba yo. Me moría de sed, los camellos estaban pidiendo agua a grito pelado y de repente… Whooosh, todo un maldito valle fluvial con cañaverales, hipopótamos y lo que quieras. Surgido de la nada, ¿comprendes? Lo cierto es que estuve a punto de morir en la estampida.

—¡No! —gritó Teppic—. ¡No ocurrió así! Los dioses del valle se apiadaron de ti y te mostraron el camino que llevaba hasta ahí, ¿verdad?

El tono de súplica de su voz era tan intenso que le sorprendió incluso a él.

Khuft lanzó un bufido despectivo.

—Oh, ¿sí? Y dio la casualidad de que tropecé con un río de ciento cincuenta kilómetros de largo que atravesaba el centro del desierto y que se le había pasado por alto a todo el mundo hasta que llegué yo, ¿no? Es comprensible. Un río de ciento cincuenta kilómetros de largo en pleno desierto no se ve así como así, ¿verdad? Claro que a camello regalado… Comprenderás que no iba a hacerle ascos, así que fui a recoger a mi familia y al resto de los chicos y regresé lo más deprisa posible. No miré atrás ni una sola vez.

—¿Surgió de la nada? ¿No estaba allí y cuando volviste a mirar sí estaba? —preguntó Teppic.

—Exacto. Resulta difícil de creer, ¿no?

—No —dijo Teppic—. No, la verdad es que no.

Khuft extendió una mano y clavó un dedo lleno de arrugas en las costillas de Teppic.

—Siempre estuve convencido de que fue cosa de los malditos camellos —dijo—. Creo que ellos lo hicieron aparecer. Era como si el valle estuviera allí en potencia, pero no del todo, como si hiciera falta ese poquito de esfuerzo para convertirlo en realidad. Los camellos son unos bichos muy raros, ¿sabes?

—Lo sé.

—Son aún más raros que los dioses. ¿Te ocurre algo?

—Perdona —dijo Teppic—, pero enterarme de todo esto tan de repente… Es una especie de shock. Quiero decir que… Bueno, siempre pensé que éramos realmente reales, que… en fin, que éramos más reales que nadie.

Khuft extrajo otra semilla de higo de entre dos bultos ennegrecidos. Los bultos estaban dentro de su boca, así que probablemente había que llamarlos dientes. Después escupió en el suelo.

—Allá tú con tus problemas —dijo, y se desvaneció.

Teppic paseó por la necrópolis. Las pirámides formaban una cordillera de ángulos que se perfilaba contra la noche. El cielo era el cuerpo arqueado de una mujer, y los dioses se alzaban alrededor del horizonte. No se parecían en nada a los dioses pintados que llevaban miles de años adornando las paredes. Aquellos dioses eran mucho peores. A decir verdad, daban la impresión de ser más viejos que el Tiempo. Después de todo los dioses casi nunca se entrometían en los asuntos de los hombres, pero existían otras criaturas tan aficionadas a intervenir en ellos que incluso circulaban refranes al respecto.

—¿Qué puedo hacer? No soy más que un mísero ser humano —dijo en voz alta.

—En parte —replicó una voz.

Los gritos de las gaviotas despertaron a Teppic.

Alfonzo —el marinero llevaba puesta una camisa de manga larga, y a juzgar por su expresión había decidido no quitársela nunca más ocurriera lo que ocurriese— estaba ayudando al grupo de hombres que desenrollaba una de las velas del Anónimo. Alfonzo bajó la mirada hacia Teppic, quien seguía acostado encima de su lecho de cuerda, y le saludó con una inclinación de cabeza.

Se estaban moviendo. Teppic se irguió sobre el rollo de cuerda y vio cómo los muelles de Efebas desfilaban silenciosamente y se alejaban a gran velocidad bajo la luz grisácea del amanecer.

Teppic logró ponerse en pie, lanzó un gemido, se llevó las manos a la cabeza, echó a correr y saltó por encima de la barandilla.

Pa-Kho Krona, propietario y gerente del establo y las cuadras Lo Mejor Para Su Joroba caminó lentamente alrededor de Maldito Bastardo canturreando en voz baja. Examinó las rodillas del camello y le dio una patadita en un pie. Después se movió con tal rapidez que pilló totalmente desprevenido a Maldito Bastardo, le abrió la boca con las dos manos, examinó sus enormes dientes amarillentos y retrocedió de un salto colocándose fuera de su alcance.

Autore(a)s: