Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

—No sé qué hacer —murmuró—. Oh, eso es delicioso…

—Ser una buena doncella exige algo más que saber pelar uvas —dijo Ptraci—. La primera lección que aprendemos es que si tu amo acaba de volver a casa después de un día muy largo y agotador quizá no sea el momento más adecuado para proponerle la Conjunción del Zorro y el Perejil. ¿Y quién dice que tengas que hacer algo?

—Me siento responsable.

Teppic cambió poco a poco de posición moviéndose tan perezosamente como un gato.

—¿Sabes si hay dúlcemeles por aquí? Si hubiera uno cerca podría tocar algo suave que te ayudaría a relajarte —dijo Ptraci—. Todavía no he terminado el Libro I, pero ya he llegado a «La merienda de los duendes».

—Quiero decir que… Bueno, un monarca no debería permitir que su reino se desvaneciera así.

—Las otras chicas dominan los acordes y todas esas cosas —dijo Ptraci en un tono levemente melancólico mientras seguía dándole masajes en los hombros—. Pero el difunto faraón siempre decía que prefería oírme a mí. Decía que le animaba mucho.

—Acabarán llamándolo el Reino Perdido, ¿entiendes? —dijo Teppic con voz soñolienta—. ¿Y cómo crees que me sentiré entonces, eh?

—Decía que también le gustaba oírme cantar. Era el único, ¿sabes? Todo el mundo decía que oírme cantar les recordaba a una bandada de buitres que acabaran de encontrar un asno muerto.

—Rey de un Reino Perdido, imagínatelo… Sería horrible. Tengo que recuperar mi reino.

Maldito Bastardo estaba moviendo lentamente su enorme cabeza para seguir el errático revolotear de un tábano. Columnitas de números rojos parpadeaban en las profundidades de su cerebro detallando los vectores de velocidad y elevación. Las conversaciones de los seres humanos raras veces le interesaban, pero le pasó por la cabeza la idea de que los machos y las hembras siempre se llevaban mejor cuando ninguno de los dos escuchaba con mucha atención lo que estaba diciendo la otra parte. Los camellos no se complicaban tanto la vida.

Teppic clavó los ojos en la línea que recorría las rocas. Geometría. Sí, por supuesto…

—Iremos a Efebas —dijo—. Saben todo lo que hay que saber sobre geometría, y tienen algunas ideas muy poco sólidas. Creo que en estos momentos no me irían mal unas cuantas ideas poco sólidas.

—¿Por qué llevas encima esos cuchillos y todos esos trastos? Quiero decir… ¿Cuál es la auténtica razón de que vayas tan cargado?

—¿Hummm? Perdona, ¿qué has dicho?

—Todos esos cuchillos… ¿Por qué?

Teppic pensó en lo que le acababa de preguntar.

—Supongo que porque cuando no los llevo encima tengo la sensación de que no estoy vestido —dijo por fin.

—Oh.

Ptraci hizo lo que se esperaba de una buena doncella y empezó a buscar un nuevo tema de conversación. Ofrecer Temas de Charla Amena e Interesante también formaba parte de los deberes de una doncella, pero Ptraci nunca había sido muy buena en eso. Las otras chicas eran capaces de presentar un surtido de temas realmente asombroso que parecía abarcarlo prácticamente todo, desde las costumbres de apareamiento de los cocodrilos hasta las especulaciones sobre la vida en el Otro Mundo; pero en el caso de Ptraci una vez agotadas todas las variaciones posibles sobre el clima tenía que hacer un considerable esfuerzo de imaginación para no quedarse callada.

—Bien… —dijo—. Supongo que habrás matado a montones de personas, ¿no?

—¿Mmmm?

—Eres un asesino, ¿no? Te pagan para que mates gente. ¿Has matado a mucha gente? Oye, ¿sabes que tensas mucho los músculos de la espalda?

—Creo que no debería hablar de eso —dijo Teppic.

—Pues yo creo que debería saberlo. Ya que vamos a cruzar el desierto juntos y todo lo demás… ¿Más de cien?

—Cielo santo, no.

—Bueno, ¿menos de cincuenta?

Teppic se dio la vuelta y la miró.

—Oye, ni tan siquiera los asesinos más famosos llegaron a matar más de treinta personas en toda su vida —dijo.

—Entonces… ¿Menos de veinte?

—Sí.

—¿Menos de diez?

—Creo que sería mejor conformarse con un número entre el cero y el diez —dijo Teppic.

—De acuerdo, siempre que yo lo sepa. Estas cosas son muy importantes, ¿entiendes?

Fueron hacia Maldito Bastardo, pero ahora era Teppic quien parecía estar pensando algo.

—Todo eso de la disfunción… —empezó a decir.

—Conjunción —le corrigió Ptraci.

—Tú… Esto… ¿Más de cincuenta personas?

—Hay una palabra para definir a esa clase de mujer, y no es precisamente «doncella» —replicó Ptraci, pero sin demasiado rencor en la voz.

—Perdona. ¿Menos de diez?

—Digamos que… ¿Un número entre el cero y el diez? —propuso Ptraci.

Maldito Bastardo escupió. El tábano que zumbaba a seis metros de su boca fue limpiamente arrancado de su posición aérea y quedó pegado a la roca que había detrás de él.

—Asombroso, ¿verdad? —dijo Teppic—. No sé cómo lo hacen… Supongo que es algo relacionado con el instinto animal.

Maldito Bastardo le lanzó una mirada altiva desde debajo de sus pestañas modelo barre-el-desierto y siguió pensando.

«Supongamos que z = ei0. rumiarumiarumia. Por lo tanto dz = ie[i0]d0 o d0 = dz/iz…»

Ptaclusp vagaba sin rumbo por entre el caos que rodeaba a la pirámide. Aún llevaba puesta la camisa de dormir.

La pirámide estaba zumbando como si fuese una turbina. Ptaclusp no sabía por qué, y no sabía nada sobre el inmenso consumo de energía que había sido necesario para retorcer las dimensiones desplazándolas noventa grados y manteniéndolas en esa nueva posición contra las terribles presiones que intentaban devolverlas a la normalidad, pero al menos los inquietantes cambios temporales parecían haber cesado. Había muchos menos hijos de lo acostumbrado rondando el lugar y, de hecho, Ptaclusp se habría alegrado de encontrar aunque sólo fuese a uno o dos.

Lo primero que encontró fue la punta de la pirámide. El bloque se había roto y el recubrimiento de electro se había desprendido. Después de bajar a lo largo de toda la pirámide la punta había chocado con la estatua de Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre, y la había doblado por la mitad proporcionándole una expresión levemente sorprendida.

Un gemido casi inaudible hizo que Ptaclusp fuera corriendo hacia lo que había sido una tienda. Hurgó entre los gruesos pliegues de lona y acabó encontrando a IIb, quien parpadeó y entrecerró los ojos intentando ver algo en aquella penumbra grisácea.

—¡No ha funcionado, papá! —gimió—. ¡Casi habíamos conseguido llevarla hasta arriba del todo y entonces toda la estructura se… se retorció!

El constructor de pirámides apartó el caballete que había caído sobre las piernas de su hijo.

—¿Tienes algo roto? —preguntó en voz baja.

—Creo que sólo son morados.

El joven arquitecto se irguió, torció el gesto y miró a su alrededor.

—¿Dónde está Dos-a? —preguntó—. Estaba más arriba que yo, casi en la punta…

—Le he encontrado —dijo Ptaclusp.

Los arquitectos no se han hecho famosos por su capacidad de prestar atención a las inflexiones y matices más sutiles de la voz, pero aún así IIb captó la presencia del plomo invisible que lastraba la de su padre.

—No estará muerto, ¿verdad? —murmuró.

—No lo creo. No estoy seguro. Está vivo. Pero… Se mueve… se mueve… Bueno, será mejor que lo veas con tus propios ojos. Creo que está atrapado en algo cuántico.

Maldito Bastardo avanzaba a la velocidad de 1,247 metros por segundo haciendo malabarismos mentales con complicadísimas conjugaciones de coordenadas para no aburrirse mientras sus enormes pies en forma de platos hacían crujir la arena.

Otro de los factores que habían impulsado de forma tan considerable el desarrollo del intelecto de los camellos era la falta de dedos. El progreso de las matemáticas entre los seres humanos siempre se había visto retrasado por la tendencia instintiva a contar con los dedos de que dan muestra todos los miembros de la especie cuando se enfrentan con un problema matemático realmente complejo, como por ejemplo un polinomio triforme o un diferencial paramétrico.

Los desiertos también ayudaban muchísimo. Los desiertos son sitios donde no hay muchas distracciones, y en lo que concernía a los camellos el camino que llevaba a un desarrollo intelectual prodigioso había sido el tener muy poco que hacer y no disponer de nada con lo que pudieran hacer ese poco.

Maldito Bastardo llegó a la cima de la duna, contempló con aprobación las arenas ondulantes que se extendían delante de sus ojos y empezó a pensar en logaritmos.

—¿Cómo es Efebas? —preguntó Ptraci.

—Nunca he estado allí. Tengo entendido que está gobernada por un Tirano.

—Bueno, entonces espero que no lleguemos a conocerle.

Teppic meneó la cabeza.

—No se trata de esa clase de Tirano —le explicó—. Cambian de Tirano cada cinco años y antes tienen que hacer algo con él. —Intentó dar con la palabra adecuada—. Creo que le alijan.

—Eso es lo que hacen con los gatos, los toros y otros bichos, ¿verdad?

—Eh…

—Ya sabes a qué me refiero. Sirve para que pierdan las ganas de pelear y se vuelvan más cariñosos.

Teppic torció el gesto.

—Si he de serte sincero la verdad es que no estoy muy seguro —dijo—, pero no creo que se trate de eso. Lo hacen con una especie de herramienta especial o algo así… Creo que se llama mocracia, y eso quiere decir que todas las personas del país pueden decir quién creen que ha de ser el nuevo Tirano. Un hombre, un… —Hizo una pausa. Las clases de historia política a las que había asistido parecían muy lejanas en el tiempo, y aparte de eso le habían expuesto a conceptos que resultaban tan nuevos como inauditos para alguien nacido en Djelibeibi y, pensándolo bien, incluso para alguien nacido en la misma Ankh-Morpork. Aun así Teppic decidió intentarlo—. Un hombre, un veto.

—Y eso sirve para el alijamiento, ¿no?

Teppic se encogió de hombros. Quizá sí, y quizá no. La verdad es que no tenía ni idea.

—Lo importante es que todo el mundo puede hacerlo. Están muy orgullosos de ello. Todo el mundo tiene… —volvió a vacilar. A esas alturas ya estaba bastante seguro de que se había hecho un lío—, tiene el veto. Salvo las mujeres, naturalmente. Y los niños. Y los criminales. Y los esclavos. Y los idiotas de nacimiento. Y los extranjeros. Y la gente que está mal vista por… eh… varias razones. Y montones de personas más. Pero aparte de esa gente todo el mundo tiene su veto. Es una civilización muy ilustrada.

Ptraci pareció meditar en lo que acababa de explicarle.

—Y a eso se le llama mocracia, ¿verdad?

—Bueno, ellos fueron los que la inventaron, ¿sabes? —respondió Teppic con la vaga sensación de que estaba obligado a defenderla.

—Apuesto a que han tenido graves problemas para exportarla —dijo Ptraci con firmeza.

El sol no sólo era una bola de estiércol llameante empujada a través del cielo por un escarabajo pelotero gigante. También era una embarcación. Dependía del ángulo desde el que lo contemplaras.

La luz no parecía luz. Se había vuelto extrañamente apagada y sin brillo, y si fuera agua la única forma de definirla habría sido decir que sabía a lo que sabe el agua después de haber pasado varias semanas dentro de un vaso. La luz había perdido la alegría. Iluminaba, sí, pero sin vida. Recordaba más a la luz de la luna que a la del día.

Pero en aquellos momentos Ptaclusp estaba bastante más preocupado por su hijo que por los problemas que pudiera tener la luz.

—¿Tienes alguna idea de qué le ha pasado? —preguntó.

Su otro hijo estaba mordiendo el punzón y su expresión dejaba bien claro que no le estaba sirviendo de mucho y que habría preferido morderse la mano, pero le dolía demasiado. Había intentado tocar a su hermano y las chispas le habían despellejado los dedos.

—Quizá —se atrevió a decir.

—¿Puedes curarle?

—No lo creo.

—Entonces… ¿Qué le pasa?

—Bueno, papá… Cuando subimos a la pirámide… bueno, cuando quedó claro que no podía descargar la energía… verás, estoy seguro de que retorció el… el tiempo y de que le dio la vuelta… El tiempo no es más que otra dimensión, ¿entiendes? Hum…

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